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Un extraño enemigo

14/10/2018 | Artes y entretenimiento
Un extraño enemigo

Cincuenta años después de la matanza de Tlatelolco, todo el aparato del estado mexicano se reivindica de aquellos estudiantes que masacró, hasta el más priista organiza marchas y anima homenajes artísticos.

Y en la pirueta final, «Televisa» -la empresa que se autodefinió como «soldado del PRI»- produce la serie que se pretende «definitiva» para entender el movimiento estudiantil mexicano de los sesenta y setenta: «Un extraño enemigo». Pero ¿qué transparenta la serie de cuanto pasó? ¿Qué nos da a entender sobre aquel movimiento y qué hay de verdad su relato?

La serie

La serie quita protagonismo desde el primer momento a los estudiantes para dárseso al «comandante Barrientos», un trasunto del siniestro e histórico Fernando Gutiérrez Barrios. Contar la historia desde el aparato represivo del estado es, sin duda, un hallazgo dramático... pero un desastre político.

Lo mismo que la hace la serie más adictiva de la temporada, convierte al movimiento estudiantil en una figura plana, expresiva pero sin fondo, sin historia previa ni mayor capacidad propia que la del director de la CIA. En ese marco, cuanto más esfuerzo hace Gabriel Ripstein por dar coherencia interna e inteligencia política a las distintas expresiones de la represión estatal, más infantil e incoherente resulta el retrato del movimiento.

https://youtu.be/fExoGt00FVY

El resultado es que el movimiento estudiantil acaba convertido en el relato televisivo en un «jardín de juegos» de los servicios secretos y las familias del régimen, una mera herramienta de la conspiración del que luego sería presidente Echeverría para convertirse en «tapado». No deja de tener gracia que ahora que Televisa descubre la historia, intente lavar la cara dándole una serie a «los hijos» (el hijo del fundador de Televisa produce, el hijo de Ripstein dirige y el hijo de Krauze colabora en el guión) y el resultado sea... una exaltación perversa de la capacidad maquiavélica de las cloacas del estado, un «El Padrino» a la mexicana que, por cierto, es una tremenda serie.

¿Qué pasó en realidad?

La burguesía mexicana entra en los sesenta confiada. Las huelgas de maestros, ferrocarrileros y petroleros del 58 y el 59 han sido aplastadas y sus dirigentes se pudren, literalmente, bajo tierra o en la cárcel, acusados de «disolución social». México no tiene prácticamente deuda externa y acabará la década -gracias al sexenio de Díaz Ordaz- sin ella a pesar del dispendio olímpico, la economía de la década crecerá al 6,4% y los tipos de cambio -12,5 pesos por dolar- serán tan estables que parecerán irrelevantes hasta los setenta.

Estamos ante un ejemplo de gestión por una burguesía periférica, de la reconstrucción que sigue a la guerra mundial. Las inversiones extranjeras llegan a buen ritmo y el estado se desarrolla consolidando a la burguesía de estado nacida con Lázaro Cárdenas alrededor del PRI. La ‎proletarización‎ de las otrora prestigiosas profesiones pequeñoburguesas -la Medicina, la Ingeniería- es vivida por la clase trabajadora desde el prisma de la ilusión de la promesa priista.

El nacionalismo y el conservadurismo moral se mezclan ahí en un peculiar «sueño» según el cual, si aguantabas sin protestar, tus hijos podrían abandonar la clase trabajadora «por arriba» convirtiéndose en pequeña burguesía de estado, en «clases medias» gestoras del desarrollo nacional a base de integrar ese 20% de jóvenes que llegarían a alcanzar la educación superior.

Pero llegados al momento, ésto es, cuando las primeras promociones masivas de hijos de campesinos y trabajadores llegan a trabajar en el sistema de salud, lo que el estado mexicano puede ofrecerles no alcanza lo prometido. Los residentes no tienen contrato de trabajo, sino beca. Y esto que hoy, tras medio siglo de crisis capitalista parece lo más normal, en el momento aparecía como un verdadero «casus belli».

El resultado es el famoso «movimiento médico» de los años 64 y 65 que se salda con una mezcla de represión, represalias laborales y asesinatos de estado en los que el recurso al ejército por parte de Díaz Ordaz da ya la tónica de lo que será la represión en el 68.

El marco global cuando llegamos al 68 es el un descontento extenso y difuso, muy centrado en la persona de Ordaz en el que el rechazo del autoritarismo del estado se mezcla con una incipiente reflexión de clase y la crítica del «paternalismo» y el conservadurismo de una burguesía mexicana y su aparato político.

No hay que olvidar que la principal fuerza de la oposición tolerada es el PAN, un partido vinculado a lo peor de la tradición contrarrevolucionaria del XIX, al porfiriato y a la guerra cristera al mismo tiempo; es decir, una «oposición» completamente incompetente entonces para articular ningún tipo de descontento social fuera de las sacristías y los salones de la burguesía industrial norteña más «momia».

Era además una generación bombardeada por el ‎nacionalismo‎ desde la cuna, que no tenía memoria crítica o referencias revolucionarias del pasado mexicano. El contexto continental hispanoparlante está marcado entonces por el primer castrismo, contrarrevolución ‎ stalinista‎ que llega ya de segunda mano a la América de lengua ibérica.

En México, Lázaro Cárdenas, defenestrada personalización de la «promesa» original del PRI, se convierte en el principal apoyo de Castro, aglutinando a su alrededor en el «Movimiento de Liberación Nacional» a los sectores descontentos del campesinado y la pequeña burguesía nacionalista. La jugada cardenista, más por las limitaciones de su base social que por los anticuerpos de estado mexicano y la CIA, estaba condenada a ser meramente estética e inconsecuente. Pero también a ser atractiva a aquel estudiantado falto de referencias políticas y lógicamente confuso sobre su propia posición social.

Al final, en el ambiente que culmina en las movilizaciones estudiantiles del sesenta y ocho, se mezclan contradictoriamente los intentos de vigorizar el nacionalismo desde el anti-americanismo por la pequeña burguesía cardenista, el descontento de la clase trabajadora y el malestar de los jóvenes en general ante su propia situación, inédita en la historia mexicana, que chocaba con el conservadurismo y los formalismos de las viejas élites.

Cuando hoy nos cuentan que el estado de aquella reprimía el rock y la policía golpeaba y vejaba rutiniariamente a «los melenudos», es verdad... solo que ni será la banda sonora del movimiento ni la música será más que una parte, la más «folclórica», del movimiento estudiantil, que solo se confundirá con el rock en la década siguiente1.

La serie y el 68 mexicano

Es en esa confusión que el movimiento que emerge con los estudiantes a partir del 68, constituye el comienzo de una oposición más que de una revolución. Los estudiantes serán un detonante que nunca llegó a explotar en huelgas de masas -como había pasado en mayo en Francia y pasaría al año siguiente en Argentina. Las causas estuvieron más en la novedad histórica de su propia situación y las dificultades tanto propias como de los trabajadores para entenderlas, que en la represión estatal.

Como en el 68 francés, los estudiantes se emborracharon de la fraternidad de la lucha, pero al no llegar a despertar a la clase trabajadora, al no fundirse en un movimiento de clase, no supieron como transformar el sentimiento en capacidad política. Comenzaron actuando como «revolucionarios a su pesar» y no llegarían a serlo nunca.

Es por eso también que la serie, al exacerbar el papel de los servicios secretos dirigidos por Gutiérrez Barrios que entonces recién «estrenaba» el estado mexicano, con un plantel de protagonistas donde al final la mitad son infiltrados policiales, pierde buena parte de lo significativo de aquel movimiento en su relación con la autonomía universitaria.

A los estudiantes les gana la fraternidad del propio fragor de la protesta, la simpatía pasiva de los trabajadores. Pero carentes de intereses materiales claros y comunes, se quedan ahí. La cacareada y defendida autonomía universitaria no fue otra cosa que la reivindicación y la posibilidad de un nicho propio, de un «cajón de arena», para vivir ese «sentimiento» hasta el delirio.

La autonomía universitaria en el centro de las reivindicaciones estudiantiles, fue más efectiva a la hora de aislar el movimiento que la represión. Tlatelolco, no fue otra cosa que el escobazo brutal con el que el estado volvió a meter en la ratonera al ratón estudiantil tras haberle mostrado a cañonazos que su misma casa era una gracia del estado.

Es cierto que bajo el sistema priista todo fin de sexenio ofrecía no pocas oportunidades al golpe de estado. Y aun más que en aquel momento los EEUU quieren evitar a toda costa que un país más del continente cambie de bloque, apostando por apoyar soluciones autoritarias y dictaduras genocidas en todo el mundo. Pero no es menos cierto que el régimen priista, la «dictadura perfecta» según Octavio Paz, siempre respondió con una violencia brutal y que de todos los regímenes de su bloque en la América de lengua española, el mexicano era el más sólido en aquel momento.

El fantasma de una dictadura militar que ahora nos agitan retrospectivamente no fue tal, sino militarización creciente y real del ejercicio político del estado de la mano de Díaz Ordaz primero -que por militarizar había militarizado hasta las urgencias hospitalarias- y de Luís Echeverría después. Militarización del estado de la que la masacre de Tlatelolco, bajo dirección de Echeverría, y cómo no, de [Gutiérrez Barrios fue un episodio más. Un episodio relevante, es cierto, seguramente decisivo a la hora de orientar al Díaz Ordaz en la elección de su sucesor, pero todo lo más cambio cuantitativo, no cualitativo.

¿Un hecho aislado?

Aunque la serie aun no ha terminado de emitirse, el que se enfoque y cierre con la matanza de Tlatelolco concurre al mayor delirio de la campaña de «memoria», casi cabría decir que de «nostalgia», actual: la idea de que representó un hecho a cierto punto aislado, una brutalidad sin parangón en un estado mexicano que ahora, con gesto contrito, nos promete no volver a usar el ejército contra la población civil. Pero estuvo lejos de ser algo aislado, incluso en las «relaciones» con aquel movimiento estudiantil que no dejaba de ser un peligro en potencia para el estado. Como publicaba entonces «Alarma», el boletín clandestino de la Izquierda Comunista Española:

La horrenda y cobarde matanza de la plaza de las Tres Culturas, en la ciudad de Méjico, el 2 de Octubre de 1968, desveló bruscamente ante el mundo la naturaleza real de un régimen que la gente mal informada, es decir la mayoría, tenían por revolucionario, o cuando menos por democrático.

Ahora ya no causa sorpresa una noticia como la del bruto ataque (Le Monde 12-6) a una manifestación estudiantil que pedía la libertad de los presos políticos, «centenares de civiles armados» dispararon por sorpresa contra los manifestantes, causando 10 muertos (estimación oficiosa). Los responsables de la manifestación han hablado de 40. En todo caso, la vesania de los energúmenos atacantes les llevó a ejecutar heridos en los hospitales, a impedir la intervención de los médicos y a arrancar los vendajes de los heridos. Un portavoz del hospital Ruben Lehero que suministró esos informes afirmó, escandalizado, que la policía no hizo nada para impedir tales atrocidades. Tampoco intervino durante la premeditada matanza de manifestantes.

Después se ha hablado de una organización de extrema derecha llamada «Los Halcones» o de policía paralela, es decir, extra-oficial, mientras el gobierno, que niega responsabilidad en los hechos, ha prometido hacer una pesquisa. Pero, después del ametrallamiento de Tlatelolco, siendo secretario de Gobernación (ministro de la policía) el actual presidente de la República, sus palabras no merecen el más ligero crédito. Incluso un burgués que se respetase a sí mismo se habría negado a ser candidato del partido oficial. Puede tenerse por cierto sin miedo a equivocarse que de la pesquisa gubernamental nada saldrá en claro, si es que no embrolla la verdad; porque, cuando centenares de sujetos armados y previamente parapetadoss pueden realizar impunemente una carnicería, el gobierno es necesariamente cómplice, cuando no organizador secreto de los criminales, La pesquisa está dada, completa y transparente, por los hechos mismos. Desde el asesinato de Jaramillo con toda su familia, hasta la hecatombe de Tlatelolco y la salvaje caza al aguardo del manifestante, el 10 de junio, la evidencia salta a los ojos: los asesinos están en el poder.

El gobierno mejicano no se había enfrentado hasta el presente sino con una oposición situada, formalmente al menos, a su derecha, oposición clerical y casi porfirista; por ello sin porvenir. A esa la trató más bien con guante blanco. La oposición encabezada por el movimiento estudiantil, contra la cual emplea los métodos mas bajos y crueles, es, en potencia, una oposición revolucionaria. No, cierto, por sus consignas, meramente democrático-burguesas; aún menos por su orientación general castro-guevaro-china (stalinismo de segunda mano) sino porque refleja, a pesar suyo un amplísimo descontento acumulado durante decenios, una hartura de la población trabajadora que terminará inevitablemente por estallar. Ni el régimen mismo, por su corrupción constante, por su bestialidad asesina, ha hecho ya lo necesario para ahincar en la mente y en el corazón de los martirizados la simpatía por la nueva oposición. Y la simpatía no es otra cosa que un momento de la reflexión, la latencia de una futura acción revolucionaria de grandes escalas. De todos los movimientos estudiantiles; el de México parece el de mayor porvenir próximo, pese su confusionismo ideológico y la intervención en él de tendencias cubanas y chinas, deliberadamente mistificadoras,

El régimen de los mordelones está condenado, haga lo que haga. El problema reside en saber adonde lleva la nueva oposición. Sin poder tratar de ello en esta noticia, dejemos asentado que a menos de orientar por lo claro y derechamente a la toma del poder de las armas y de la economía por los trabajadores desligados de cualquier potencia exterior; no sacará al país de la opresión capitalista, aunque la modificase en capitalismo estatal, ni del vasallaje respecto del imperialismo; lo más que podría hacer es enfeudarlo al imperialismo de Moscú o de Pekín. Por el contrario una revolución realmente socialista en Méjico sería una potentísima palanca para promover la muerte del capitalismo en Estados Unidos, a condición de saber sublevar al proletariado americano. No puede existir otra proyección revolucionaria. Lo demás es enanismo.

«Alarma», julio 1971

El ¿maquiavelismo? de la burguesía

Pero volvamos al núcleo y tesis de la serie, que está también en la reinterpretación política actual de la respuesta del estado al movimiento estudiantil de hace medio siglo: según el nuevo relato, Tlatelolco fue una parte, la más visible pero incomprensible, de un maquiavélico «golpe de estado» a la mexicana en el que todas las cartas estaban marcadas antes siquiera de comenzar a jugar.

No fue así.

El sueño del estado como maquinaria omnisciente y todopoderosa, capaz de dar forma a una sociedad inconsciente está presente en la burguesía desde Napoleón y Fouché, su jefe de policía. Pero la historia muestra bien a las claras que está lejos de la de poder preverlo todo y aun menos de controlar el conjunto de ‎ fuerzas sociales y conflictos‎ que inevitablemente genera la contradicción entre clases sociales.

No hacen falta explicaciones conspirativas: si en el terreno del estado, en el que nunca se pone en cuestión la mercancía ni el trabajo asalariado, se enfrentan intereses que aceptan que pase lo que pase seguirán existiendo la ‎nación‎ y el estado... ¿cómo va a resultar algo que escape a la lógica de la burguesía o contraríe la hegemonía social del capital nacional?

El resultado siempre podrá leerse como el producto de una estrategia «consciente» de una burguesía estratégica, taimada tal vez, pero capaz seguro. Dicho de otro modo: Las explicaciones conspirativas de los derroteros políticos de la burguesía son relatos a posteriori que atribuyen una inexistente consciencia estratégica al estado para afirmar una capacidad política «mágica» a la clase dirigente.

Pero las cosas no son así. Es verdad que la burguesía es bien consciente de que, enfrentada al ‎proletariado‎, en cualquier minuto, la lógica de sus reivindicaciones, que nacen de su ‎ situación como «clase universal»‎, pueden voltear el terreno y llevar el conflicto por derroteros muy distintos y realmente peligrosos para ella. La ‎consciencia de clase‎ es una potencialidad siempre presente. Por eso frente a la emergencia de la revolución la burguesía sabe responder «como un solo hombre», incluso cuando está separada por un frente de guerra, como se vio en España en 1936-37 o en Europa al final de la segunda guerra mundial.

También es cierto que con la organización como ‎capitalismo de estado‎ la burguesía gana ciertas capacidades de planificación estratégica. Para eso están y por eso se vuelven tan importantes los servicios secretos, los «think tanks», los «gabinetes de estudios»... pero las facciones de la burguesía, aunque se unan siempre contra el enemigo común, nosotros, son incapaces de ver y pensar más allá del motor que les da vida: el ciclo de ‎acumulación‎.

Sus batallas y divisorias internas tienden a perder de vista toda perspectiva histórica y afirmar el mismo presente eterno y continuo que nos venden. El «maquiavelismo» de la burguesía es siempre de paso corto, de campaña ideológica, de jugada de salón, de pronunciamiento o de golpe sobre la mesa. No «controla» la situación social como operario de una máquina.

La burguesía de estado mexicana, como la de todo el mundo, nunca deja de estar en guerra interna. Son como una banda de hienas, la capacidad destructiva de la manada es proporcional a la inquina con que se matan entre sí sin poner en cuestión su propia situación colectiva como clase dirigente. En palabras más amables de Perón sobre sus propios correligionarios: «son como los gatos, cuando parece que se están peleando en realidad se están reproduciendo».

La burguesía de estado mexicana se vio enfrentada, desde mitad de los sesenta, a un descontento social generalizado. Cuando se materializó primero en el movimiento médico y luego en el estudiantil, los reprimió sin ambages. Mientras tanto, se mataban entre las distintas «familias» por ocupar el palacio presidencial de los Pinos en el siguiente sexenio. Y por supuesto instrumentalizaban todo lo que tuvieran a mano para ganar posiciones internas. Incluida la represión y su relato.

Pero esa represión, como habían mostrado los movimientos y huelgas anteriores, venía «de oficio», era -y sigue siendo- la forma en que el estado defiende el estado de cosas existentes cuando no es lo suficientemente fuerte como para absorber el descontento y convertirlo en legitimación pero no tiene un enemigo lo suficientemente sólido, extenso y consciente como para obligarle a la prudencia y la contención.

La debilidad del movimiento estudiantil, los lazos que le mantuvieron siempre ligado al capital nacional aunque fuera a través de propuestas «alternativas», democráticas, de dirección, su incapacidad para articular una toma de consciencia, fue lo que hizo posible para el estado masacrarlo.

Esa misma debilidad convierte el relato, cincuenta años después, en una nueva fiesta de despojos para los herederos de las mismas hienas que lo masacraron entonces. Por eso, lo que conviene recordar hoy, lo que debe quedar de aquel desastre es que el PRI, sus dirigentes de entonces o las siglas y nombres de los aparatos represivos de entonces, eran meramente contingentes.

Lo material, lo central en Tlatelcoco y la represión que siguió durante años fue el estado mexicano en acción. Y nada ha cambiado en su estructura y naturaleza y menos aun en la de las relaciones sociales que protege, como para pensar que vaya nunca a ser distinto.

Notas


  1. A este punto el lector español o argentino ya habrán trazado los paralelismos inevitables tanto con los movimientos huelguísticos de los 50 y 60 como el movimiento estudiantil de la segunda mitad de los sesenta.