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Seguridad alimentaria y economía de guerra

14/03/2022 | Actualidad
Seguridad alimentaria y economía de guerra

La «seguridad alimentaria» pasa a primera línea de las prioridades de los estados europeos. La economía de guerra agraria que dio forma a la UE en la guerra fría, vuelve a la agenda inmediata. Mucho más allá del girasol y los granos, globalmente vienen una hambruna y una nueva división internacional de la producción agroalimentaria; y en Europa una regresión de las relaciones sociales en el campo y un nuevo empujón a los elementos más nocivos de la industria agroalimentaria. La producción agroalimentaria lleva todo el camino de convertirse en producción de guerra.

El impacto de la guerra sobre la alimentación en los países semicoloniales

Ucrania y Rusia, juntas, producen 1/3 del trigo y la cebada mundial, el 52% del maíz y más del 50% del aceite y las semillas de girasol. Conforme pasan los días y se interrumpen las exportaciones la crisis alimentaria se extiende: alcanza hoy a más de 20 de países y aun no ha llegado el corte total de suministros. Una gran hambruna está en marcha.

Los países semicoloniales que exportan alimentos básicos reorganizan rápidamente su estructura impositiva y precios. Marruecos cuyos tomates para el mercado europeo venían subiendo drásticamente de precio, ha limitado la exportación a los contratos ya activos. Argentina ha hecho lo propio con las exportaciones de soja en espera de aumentar los impuestos a la exportación que mantienen a un estado en quiebra técnica permanente.

Sin embargo el impacto para estos países va más allá del respiro que pueda darles una subida de precios internacionales. Los fertilizantes escasearán para todos. Y ahora, sin Rusia como proveedor seguro, aparecen alianzas impensadas -Brasil recurre a Marruecos, por ejemplo- que adelantan una aceleración de la reorganización de la división internacional del trabajo en la producción agro-alimentaria.

El impacto de la guerra sobre la alimentación en la UE y la «soberanía alimentaria»

Cola en la puerta del banco de alimentos de Orcasitas (Madrid). La seguridad alimentaria básica está ya en peligro directo en 20 países.

La subida de precios de los alimentos básicos no es ninguna perspectiva. Basta ir al mercado para entender cómo se reduce día tras día la capacidad de compra de los salarios. La escasez de fertilizantes golpea directamente a las cosechas de frutas y hortalizas. La subida del precio de los granos impacta directamente sobre un amplio abanico de productos que van desde el pan hasta la carne y la leche. Las restricciones del aceite de girasol tiran del precio del aceite de oliva hacia arriba y de todos los alimentos procesados.

Y es que a nivel industrial el impacto directo de la guerra tampoco es menor. En España en menos de cuatro semanas se agotará el aceite de girasol, fundamental para todo tipo de frituras y preparados industriales. Las alternativas más inmediatas, como el maíz, también están seriamente restringidas por la guerra. Así que la industria presiona al gobierno para que Bruselas abra las fronteras temporalmente a Argentina o EEUU.

Visto desde los estados el descalabro tiene una dimensión inmediata -a través de la inflación y, de su mano, una nueva ola de pobreza alimentaria- pero también otra estratégico-militar. En palabras de Macron:

Necesitamos reevaluar nuestras estrategias de producción para defender nuestra soberanía alimentaria y proteica.

Macron, recogido por AFP y varios medios

No sólo Francia. El sueño reaccionario de la autarquía alimentaria vuelve a llenar periódicos enteros país tras país, desde Irlanda a España. A la cabeza de estas expectativas, la pequeña burguesía agraria, asfixiada por las condiciones de acumulación, que ve en la economía de guerra alimentaria que se insinúa una tabla de salvación.

La PAC de la guerra fría al Pacto Verde

Farm to Fork, estrategia clave de la nueva PAC

En 1958 la aprobación de la PAC fue el primer gran éxito de la burocracia comunitaria. Hasta los «fondos de recuperación» de 2021 fue, de lejos, la mayor partida del presupuesto de las instituciones europeas.

El objetivo principal de la PAC -el autoabastecimiento estratégico- respondía al principal escenario de la guerra fría: una invasión terrestre desde Rusia. Pretendía lograr un sistema alimentario que permitiera el sostenimiento de la producción de guerra y ejércitos masivos en caso de un conflicto con el bloque ruso.

Para ello creó un mercado común de bienes alimentarios donde prácticamente no existían intercambios, aseguró unos precios únicos estandarizados para prácticamente todos los productos, subvencionó producciones básicas ineficientes e imposibilitó importar desde otras regiones lo que se producía en territorios europeos.

Desde el punto de vista de las relaciones entre clases fue una verdadera fiesta para los pequeños propietarios agrarios. Mientras sus equivalentes en España o Grecia, eran barridos en la postguerra, concentrándose o abandonándose las propiedades, en la entonces llamada «Comunidad Económica Europea», las rentas agrarias comenzaron a elevarse de forma sostenida.

Se crearon múltiples instrumentos para esto en la década de 1960. Los seis estados fundadores de la Comunidad Económica Europea (Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y Holanda) eliminaron los aranceles internos sobre los productos agrícolas más importantes. Impusieron aranceles comunes a las importaciones mientras que las exportaciones al resto del mundo estaban subsidiadas, lo que los mantuvo competitivos.

Los estados fundadores también introdujeron un sistema de «precios garantizados», lo que significaba que los agricultores tenían asegurados ingresos confiables en cualquier situación y no estarían expuestos a las fuertes fluctuaciones de precios del mercado global. El objetivo: un ingreso asegurado para los agricultores y sus familias.

Con esto, Europa logró asegurar el suministro de alimentos para sus ciudadanos en la década de 1970. Los precios se estabilizaron y la producción agrícola y los ingresos de los agricultores aumentaron notablemente. Pero este éxito también estuvo acompañado de efectos secundarios inesperados: crisis de sobreproducción, que alimentaron términos como «lagos de leche» y «montañas de mantequilla», así como el aumento de la participación de la agricultura en el presupuesto UE.

Presidencia alemana de la UE, 2020

Resumiendo: la PAC fue el mecanismo de bloque más acabado y desarrollado de la guerra fría. Una expresión de la economía de guerra llevada más allá de las fronteras nacionales que, de paso, consolidó -a costa de impuestos y precios agrarios relativamente altos- a una clase en declive de pequeños propietarios agrícolas.

Pero cuando la guerra fría terminó y con ella el objetivo militar de la «soberanía alimentaria», perdió importancia en la perspectiva de los estados y comenzaron las «reformas».

Desde los 90 se centraron en salvar rentas agrarias y desmontar producciones deficitarias con el menor conflicto de clases posible. Se incorporaron y acrecentaron subvenciones directas a los propietarios que mantuvieran su residencia a cambio de eliminar ayudas a la producción; y se crearon desde Bruselas nuevos sectores económicos alternativos que iban desde la agricultura y la ganadería ecológica al turismo rural.

La idea, con el Pacto Verde, era mantener y desarrollar esa línea en una nueva PAC, aligerando a largo plazo el gasto estatal directo, concentrando propiedad e impulsando en general las escalas de capital que harían rentable el nuevo tipo de explotaciones «de bajas emisiones» promovido por la Comisión.

En el terreno de clases eso significaba: apretar la soga ya tensa en el cuello de la pequeña burguesía agraria, aumentar el porcentaje del salario destinado a alimentación entre los trabajadores -especialmente en carne y lácteos- y hacer rentables los «capitales verdes» que estaban interesándose en la nueva producción «bio» y «ecológica» a escala.

La nueva legislación, aprobada en diciembre pasado, debía entrar en vigor en 2023.

La nueva PAC, la soberanía alimentaria y la economía de guerra

Manifestación de agricultores en Don Benito que abrió la ola de movilizaciones de la pequeña burguesía agraria en España.

Menos de una semana después de la invasión rusa de Ucrania, la rama agroalimentaria de la Comisión era un hervidero. Nadie pretendía abrir de nuevo el debate sobre las políticas poniendo en cuestión los equilibrios entre estados, que son a su vez equilibrios entre clases dentro de cada estado.

Pero las consideraciones estratégico militares se imponían: «Debemos vigilar de cerca los objetivos de estas políticas en el contexto de la seguridad alimentaria», dijo el comisario de agricultura, Janusz Wojciechowski. Julien Denormandie, ministro de agricultura francés y por tanto actual presidente del Consejo de Ministros de Agricultura de la UE, aseguró a los periodistas que «la Comisión va a evaluar estas estrategias para ver si es necesario ajustarlas a la luz de la visión política de una soberanía agroalimentaria europea».

La «seguridad alimentaria» ya estaba en realidad sobre la mesa. El primer golpe de la pandemia había movilizado a la pequeña burguesía agraria y ésta había encontrado eco en una parte de la burocracia estatal. Así que la Comisión ya había incorporado un «observatorio sobre seguridad alimentaria» y un mecanismo de contingencia «para todo tipo de crisis» a su estrategia agroalimentaria como forma de vencer reticencias.

Pero lo que viene difícilmente puede tratarse como una crisis temporal. No es con mecanismos de contingencia como el sector agroalimentario tomará la forma que exige el salto adelante del militarismo europeo.

La contradicción más agresiva del Pacto Verde

Llegamos a la materialización alimentaria de una de las contradicciones más importantes del Pacto Verde. El pacto no es sino una transferencia de rentas del trabajo al capital vehiculada a través de un cambio tecnológico. Pero a diferencia de otros cambios tecnológicos, el paso a las nuevas tecnologías verdes intensivas en capital no aumenta sino que disminuye la productividad física del trabajo.

La esencia del Pacto Verde: aumentar la productividad en términos de ganancia mientras se reduce la productividad en términos físicos es una contradicción que produce necesariamente pobreza en masa.

En términos globales esto significa que para aumentar la productividad en términos de ganancia del capital, la succión de rentas desde los trabajadores no puede contenerse en términos relativos. Es decir, no es sólo que los trabajadores pierdan «porcentaje de tarta» es que van a perder tarta en términos absolutos. Lo que es más, van a perder más que si esa misma transferencia se articulase como una exacción directa, como un impuesto directo contra sus rentas que fuera directamente al capital.

Pero lo que para los trabajadores es un ataque directo y brutal -que ya vimos en la electricidad y la energía antes de que la guerra estallara- también genera distorsiones en industrias y capacidades de los capitales nacionales y los estados como un todo.

Por eso ahora los sectores de la burocracia y la burguesía que impulsan el militarismo en auge plantean que los términos de la nueva PAC verde «podrían obstaculizar la productividad agrícola y, por tanto, la seguridad alimentaria de Europa». Los primeros en romper la baraja y proponer que se detengan las estrategias «Farm to fork» y «Biodiversidad» han sido el Partido Popular Europeo en el Parlamento, Croacia en el Consejo y la confederación de pequeños propietarios en los pasillos. Socialistas y liberales aguardan pero, como apuntan las declaraciones de Macron, exigen garantías.

La Comisión se negó rotundamente... pero las alternativas socavan igualmente sus planteamientos y apuntan por dónde irán las salidas. Varios países, entre los que estaba España, pidieron derogaciones en las reglas de la UE sobre límites máximos de residuos (LMR) de pesticidas, así como una relajación de las reglas sobre organismos genéticamente modificados (OGM), para poder abastecerse en EEUU; y Hungría y Bulgaria prohibieron la exportación de su producción de cereales a otros países europeos.

A medio plazo, podemos despedirnos de la reducción drástica de plaguicidas o la esperada prohibición del glifosato a finales de este año. O la UE relaja normas para permitir un aumento de productividad física a base, entre otras cosas, de aumentar los riesgos para la salud, o el mercado agrario europeo tendrá un claro riesgo de fragmentación, con los estados interviniendo y frenando exportaciones para asegurar el abastecimiento a las industrias locales. Y eso, no es bueno ni para el capital invertido ni para un capital nacional que piensa ya en términos belico-estratégicos.

La alimentación como producción de guerra y el cambio de relaciones entre clases en el campo

Tractorada independentista en Barcelona.

Memes nacionalistas en Ucrania.

Lo que estamos viendo son las contradicciones del Pacto Verde elevándose de nivel. El enfoque original pretendía recuperar el crecimiento (del capital) a costa de la capacidad de consumo de bienes básicos de la mayoría de la población, cada vez más puesta en cuestión.

Pero ahora, el mismo impulso, las mismas urgencias del capital que llevaron al Pacto Verde, apuntan al militarismo. Y el militarismo al final exige la supeditación de la producción a la preparación de la guerra, es decir, el paso de sectores esenciales a un régimen cada vez más parecido al de la economía de guerra. Y eso en alimentación significa un tratamiento similar al de la producción armamentista: desvío de recursos a través de impuestos, producción «planificada» de acuerdo a intereses y rentabilidad garantizada por el estado.

Esta perspectiva significa, también, un cambio de relaciones sociales en el campo a favor de una pequeña burguesía agraria que no es de extrañar que esté excitada e identifique sus símbolos con los de sus pares ucranianos que les abren las puertas a una nueva prosperidad.

En las antípodas, como fuerza de trabajo cada vez más sometida, los trabajadores, tanto en el campo -bajo un nuevo marco laboral de mínimos europeos ya delineado en «Farm to fork»- como en la ciudad, pagando un porcentaje creciente de su renta en alimentación básica.

Es más urgente que nunca una política de organización y una estrategia de clase, para el conjunto de los trabajadores, en el campo.

(Continuará)