Una vida sin miedo
En anteriores entradas hemos visto como la moral comunista está fundamentada en la relación de la clase con el futuro por lo que es capaz de ver y disfrutar la abundancia posible en el presente; y es una ética colectiva del trabajo y el conocimiento por lo que, como veremos ahora, es capaz de superar al miedo permanente de la vida en el capitalismo, miedo metamorfoseado en mil formas metafísicas y miedo a la muerte.
Desde los filósofos de la Antiguedad se había discutido la naturaleza social de nuestra especie en términos esencialistas y metafísicos. Pero en 1859 la ciencia da un salto de gigante con la publicación de «El origen de las especies». La teoría de la evolución da por primera vez una base material al famoso «qué somos y de dónde venimos» manoseado por todos los idealismos y religiones hasta hoy. Para el joven movimiento obrero revolucionario aquel avance fue una conquista científica especialmente valiosa que reforzaba e impulsaba su propia visión de la especie y su futuro. Nada que ver, desde luego con el burdo y anticientífico «darwinismo social» desarrollado luego por la burguesía británica que torcía la metáfora darwinista para justificar la concentración de capitales y la pauperización de las grandes masas de trabajadores. La lectura que hace entonces Engels es materialista y dialéctica. Materialista porque la forma de adaptación de los antecesores de nuestra especie, la transformación del medio mediante el uso de herramientas -es decir, el trabajo- no tienen otro origen ni motor que las puras necesidades materiales de la supervivencia; y sus consecuencias serán materiales también -el particular y característico desarrollo del cerebro humano. Dialéctica porque ese desarrollo se producirá en una relación compleja con el medio manifestándose como la interacción y alimentación mutua entre el lenguaje, el pensamiento, la capacidad de percepción y la misma capacidad de transformación de la Naturaleza, el trabajo.
[El trabajo] es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio Hombre. (...) Primero el trabajo, luego y con él la palabra articulada, fueron los dos estímulos principales bajo cuya influencia el cerebro del mono se fue transformando gradualmente en cerebro humano (...) Y a medida que se desarrollaba el cerebro, desarrollábanse también sus instrumentos más inmediatos: los órganos de los sentidos. (...) El desarrollo del cerebro y de los sentidos a su servicio, la creciente claridad de conciencia, la capacidad de abstracción y de discurso, cada vez mayores, reaccionaron a su vez sobre el trabajo y la palabra, estimulando más y más su desarrollo y cuando el Hombre se separa definitivamente del mono, este desarrollo no cesa ni mucho menos (...) avanzando en su conjunto a grandes pasos, considerablemente impulsado y, a la vez, orientado en un sentido más preciso por un nuevo elemento que surge con la aparición del Hombre acabado: la sociedad.
Federico Engels. «El papel del trabajo en la transformación del mono al Hombre», 1876
Y es que lo que define la sociedad humana, la aparición de la especie en sí misma y su evolución social posterior -trabajo, lenguaje, conocimiento- es social y colectivo. La sociedad -originalmente y durante la mayor parte de la vida de la especie, comunidad igualitaria, no escindida en clases- es la forma de existencia material, tangible, de la Humanidad. La mera idea de poder pensar esa abstracción llamada «individuo» de plantear siquiera su oposición a «la sociedad» implica que ésta se ha hecho ajena a sí misma oponiendo entre sí a sus componentes, enajenándolos de la vida y la capacidad de transformación colectiva que les permite vivir, trabajar y conocer, abotargando sus sentidos y poniendo límites sociales, de clase, a su conocimiento. Eso, que se llama alienación, es el resultado último de la división, de la fractura en clases que se inaugura hace tan solo 10.000 años.
La fractura de la la sociedad en clases y el desarrollo de modos de producción y por tanto de formas de dominación cada vez más complejas fue un elemento acelerador del «desarrollo de las fuerzas productivas», de la capacidad transformadora de la especie y de su conocimiento. Su naturaleza fracturada dio forma a la conciencia social desde el primer momento. Aparece la ideología, al principio bajo formas casi exclusivamente religiosas, como conciencia falseada e interesada de la realidad al servicio de las sucesivas clases dominantes que, cabalgando y reflejando el desarrollo de las capacidades productivas, revolucionarán las relaciones sociales tras luchas sin cuartel. La ajenidad de lo social, su negación material de los explotados, trascenderá la escisión material para convertirse en una escisión de la conciencia del conjunto y de cada uno.
Del difuso animismo de la comunidad primitiva, carente de la capacidad productiva suficiente para entender que es un metabolismo común con la Naturaleza, se pasa al nacimiento de los grandes dioses. La Humanidad, rota, deformada monstruosamente, no puede verse ya a sí misma si no es a través de su reflejo en seres fantásticos. Y conforme se desarrolla la división en clases, al hacerse más profunda la herida y con ella el estado que la mantiene y al tiempo evita que se desgarre aun más, aquel reflejo idealizado se hace más tenebroso y personal. La escisión social se multiplica hasta fracturar a cada uno, a cada miembro del conjunto social, entre un cuerpo y un alma. El miedo ya no es solo inseguridad ante la escasez sino miedo social organizado al servicio del poder de la clase al mando. El miedo trasciende incluso la promesa de otra vida posible, la vida ilusoria aplazada más allá de sí misma prometida por las religiones más avanzadas. Se extiende y gana a la vida por doquier. Como el retrato de Dorian Gray se torna tan cotidiano y abrumador, y es tan inimagible un mundo sin él dentro de la sociedad de explotación, que resulta imposible de mostrarlo públicamente más que en días señalados y acompañado de la infinita colchonería de la ritualidad y la ceremonia. El miedo a la miseria de la explotación universal se ha convertido en miedo universal a la muerte. Solo quedan, como curiosidades antropológicas, algunos restos de la antigua, aunque incompleta, conciencia humana.
Las nobilísimas poblaciones mexicanas, convertidas al catolicismo bajo el impío terror de los invasores españoles mostrarían que han seguido siendo «primitivas» porque no tienen terror ni horror a la muerte. Esos pueblos eran, por el contrario, herederos de una civilización incomprendida por los cristianos de entonces y de ahora, transmitida desde el comunismo ancestral. El insípido individualismo moderno no puede más que sorprenderse tontamente si en ese apagado texto, se dice que las tumbas carecen de inscripción y que se preparan manjares a los muertos que nadie conmemora. Verdaderos muertos desconocidos no por una retórica ahogada y demagógica, sino por la poderosa simplicidad de una vida que es la de la especie y por la especie, eterna en tanto que natural y no en cuanto estúpido enjambre de almas errantes en «el más allá», y para cuyo desarrollo son útiles las experiencias de los muertos, de los vivos, y de los que no han nacido, en una continuidad histórica cuyo desarrollo no es duelo sino gozo en todos los momentos del ciclo material.
(...)Estas comunidades, magníficamente poseídas por una poderosa intuición, reconocían el flujo de la vida en la energía que es la misma cuando el sol irradia sobre el planeta que cuando corre en las arterias del hombre vivo y se transforma en unidad y amor en la especie unitaria: especie que hasta que no caiga en la superstición del alma personal con su balance beato del debe y del haber -superestructura de la venalidad monetaria- no teme a la muerte y no ignora que la muerte del individuo puede ser un himno de alegría y una fecunda contribución a la vida de la humanidad.
En el comunismo natural y primitivo, incluso cuando la humanidad se limita a la horda, el individuo no intenta sustraer nada a su hermano, sino que está preparado para inmolarse sin el menor miedo para la supervivencia de la gran fratria. Torpe leyenda la que ve en esta sociedad el terror que inspira el Dios que se sacía con sangre.
En la sociedad del intercambio, de la moneda y de las clases, el sentido de la perennidad de la especie desaparece al tiempo que surge el innoble sentido de la perennidad del peculio, traducida en la inmortalidad del alma que contrata su felicidad fuera de la naturaleza con un dios usurero que posee esa odiosa banca. En esas sociedades que pretenden haberse alzado de la barbarie a la civilización se teme a la muerte personal y se prosterna ante momias, como en los mausoleos de Moscú, de infame historia.
En el comunismo que aún no se ha realizado, pero que es de una certeza científica, se reconquista la identidad del individuo y de su destino con el de la especie, después de haber destruido en el interior de ésta todas las fronteras constituidas por la familia, la raza y la nación. Con esta victoria toca a su fin todo temor a la muerte personal, y sólo entonces desaparece todo culto del vivo o del muerto - organizada la sociedad por primera vez en el bienestar, la alegría y la reducción al mínimo racional del dolor, del sufrimiento y del sacrificio - porque cualquier característica misteriosa y siniestra ha sido sometida al armonioso desarrollo de la sucesión de las generaciones, condición natural de la prosperidad de la especie.
Amadeo Bordiga. Janitzio no teme a la muerte, 1961
Nuestra clase está unida a cuanto hay de verdadero en la vida humana a través de dos dimensiones que definen su resistencia y su futuro: lo comunitario y lo comunista. Lo comunitario -la solidaridad, el igualitarismo espontáneo, el tratamiento del igual como un fin en sí mismo- representa la dimensión «conservadora» de la clase, la fuerza que ha de oponer diariamente para no ser atomizada y destruida por la dominación capitalista y el mercado, fuerza indispensable antes y durante cualquier combate. Lo «comunista» es la proyección programática de la lógica universal de sus necesidades y su existencia hacia el futuro. Presente continuo y futuro presente, no pueden existir uno sin el otro. Negar el futuro -como pretenden que hagamos las campañas sobre «la muerte» o el «idealismo» del comunismo- destruye la solidaridad y la capacidad de lucha hoy, sin las que a su vez todo futuro distinto de la barbarie, o incluso la extinción, se hace imposible para la Humanidad. La moral comunista no es más que la expresión de esta unión dialéctica, verdadera «antimateria» de la moral burguesa basada en sus opuestos: individualismo y enajenación.
Desde sus primeras formas -las teologías heréticas medievales al servicio de mercaderes y cambistas- hasta hoy, el mensaje moral de la burguesía ha difundido la atomización individualista, la indefensión y el miedo a toda comprensión colectiva de lo humano, dando una forma metafísica a la sumisión a un capital cuyas dinámicas y naturaleza últimas no puede reconocer sin poner en peligro su propia dominación de clase. Por eso, el burgués no pudo ser en su primera afirmación política sino «temeroso de Dios»: su verdadero Dios, no sometía sus designios a los actos del mercader individual, le arrastraba en sus agonías y, tan cruel como caprichoso, le dejaba fácilmente de lado en sus resurrecciones.
El dogma calvinista cuadraba a los más intrepidos burgueses de la época. Su doctrina de la predestinación era la expresión religiosa del hecho de que en el mundo comercial, en el mundo de la competencia, el éxito o la bancarrota no dependen de la actividad o de la aptitud del individuo, sino de circunstancias independientes de él. «Lo que preside no es la voluntad o la acción del hombre, sino la misericordia» de fuerzas económicas superiores, pero desconocidas. Y esto era más verdad que nunca en una época de transformaciones económicas, en que todos los viejos centros y caminos comerciales eran desplazados por otros nuevos, en que se abrían al mundo América y la India y en que vacilaban y se quebrantaban hasta los artículos económicos de fe más antiguos y venerables: los valores del oro y de la plata.
Federico Engels. Prólogo a la edición inglesa de «Del socialismo utópico al socialismo científico», 1892.
Hoy la moral burguesa, envejecida y caduca por la decadencia general de la matriz de la que nace, se ha convertido en un monstruoso océano de soledad e inhumanidad, un «sálvese quien pueda» que honra los comportamientos abyectos de los punteros de su aparato político y presenta la sociopatía de sus dirigentes económicos como modelo de éxito. Ególatra como toda clase decadente, se autoretrata vergonzantemente en el cine y la televisión disfrazada, no sin cierta sinceridad, de clan mafioso. Sabedora de que hoy no pasa de fatalidad destructivo, pero aferrándose al crimen, blanquea sus culpas retratando a la ciencia como un peligro social y al desarrollo como la plaga en la que se ha convertido el capital al que sirve. Cada minuto de las muchas horas de parrillas televisivas diarias, niega la posibilidad de superar el marasmo y el horror en el que chapotea. La moral burguesa vive en el escándalo y ni pudor le queda para intentar ocultar la codicia que no le deja ver en en ello más que una oportunidad de negocio. Pero eso sí, su último estertor irá destinado a los trabajadores. A negarnos. A intentar convencernos de que no hay otro futuro que un presente cada vez más inmundo ni otros sujetos políticos que los que cada día se saca de su roñosa chistera populista y universitaria. Incapaz de cultivar, anega de lodo, sangre y monstruos el campo entero de la vida social y su relato.
Y con todo, es sobre ese campo enfangado, sobre el que tenemos que ponernos en pie. Y no lo haremos si no somos capaces de erguir antes, desde el primer esfuerzo ascendente, una moral nueva.
Un partido reformista considera prácticamente inconmovibles las bases del régimen que se dispone a reformar. Por ello, inevitablemente, queda subordinado a las ideas y a la moral de la clase dirigente. Habiéndose elevado sobre las espaldas del proletariado, la socialdemocracia se ha convertido tan sólo en un partido burgués de segunda calidad. El bolchevismo ha creado el tipo del verdadero revolucionario que, fijándose objetivos históricos incompatibles con la sociedad contemporánea, subordina la condición de su existencia individual, sus ideas y sus juicios morales a aquellos. Las distancias indispensables con respecto a la ideología burguesa eran mantenidas en el partido a través de una vigilancia intransigente cuyo inspirador era Lenin. No dejaba de trabajar con el escalpelo cortando los lazos que el ambiente pequeñoburgués creaba entre el partido y la opinión pública oficial. Al mismo tiempo Lenin enseñaba al partido a formar su propia opinión pública, apoyándose en el pensamiento y en los sentimientos de la clase ascendente. Así, a través de la selección y la educación, en una lucha continua, el partido bolchevique creó su medio no solamente político, sino también moral, independientemente de la opinión pública burguesa e irreductiblemente opuesto a ésta. Fue solamente esto lo que permitió a los bolcheviques superar las vacilaciones en sus propias filas y manifestar la viril resolución sin la cual la victoria de Octubre hubiera sido imposible.
León Trotski. Historia de la Revolución rusa, 1930
La asimilación íntima de responsabilidades colectivas, la fusión al fin, de lo comunitario y lo comunista, solo pueden darse a través de la organización. Organizarse, para la clase, marca su paso de clase en función del capital a la clase que lucha por afirmarse levantando con ella el programa destinado a superar todas las escisiones y fracturas sociales de diez mil años de explotación.
Pero lo que se da en la organización general e independiente de la clase en sus despertares revolucionarios, tiene que darse bajo cualquier circunstancia en la organización de los revolucionarios. Organizarse para los comunistas significa hacer propias, a través de la discusión y el aprendizaje colectivos las responsabilidades históricas de la clase universal. Significa afirmar el fin de la esclavitud impuesta por la necesidad, el porvenir de la abundancia, a través del desarrollo de la conciencia de clase; cultivar una sensibilidad hacia lo humano mucho más amplia que el embotamiento al que aboca una cultura burguesa cada vez más morbosa y violenta. Significa al fin, llevar la moral proletaria un paso más allá, acercarla a esa moral verdaderamente humana que solo será posible para una Humanidad reunificada. El comunismo, ese «movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual», se convierte así en una afirmación permanente de la vida y del futuro, de la socialización de la responsabilidad y de la superación del individualismo: el primer destello de una vida sin miedo.