Series de ciencia ficción
Este año está siendo el de la vuelta de la ciencia ficción con buenos presupuestos de producción. Lo interesante es que los cuatro principales estrenos nos hablan en realidad del mismo tema. Y eso... quiere decir algo sobre el momento histórico en el que vivimos y cómo quiere interpretarlo la industria.
Netflix se jugó el invierno a «Altered Carbon», una versión con muchos esteroides del poco convincente libro de Richard Morgan publicado en 2002. La base argumental de la historia es la idea de que a cierto punto la tecnología puede replicar la información de nuestro cerebro y transferirla a una «funda», un cuerpo humano prefabricado sin memoria. Quien tiene dinero suficiente hace «backups» que, si mueren, se introducen en una de estas fundas. La supuesta «resurrección» permitiría una cierta -y dudosa- forma de «inmortalidad».
Esta idea, un tanto incongruente, estuvo muy en boga a principios de siglo entre los autores anglosajones, en parte como exploración y crítica del transhumanismo entonces de moda entre los nuevos millonarios de Sillicon Valley. La primera novela de Cory Doctorow, publicada menos de un año después de la de Morgan, partía exactamente del mismo planteamiento aunque en otro contexto. El principal fallo de este tipo de planteamientos es que hace difícil la «suspensión de la realidad» que nos permite sumergirnos en una historia fantástica: a fin de cuentas, por desarrollada que esté la tecnología, una persona y su «copia», por mucho que tengan los mismos recuerdos y carácter no son la misma persona. Menos aun si tienen cuerpos diferentes, porque es evidente que el cuerpo moldea nuestros recuerdos y nuestras vivencias. Somos nuestro cuerpo.
Pero no todos los lectores tienen este problema para «meterse» en la historia. La idea de que es posible separar cuerpo y alma individuales está extendida desde hace siglos. Es la proyección a la conciencia del ser de cada uno de la escisión de la sociedad en clases. Y en realidad de esto va todo: aceptemos que somos ante todo un alma, nos dice el argumnento, y juguemos a que, con dinero suficiente, los cuerpos son reemplazables. Llegado un cierto momento, la alianza de la bioquímica y el interés compuesto producirán desigualdades sociales tan atroces que la máxima aspiración del protagonista será disponer de un cuerpo del que ser «propietario».
¿De qué nos habla «Altered Carbon»? De un capitalismo que eterniza la fractura social y personal llevándola hasta un futuro en el que no tiene oposición. De un espíritu acumulador que se ha hecho eterno a base de tomar en propiedad nuestros propios cuerpos y obligándonos a servirle para recobrarlos. Que lo tomemos como una denuncia o como un producto de la imposibilidad de imaginar un mundo distinto por parte de una industria basada en grandes capitales, queda al criterio de cada cual.
Más interesante y elaborada, «Counterpart», mezcla la estructura y estética de las historias de espías de la guerra fría con un planteamiento mucho más interesante: un accidente al final de los ochenta ha producido una escisión de la realidad, el mundo se ha dividido en dos. El punto de partida de ambas «dimensiones» es el mismo, así que todas las personas nacidas antes de 1987 conservan experiencias comunes con su «contraparte» al otro lado. A partir de esa fecha los cambios han ido acumulándose y a día de hoy las diferencias son notables y visibles en la arquitectura de Berlín, los sistemas políticos, la cultura, las biografías individuales e incluso el volumen de población. La interacción entre las dos realidades es guardada como alto secreto en ambos mundos, mientras sus dirigentes comercian, se vigilan y se espían continuamente aunque todo contacto haya de pasar necesariamente por el tunel bajo Berlín donde ocurrió el nunca explicado accidente original, un nuevo «Check Point Charlie» manejado con todos los rituales de la seguridad fronteriza de la época del telón de acero.
A través de un guión con numerosos homenajes a los clásicos británicos de la novela de espías (Leighton, Lecarré), la serie confronta a distintos personajes con sus «contrapartes», planteando un viejo debate sobre si la individualidad, lo que pretendemos único en nosotros, es un producto de las relaciones sociales que nos rodean o está «esencialmente» determinado por una genética capaz de generar algo parecido a un destino individual. Más interesante es seguramente la confrontación entre los dos mundos gemelos y sus resultados. A pesar de contar con tan magras comunicaciones y tan poco contacto entre sus poblaciones, las tensiones políticas son evidentes: ambos mundos se tratan como enemigos estratégicos. El motor del argumento es la aparición de un grupo terrorista que actúa en nuestro mundo y cuyo objetivo es vengar la aparición de una plaga que ha diezmado a nuestro gemelo, plaga de la que culpa a los dirigentes de «nuestro lado».
El mundo de «Counterpart» nos habla de un capitalismo claustrofóbico que escinde el mundo en bloques gemelos. Ansioso por «entrar en el otro lado» no puede expandirse ni después de «duplicar» la realidad. Un capitalismo que teme mirarse en su espejo tanto como los propios personajes temen enfrentarse a sus «contrapartes», recordatorios vivientes de que las cosas podrían ser de otra manera, aunque esos otros -que son iguales y diferentes al tiempo- al final estén tanto o más heridos que ellos mismos. Es difícil no pensar en el creciente enfrentamiento entre China y EEUU, también gestado desde finales de los ochenta, con su aire de guerra fría, sustentado por ambiciones imperialistas especulares y que alimenta lógicas belicistas a ambos lados. ¿Se reconocerán las burguesías de ambos lados como gemelas? ¿Se sentirán narcisisticamente atraídas por sus contrapartes?
La que seguramente es ya la mejor serie de la temporada acaba de estrenarse en BBC2: «The city and the city», adaptación del libro homónimo de China Mieville, sin duda uno de los mejores libros de fantasía política de lo que va de siglo.
Aquí la escisión no toma la forma metafísica cuerpo-alma, ni la forma geopolítica de una fractura entre «mundos» que son el mismo. La serie, como en la novela de Mieville, se desarrolla en una ciudad dividida en dos estados que se superponen, dos mundos que conviven en el mismo espacio y cuyos habitantes son instruidos desde niños a «desverse» mutuamente. Incluso los turistas tienen que hacer cursos de adaptación para aprender a no ver las aceras indebidas, los edificios vecinos que forman parte del otro estado, los carteles que cuelgan de las paredes de «la otra ciudad». Siempre bajo la mirada atenta, obsesiva de un metaestado común y represivo, «the breach», cuyo único objetivo es reprimir cualquier interacción, cruce fronterizo o mirada descuidada entre los habitantes de un lado y otro de la ciudad.
El argumento se desarrolla bajo la estructura más convencional y burguesa del mundo: un policía, llevado por su sentido del deber y sus propios sentimientos, se enfrentará a una realidad que nadie quiere ver para acabar descubriendo «la verdad», una verdad en realidad tan banal como materiales son los muertos y miserias que causa el que permanezca «desvista». Si Mieville usa una forma conocida y predecible de contar para rompernos la cabeza enfrentándonos a todo lo que evitamos ver, la serie hace muy bien la difícil adaptación de la metáfora y su fusión en el argumento. El resultado es fascinante.
En una primera aproximación «La ciudad y la ciudad» parece inspirarse en Nicosia, Sarajevo, Beirut, Tirana, Ankara o Bakú. O tal vez en todas. Pero eso solo son los detalles de ambientación. El núcleo, lo que nos hace sentir que «la ciudad» es nuestra ciudad, es mucho más profundo. Mieville por su propia biografía, tiene muy claro que, en lo que hace a él mismo y a nosotros, está hablando de Manchester, de Londres, de Madrid, de Barcelona, Bilbao o Buenos Aires. Está hablando de las cicatrices de la escisión social, de la invisibilización permanente de la realidad bajo una cultura de clase que nos enseña a desver y a desvernos. Porque el «desver» no es otra cosa que eso que llamamos «ideología». Y Orsini, la verdad invisible en los intersticios, el resultado de la negación mutua de las dos ciudades/clase, no es más que la memoria y la promesa del comunismo... aunque su espacio venga ocupado por «la brecha», metáfora del estado que «ve y no deja ver» para mantener unidos a los antagonistas del conflicto sobre el que cabalga.
En las tres series el tema es el mismo en realidad: la escisión de la sociedad en clases rasga el conjunto de las relaciones sociales y a cada uno de nosotros, desde lo supuestamente más íntimo -la memoria- hasta la geopolítica, pasando por nuestra forma de mirar el mundo y los espacios por los que nos movemos. Pero esto no es ninguna novedad: la sociedad se dividió en clases sociales hace ahora unos 8.000 años ¿Por qué ahora es «tema» para la industria? Porque el 1% más rico del planeta atesorará, dentro de una docena de años, el 30% de la riqueza mundial. Solo es un tímido reflejo de la spbre- concentración de capital que produce la incapacidad del capitalismo para tener un crecimiento real. Pero es visible hasta lo evidente y se acompaña de la paralela pauperización de sectores cada vez más amplios de los trabajadores en todo el mundo.
La industria del audiovisual, siempre atenta a las inquietudes del «público», tiene que dar una respuesta. Y sobre todo tiene que dar una respuesta desde protagonistas aislados, impotentes, capaces solo de conseguir «bellos gestos», «victorias morales» o una «libertad» que no cambie nada. Tiene que poder reducirlo a ética heroica o acompañarlo de historias de amor. Tiene, en una palabra que conseguir que desveamos, que nos perdamos y sigamos sin ver que hay un final alternativo para este cuento que se ha vuelto tan siniestro.