Si jugamos al «póker» nacionalista siempre perderemos
Este pasado viernes la exconsellera del Govern «exiliada» en Gran Bretaña, Clara Ponsatí, dijo textualmente: «estábamos jugando al póker e íbamos de farol». Esta declaración no se aleja mucho de las que, ante los tribunales, pronunciaron quienes están hoy entre rejas, ni de quienes, desde los medios independentistas, les tratan de disculpar sus actos pasados. La impotencia de los actos y estrategias del nacionalismo catalán, se convierte, de la noche a la mañana en un estilo deliberado, una forma de hacer presión, de amagar el golpe, y de forzar una negociación con el estado y la burguesía española.
La polarización a la que se ha intentado someter a la sociedad catalana ha sido extrema. Amplias capas del proletariado se han visto machadadas por mensajes patrioteros de ambos nacionalismos: el catalán y el español.
En octubre llegamos al borde de una guerra civil a la eslovena. La resistencia pasiva ante el «paro nacional» del independentismo marcó los límites de la capacidad de encuadramiento de la pequeña burguesía independentista. Cuando después el nacionalismo español pasó a la contraofensiva, llamando a los trabajadores a identificarse con el nacionalismo español y tratando de usar éste para remozar su propio y maltrecho aparato político, la misma resistencia pasiva al encuadramiento nacional trastocó sus planes en toda España. Si Rajoy ha caído es por este «empate de impotencias». La descomposición de ambos bandos, que afecta más al españolismo, ha dado la oportunidad a Sánchez de presentarse como un pequeño Bonaparte capaz de cabalgar entre ambos bandos y desatascar la situación para una burguesía española con cada vez más prisa por volver al tablero internacional en un momento crítico.
Los trabajadores tampoco salimos indemnes. Los internacionalistas hemos sido incapaces de llevar nuestra perspectiva a sectores amplios de nuestra clase. El izquierdismo en cambio ha sido un verdadero «coche escoba» de ambas propagandas nacionalistas. Unos haciendo equilibrios, aterrorizados de que los independentistas no les pongan en el otro bando. Otros, abrazando abiertamente la defensa del capital nacional. El resultado es que, a diferencia de lo que nos prometían los defensores de la «autodeterminación», no estamos ni un solo paso más cerca de una expresión independiente de los trabajadores. Al revés, si el espectáculo ha generado algo es la imagen de que solo la pequeña burguesía más reaccionaria es capaz de forzar cambios políticos. La pauperización de la clase trabajadora, se ha invisibilizado con más efectividad que nunca.
El independentismo, por otro lado, no es tan ingenuo como pretendía hacernos creer. Las capas independentistas en Cataluña están formadas fundamentalmente por la pequeña burguesía, con un fuerte componente rural, y para lograr sus reivindicaciones saben que solo tienen dos caminos:
Apelar al proletariado. Pero saben que el proletariado catalán es fundamentalmente hispanoparlante y reacio a unos partidos nacionalistas catalanes obsesionados por una «integración» culpabilizadora que no es sino la verdadera forma de «opresión cultural-nacional» en la Cataluña de las últimas décadas. Por eso, en las zonas de concentración obrera, los partidos separatistas tienen una representación menor, y es extraño encontrar muestras de solidaridad con los «presos políticos», al nivel de las comarcas del interior y el norte, tradicionalmente rurales y pequeñoburguesas y con poco aporte de las migraciones obreras de los años 50 y 60. Apelar al proletariado, llamarlo a la construcción de un nuevo «capital nacional» a través de una campaña sostenida por medios y educación podría acabar dando la mayoría electoral, pero tardaría mucho tiempo y costaría muchos recursos, no es nada que no hayan estado intentando durante décadas hasta el momento. Pero llevamos ya diez años de crisis y «austeridad fiscal» y las rentas de las que ha vivido la pequeña burguesía catalana se han visto muy mermadas con ella. Quieren una solución ya. No les vale esperar décadas.
Apelar a un imperialismo externo. Por un lado, conscientes de su propia impotencia, saben que solo pueden torcer definitivamente el brazo del estado apoyándose en una potencia exterior. La representación del referendum del 1 de Octubre como la represión brutal de una votación popular, estaba destinada directamente a provocar un estado de shock social mediáticamente utilizable por las cadenas británicas, alemanas, suizas, belgas y nórdicas. En un momento en que las tensiones dentro de la UE y a nivel global por la guerra comercial empieza a descontrolarse, desacreditar a uno de los jugadores puede generar «compradores». Los «exilios» de los dirigentes separatistas a países como Bélgica, Escocia, Alemania o Suiza son ejemplos de esta «internacionalización» del proceso. Se trata de mendigar un lugar en el mapa imperialista con el apoyo de una potencia mediadora. Y es que, por otro lado, la parte económicamente más potente del separatismo catalán, la pequeña burguesía independentista ligada al mercado mundial, sabe que aun en el caso de que una Cataluña independiente siguiera en la UE y el resto de España mantuviera sus importaciones catalanas, necesita una alternativa a la burguesía española para ir más allá y asegurar el casi 40% de sus exportaciones. Mercados a los que a día de hoy pueden acceder solo bajo la cobertura política del imperialismo español y sus alianzas en América Latina y el Mediterráneo.
La pequeña burguesía nacionalista sabe que sus posiciones jamás serán aceptadas en el reparto de la gran burguesía española. Azuzada como está por la proletarización creciente de sus hijos e imposibilitada de apelar a un proletariado catalán que la detesta o la ignora, los pequeños empresarios, tenderos y políticos separatistas, tratan de aparecer en la prensa internacional como una Bosnia o un Kosovo, asediados y asaltados por una monarquía corrupta y contraria a los «valores europeos». Ese relato tiene compradores en la prensa británica, que ha explotado la brecha con holgura. El Brexit ha situado a la burguesía británica en unas negociaciones duras con la UE, y una desestabilización -sin necesariamente una ruptura- de uno de sus socios, puede aflojar las negociaciones. Lo que está pasando en el Campo de Gibraltar no es ajeno a ésto tampoco. Las declaraciones de Ponsatí evidencian la bajeza, incluso para estándares burgueses, a la que son capaces los mercaderes separatistas.
Pero ¿qué tiene que ver todo esto con nosotros? Los trabajadores, hablemos la lengua que hablemos, no podemos caminar bajo banderas nacionales. En la actual fase del capitalismo no hay «nación amiga» de los trabajadores. Todas las naciones son imperialistas hoy día, pues el imperialismo no es una actitud, una política o una liga de socios, sino una fase del desarrollo global del capital. Encuadrarse en las mismas filas que la pequeña burguesía catalana o la burguesía española es un error fatal que pagaríamos los proletarios con nuestra miseria. El nacionalismo, a la larga, conduce a la masacre de unos trabajadores por otros bajo banderas ajenas. Si hoy seguimos a españolistas o catalanistas, no iremos a otro lado que al empobrecimiento y a la precarización a corto y a la guerra a medio o largo plazo. En el póker nacionalista siempre perderemos. Solo haciendo oídos sordos a los cantos de sirena del separatismo catalán y del nacionalismo español podremos empezar a desarrollar una posición de clase independiente, anacional en el sentido proletario, sin tener por ello que renunciar a nuestras sensibilidades y nuestras lenguas, pero dando a nuestros intereses de clase el carácter prioritario en las luchas venideras.