Durante los dos últimos meses la represión del antimilitarismo en Rusia está siendo sistemática y contundente. En este ambiente plúmbeo prácticamente nada se cuela y se hace visible más allá de círculos muy estrechos. Y sin embargo, pequeñas cosas, algunas canciones por ejemplo, funcionan como guiños que muestran que bajo la calma aparente del control policial y la represión, hay más brasas de las que parece.
Se acaban de golpe las tonterías habituales sobre la «cultura como puente entre pueblos» o la «cultura para la paz». Los servidores culturales de todos los regímenes piden la cabeza de sus pares en el bloque contrario. Y lo mismo pasa en el deporte.
Buscando el cancionero de una crisis que ya ha cumplido más de una década.
En 1789 la ópera fue la banda sonora de la Revolución y, lo que es mucho más importante, el laboratorio de una nueva sensibilidad, de una forma distintiva y radicalmente nueva de percibir el mundo.
En las dos décadas previas a la Revolución francesa la ópera se constituirá primero en forma y luego en herramienta del cerco simbólico y cultural que la burguesía levantará alrededor del estado absolutista.
El nacimiento de la ópera como el resultado de la primera aproximación científica de la burguesía a las artes. Buscaban un género total al modo del teatro griego que expresara las ambiciones de una clase que despertaba y ganaba posiciones. Acabaron dando lugar a un formato que dio pie a los grandes monumentos musicales de la revolución burguesa.
Las generaciones actuales tenemos difícil imaginar qué fue «el arte» y qué significó la música como «alta creación». Aunque partamos de la interpretación histórica de algunas obras y entendamos hasta qué punto se relacionaban son su presente, hoy resulta terriblemente difícil lo contrario: entender hasta qué punto influían en la comprensión del mundo de aquellas generaciones.
