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«The Terror»

21/04/2018 | Artes y entretenimiento

Con Ridley Scott a las riendas era tan fácil (des)calificar «The Terror» como «Alien on ice» como olvidar que la serie se basaba en la novela y el guión de Dan Simmons, autor de la clasicista «Hyperion» (1989), uno de los intentos más serios de unir la ciencia ficción al tronco de la «gran literatura» inglesa. Basada en la casi desconocida historia de la fallida expedición que entre 1845 y 1848 intentó descubrir el «paso del Noroeste», Simmons rellena los gigantescos huecos de lo que se cree que les ocurrió. Huecos de hecho, ensanchados después del descubrimiento en 2014 del pecio del barco.

El resultado es una parábola inquietante -Ridley Scott aporta y mucho- sobre la descomposición del estado, el capitalismo y los valores de la burguesía occidental en la erosión de las últimas décadas, un «Moby Dick» perverso y derrotista en el que todo se deshace menos el hielo y lo único que cabe esperar como triunfo del poder heredado del Imperio es un «bello gesto» que se sabe inútil.

La historia se presta, desde luego. El «Terror» y el «Erebus» parten buscando un paso que acorte el viaje y los riesgos «para los comerciantes de té ingleses en su ruta a China» como nos recuerda el guión. Como el «globalismo» de los noventa, la expedición era un dechado de alta tecnología. En ella confiaban poder resolver problemas concretos para «llegar más lejos», como utilizar buzos, verdaderos «start ups» de la época, y soportar sin mayores problemas el invierno polar, caso de que los hielos no se abrieran en verano, gracias a las nuevas tecnologías de envasado en latas.

El hielo en «The Terror» es mucho más que una metáfora literal del estancamiento, del fin del progreso. Es un destino que solo parece obedecer a fuerzas que los oficiales al mando tratan en vano de descifrar a base de signos metereológicos tan débiles que son prácticamente augurios. El hielo es el desencadenante de todas las falsas esperanzas, de todas las contradicciones dentro de los barcos.

Para empezar, un nuevo «Moby Dick», un oso «arctodus» gigantesco y fantasmal, se encarga de perseguir y diezmar a la tripulación y la oficialidad, comenzando por Sir John Fraklin, jefe de la expedición. Es la mejor y más dramática representación posible de esos «animal spirits» keynesianos que pueblan los mercados capitalistas en las crisis: brutales, peligrosos, incomprensibles para una burguesía que trata de mantener la fantasía del control sobre su propia creación. Tras la muerte de Franklin, el capitán del «Erebus», Crozier, toma el mando. Consciente del desastre que se avecina desde, al menos, un año antes, Crozier tiene que rehabilitarse antes de tomar la salida última, abandonar los barcos. Deja el alcohol, mono mediante, para vencer a su propio derrotismo y liderar a la oficialidad sin perder a la marinería. La esperanza parece volver. Pero la tecnología falla: buena parte de las latas de comida estaban mal selladas, una enfermedad insidiosa se ceba en la tripulación.

Si fueran pocas desgracias, a semanas de llegar a algún lado el mando se descompone y el motín cunde. Mr Hickey, representación directa de la pequeña burguesía urbana abordo, intenta un golpe de mano con los infantes de marina que en teoría protegen la expedición. Quiere separarse de ésta y marchar por su cuenta con la mejor parte del armamento y los suministros. Metáfora casi literal que podría salir del auto de Llarena, Hickey, para más INRI, es el vehículo que sirve a Simmons para contarnos a través de un solo personaje, la represión de la homosexualidad en los buques de la época y el desprecio e intrumentación del foráneo, aquí esquimal. Ni que decir tiene que la humanidad y perspicacia del capitán, dechado de virtudes y serenidad, vencerá la conspiración del taimado pequeñoburgués identitarista...

Y sin embargo el sino «incomprensible» vuelve a mostrarse una y otra vez. Cuando Hickey está a punto de ser ajusticiado, los «animal spirits» atacan de nuevo. Imposible no pensar en ese nuevo golpe de la crisis que nos adelantan día sí y día también los organismos económicos internacionales. Hickey y sus cercanos aprovechan para huir con armas y bagajes. El resultado es ya insalvable. Enfermos, vagando divididos, los «separatistas» recurren al canibalismo y siguen a la expedición principal mientras debaten volver a los barcos encallados libres ya del control del mando, otra bonita metáfora. La avanzada, cada vez más mermada, aun perderá al capitán secuestrado por los rebeldes.

Hasta ahí la historia a falta del último capítulo. Desolación, estancamiento, rebeldía y heroísmo estéril en lo que entonces era la extrema periferia de ese mercado global que el «Terror» y el «Erebus» buscaban ampliar y acortar. Que el desenlace final se concentre en 1848, insinúa por otro lado metáforas nunca expresadas abiertamente, tal vez involuntarias, pero muy de nuestro gusto. Porque frente al «Terror» en que se ha convertido un capitalismo encallado en el hielo, de nada vale la búsqueda de nuevas expansiones comerciales, no hay huida hacia delante ni rescate posible. Solo la necesidad de pasar pantalla.