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Vivienda y urbanismo en la Revolución rusa

05/06/2021 | Historia

La Revolución rusa encaró la cuestión de la vivienda, dio pie a la mayor experimentación social nunca vista de los trabajadores sobre modos de vida y trabajo colectivos y comunales, y muy pronto tuvo que encarar la transformación del espacio urbano para impulsar la revolución del espacio social que estaba en su perspectiva.

La Revolución y las necesidades inmediatas de vivienda y alojamiento

Vivienda obrera típica según Einsenstein: una única habitación con una mesita, una cómoda, una mesa y una pequeña calefacción-cocina de carbón.

La guerra y la desmovilización espontánea que siguió a la revolución de febrero habían aumentado el contingente de personas sin techo, que ya pasaban los diezmil en el Petrogrado prebélico. A partir de febrero se producen ocupaciones anecdóticas de casas de la aristocracia petersburguesa por soldados sin cobijo y requisas de palacios públicos o privados para su utilización por las organizaciones de clase. El Instituto Smolni alojará a los soviets, el Palacio Krzesińska -de la bailarina ex-amante del zar del mismo nombre- será tomado por el partido bolchevique, etc.

Pero será el triunfo de la insurrección de Octubre la que abra el proceso que permitirá a los trabajadores esbozar las bases de una política de vivienda propia... aun bajo las condiciones atroces de la guerra civil y el desmoronamiento de la estructura productiva.

En un principio serán ante todo medidas de urgencia. El 30 de octubre de 1917 el Congreso de los Soviets de toda Rusia instaura una moratoria de alquileres para salarios menores de 400 rublos, es decir, para los trabajadores no cualificados y los jornaleros. Y el 19 de diciembre otorga poder a los soviets locales para resolver los problemas de alojamiento e higiene de los trabajadores.

Los soviets de las ciudades obreras, apoyándose en los soviets de barrio comenzarán a crear registros de viviendas pensando ya en su reparto. El Soviet de Petrogrado lo hará el 1 de marzo de 1918. Los primeros resultados, en mayo, arrojarán la cifra de 8.250 edificios y grandes viviendas vacías que comenzarán a reocuparse con trabajadores sin techo. Pronto el espacio se revela insuficiente para el objetivo: una habitación por pareja o miembro soltero de cada familia y una para los niños.

La situación no podrá enfrentarse hasta que en agosto de 1918 el Congreso de los Soviets abola la propiedad privada del suelo de las ciudades con más de 10.000 habitantes y de poderes a los soviets locales sobre las propiedades urbanas con más de cinco apartamentos. En septiembre creará un Soviet Central de Vivienda, un comité del Congreso dedicado específicamente a coordinar y dar dirección a las políticas de reparto y construcción de alojamientos para los trabajadores.

Pero el simple reparto de espacios en barrios aristocráticos y burgueses choca con el urbanismo heredado y se demuestra pronto disfuncional: los trabajadores reubicados, que llegarán a 65.000 entre 1918 y 1919, están demasiado lejos de sus centros de trabajo, se sienten burbujas en un medio adverso en el que los vecinos son enemigos abiertos y ni siquiera tienen donde poder abastecerse a una distancia aceptable. La arquitectura de las clases dominantes tampoco ayuda: calentar los inmensos volúmenes palaciegos resulta simplemente imposible en el contexto de escasez propio de la guerra civil.

De nuevo la primera respuesta será meramente reactiva. En diciembre de 1918 el Soviet de Petrogrado otorga medios de transporte -caballos y trineos- o, alternativamente, una subvención de 150 a 200 rublos por familia para hacer gratuito el transporte hasta el trabajo. Ya en 1920 resulta claro que no es a base de decretos de reparto como puede avanzarse.

Para ese momento además tanto las organizaciones de clase como el movimiento general de los trabajadores están ya redefiniendo el espacio tanto comunal como colectivo y los soviets locales, enfrentados a las necesidades de reconstrucción están planteándose transformar, más allá de lo anecdótico, el urbanismo heredado. Se habla de crear un nuevo tipo de espacio social, algo que ya no sea ni aldea ni ciudad.

El espacio colectivo

Palacio del Granjero. Además de casa de reposo para trabajadores, incluía viviendas para los trabajadores e investigadores del conjunto y museo.

Por un lado, la necesidad de conservar la herencia histórica había dado lugar a los primeros museos populares, por otro, la política de conservación natural y el reconocimiento de monumentos naturales estaba creando centros de investigación, educación y aprendizaje en el medio natural.

No son espacios muertos poblados solo durante un horario. Alojan a investigadores, militantes y grupos de experimentación a los que sirven de vivienda de una forma que converge espontáneamente con lo que Rossmer, entre otros, nos cuenta que eran los espacios de las organizaciones políticas: abiertas 24 horas al día con gente llegando continuamente de todo el territorio regido por los soviets y con grupos residentes por periodos más o menos grandes.

Edificio de la Casa de las Artes. En él tenían su vivienda habitual buena parte de los literatos de vanguardia del momento.

Este tipo de espacios colectivos, que tienden a convertirse en comunales por la naturaleza y experiencia anterior del trabajo militante, se expanden con naturalidad más allá del medio social de los trabajadores. Gorki por ejemplo impulsará -y financiará a costa de los ingresos en divisas de sus obras- la famosa Casa de las Artes que será una verdadera incubadora de la literatura del momento.

Se crearán también y desde fecha tan temprana como 1919, las primeras Casas de Reposo para obreros. Solo en la isla Kameni 32 grandes casas palaciegas fueron reconvertidas en hoteles para que los obreros industriales pudieran disfrutar por primera vez de vacaciones. Estos hoteles no solo tenían una población permanente de trabajadores hosteleros, algunos, como el Palacio del Granjero (foto de arriba) eran también escuelas-museo dedicadas a la exposición, enseñanza e investigación.

El espacio comunal

«¡Abajo con la esclavitud de la cocina!», un lema tomado de Bebel, propio del movimiento comunal que sobrevivirá hasta 1929 (fecha de este cartel), cuando el stalinismo se aplique a la disolución forzada y represión de las últimas colectividades de trabajo obreras.

Esta redefinición de espacios converge con la explosión del movimiento comunal que se hace masiva con la NEP (1921). Cientos de miles de trabajadores formarán comunas residenciales urbanas y colectividades trabajo a lo largo de todo el territorio controlado por los soviets.

La crítica de Bebel sobre el trabajo doméstico y la definición arquitectónica del hogar está bien presente y es explícita: la nueva forma de vivir pasa por la socialización no solo de la producción, sino también del trabajo doméstico.

Para millones de mujeres la cocina privada es una institución extravagante en sus métodos, que las limita en tareas interminablemente monótonas y les hace perder tiempo, robándoles la salud y el buen ánimo, una institución que no es sino un objeto de angustia diaria, especialmente cuando los medios son escasos como lo son en la mayoría de las familias. La abolición de la cocina privada será la liberación para un sinnúmero de mujeres. La cocina privada es una institución tan anticuada como el pequeño taller mecánico. Ambos representan una innecesaria e inútil pérdida de materiales y tiempo de trabajo.

August Bebel. La mujer y el Socialismo, 1879

En consecuencia, los edificios que alojan a las nuevas comunidades igualitarias de trabajadores, que siguen siendo los del viejo mundo, se remodelan para crear cocinas comunales, comedores, jardines de infancia, guarderías, rincones rojos, salas de lectura y lavanderías.

La espera de la extensión de la Revolución mundial no es ni mucho menos pasiva. La experimentación de nuevas formas de organización de la casa y la rehabilitación de espacios que la acompaña son la otra cara de los ensayos de gestión obrera de la producción y distribución de bienes. Sin ella quedaría cojo el inmenso esfuerzo de experimentación que los trabajadores harán por sí mismos hasta el último aliento de la Revolución en 1929.

Ni aldea ni ciudad

Pero tanto el espacio colectivo como el comunal, puertas adentro, son solo partes, momentos y detalles de la reorganización del espacio social y productivo que la Revolución abre. Los académicos aquí intentan presentarnos una y otra vez las tensiones y limitaciones de la Revolución rusa como producto de una batallita entre dos corrientes intelectuales, entre dos ideas: el urbanismo con su división funcionalista del espacio (industria, agricultura, vivienda) y el supuesto utopismo del desurbanismo de los arquitectos militantes en la Oposición de Izquierda e influidos por la perspectiva comunista. Es evidentemente, la forma idealista de entenderlo.

En la práctica sin embargo, todo nos remite a la materialidad del gran marco de la Revolución rusa. En primer lugar la limitación principal, impuesta por la derrota de la primera oleada revolucionaria en el conjunto de Europa y ampliada por la propia estructura social rusa, con su inmensa mayoría de campesinos; en segundo lugar la destrucción de capacidades productivas que supuso la guerra civil, que a su vez forzó a la puesta en marcha de la NEP; y finalmente la confluencia de las consecuencias de ambas cosas en la aparición de la burocracia y su manifestación ideológica, el stalinismo, como nueva fuerza contarrevolucionaria.

En ese marco, en la que la aparición de un nuevo aparato productivo y la posibilidad de desmercantilizar la producción siempre quedarán adelante, a la espera de nuevos triunfos de clase en otros países, las expresiones de revolución social, serán más importantes que nunca. Lejos de ser meros impulsos a destiempo serán reflejo de la fuerza que permitirá a la clase mantenerse en el poder durante un tiempo precioso.

En ese marco, los arquitectos militantes como Ojitovich, asesinado por la policía política stalinista en 1935, y asociaciones como OSA, donde surge el nombre desurbanismo, cobran otro sentido. De hecho, ni siquiera aparecen como escuela o grupo definido hasta 1925 cuando la burocracia está ya impulsando un nuevo urbanismo industrialista, guiado por las necesidades de concentración de capital bajo la bandera de los objetivos de la NEP... e inevitablemente enfrentado a las necesidades genéricas de vida de los trabajadores.

Ese urbanismo de moles y ciudades-fábrica plagadas de colmenas, expresión arquitectónica de la contrarrevolución entonces ya en marcha arrolladora, será la raíz del horror arquitectónico stalinista al mismo tiempo y por las mismas causas que se llevan de vuelta a una relación predadora con el medio natural.

El urbanismo stalinista nace en confrontación directa no con una u otra escuela, sino con lo que los soviets habían defendido desde, al menos, 1919. Los desurbanistas fueron en realidad, una coda, una última expresión teórica de lo que los soviets habían intentado hacer.

No es a las escuelas donde hay que mirar, sino en los grupos de trabajo de los soviets, como el Taller de arquitectura del departamento de economía del soviet del Petrogrado revolucionario. Sobre este taller recayó la realización de las propuestas para reconstruir la ciudad tras el sitio de 1919. No era un grupo de creadores en torno a una mesa de dibujo buscando una solución ideal, era un grupo de técnicos trabajando con los soviets de barrio, recogiendo expectativas y necesidades concretas de los trabajadores.

Lo que salió de aquellos trabajos fue una propuesta para la transformación de la capital revolucionaria de abajo a arriba: nuevos barrios pensados ya bajo el modelo de socialización que ensayaba el movimiento comunal y que había teorizado Bebel. Con ellos, como es lógico, toda una nueva familia de equipamientos: comedores colectivos, salones y centros culturales, guarderías, casas de baños (spas), etc. Todo unido por cinturones verdes y transportes colectivos, reciclando conceptos de los higienistas, la Ciudad Lineal y la Ciudad Jardín a medida de las necesidades de los trabajadores en vez de supeditándolos a las lógicas de revalorización.

El barrio obrero de Viborg en el que había comenzado la Revolución de febrero y que fue el primero en convertirse en bastión bolchevique, tendrá el plan más radical: casas comunales pequeñas de tres alturas o menos compartirían con las viviendas unifamiliares, comedores comunales y servicios de lavandería, guardería, bibliotecas, centros sociales... en un entorno verde. El resultado, ni aldea ni ciudad, tendrá ya en 1919 todo lo que reivindicarán unos años después los desurbanistas, pero no es una propuesta de escuela, es una propuesta política nacida de uno de los soviets más a la vanguardia durante la Revolución.

Lo contingente y lo perdurable

En la arquitectura y el urbanismo hay siempre elementos contingentes. Vienen dados por la tecnología disponible por condicionantes coyunturales o por necesidades temporales. Sin embargo, no es casualidad la convergencia entre la concepción de los espacios colectivos y los comunales, y el impulso de ambos hacia un urbanismo que por un lado tiene muy presente a Bebel, pero converge a su vez con experiencias históricas anteriores y contemporáneas de los movimientos comunales obreros desde Cabet.

Los hilos que unen todas las distintas experiencias con el espacio impulsadas por los trabajadores durante la Revolución Rusa tienen su origen en un enfoque común: la preponderancia de las necesidades humanas a la hora de pensar la comunidad en el espacio. Pero hay más: una perspectiva de abundancia que implica una nueva división geográfica del trabajo y una concepción de la vida comunitaria que se deshace conscientemente del individualismo y apuesta por la socialización como forma de satisfacer las necesidades de cada uno.

Lo que el proletariado mostró durante la Revolución rusa es que huye de la atomización como el veneno que es, pero también de la precarización. No necesita, como el capital, apilar verticalmente en cajitas aisladas entre sí a la población porque no es su objetivo valorizar el capital. Tampoco va a restringir la intimidad con colivings indeseados o celdas vendidas como minicasas, ni reducir el esfuerzo estético para hacer cubos lisos fácilmente industrializables y reproducibles.