¡Saca tu patria de mis fogones!
El libro de cocina más vendido del verano en España, «¡Que viva la cocina!», junta recetas de un youtuber con una insana pasión por el pollo, los rebozados, las salsotas y el queso. Toda una protesta contra la obsesión de las dietas y los excesos de los cocineros estrella, pero también un síntoma de algo más profundo: las sobredosis de nacionalismo místico a lo Netflix no prenden... en los fogones.
Los recetarios y el discurso sobre la «gastronomía» se incorporaron tarde a la construcción de la «identidad nacional» española. La «buena cocina» era todavía en las décadas en las que se consolidó el capitalismo de estado una cuestión de clase; algo muy lejano del discurso sobre el «espíritu popular» y las «tradiciones ancestrales» -campesinas- expresando un «ser nacional» a lo largo de la Historia. Cuando doña Emilia Pardo Bazán escribe en 1913 su «Cocina antigua» da por hecho que la cultura gastronómica es algo que se limita a las tradiciones -recientes- de cierta aristocracia provinciana. Tras el éxito intenta escribir, cinco años más tarde, en pleno «trienio bolchevique», un libro para «los hogares más humildes que no pueden permitirse un cocinero» y lo titula, precisamente... «Cocina moderna».
Todavía, la gran referencia de la «cocina española» en la España del hambre y el nacionalcatolicismo , «La Cocina Completa» de la Marquesa de Parabere será aun un dechado de cosmopolitismo completamente ajeno a la exaltación gastronómica de la nación. Parabere es de hecho el último exponente de la cocina burguesa del XIX, deudora de la corte de Napoleón III y su esposa, la sevillana Eugenia de Montijo, que adapta y aligera las tradiciones del banquete aristocrático para las mesas «de estado».
La sección femenina y la invención de la tradición española
Pero en 1945 la Marquesa y su concepción de la gastronomía es ya un atavismo. El franquismo está recuperando el tiempo perdido por la burguesía española y codificando a toda velocidad el folklor campesino para crear una identidad nacional normativa. La institución encargada de ello sería la poderosa «Sección Femenina» de Falange, dirigida por Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador del principal partido fascista español. La sección femenina de falange tuvo a su cargo desde 1939 el «Servicio Social» obligatorio, equivalente femenino del «servicio militar». Las jóvenes españolas no solo eran adoctrinadas y entrenadas en interminables horas de ejercicios gimnásticos -una novedad- y «danzas regionales» también eran alfabetizadas y formadas en costumbres higiénicas, gestión de la economía doméstica, crianza, costura y... cocina. El «Servicio Social» fue la forma en la que el estado dio forma a la familia, las costumbres domésticas... y la memoria de lo «tradicional». Separadas de sus familias, las jóvenes descubrían «la tradición» directamente del estado, que se había dedicado previamente a recoger restos de costumbres rurales, purgarlas, homogeneizarlas y a veces hasta crearlas. Es el gran momento español de «la invención de la tradición» que otros nacionalismos, como el vasco y en buena medida el catalán, habían hecho en la década anterior a la guerra. El objetivo más visible... la música, la danza y los «trajes típicos».
Los repertorios locales, provinciales y regionales, que debían ser «típicos» y que se elaboraban siguiendo las normas que las instructoras habían recibido en sus cursos de música y folclore, eran a su vez, enseñados a los coros, comparsas y grupos de intérpretes locales de toda España por medio de las mismas instructoras y de las Cátedras Ambulantes que la Sección Femenina repartía por todo el territorio nacional para impartir sus cursos y enseñanzas domésticas, pero también a través del aprendizaje de los «bailes regionales» en las Escuelas Normales y los Institutos de Secundaria. De manera que, si el sistema que se empleaba para recopilar las manifestaciones artísticas «auténticas» de los pueblos creaba un folclore mistificado y distorsionado; este fue, a su vez, el producto que se reprodujo a través del tiempo, aprendido y repetido por los actores locales en sus repertorios y actuaciones hasta el día de hoy.[...] Pero, al igual que en el asunto de la música folclórica, los resultados obtenidos por la actividad ímproba de la Sección Femenina fueron, en lo que se refiere a la indumentaria tradicional, la mixtificación e incluso la invención de algunos de estos trajes regionales.
Daba igual. Una vez creado el estándar, este se «enseñaba» a todas las adolescentes en el Servicio Social, se organizaban concursos y se publicaban libros -y hasta se lanzaban colecciones de sellos- que servían de guía para mantener la «autenticidad» de canciones, bailes y trajes, es decir, para reproducir el modelo creado para las 50 provincias del momento por las folkloristas e ideólogas de Falange. El resultado es una «memoria implantada» que ha sobrevivido y ha seguido siendo promocionada hasta la nausea por los nacionalismos y regionalismos más tardíos que, cómo no, las hicieron suyas.
Una falangista en tu menú
¿Fue distinto en la cocina? En absoluto. De hecho, en el recetario es donde la marca cultural del totalitarismo estatal y el folklorismo falangista ha sido más empobrecedora... y duradera. Sí, en media península se hacían arroces a la sarten desde la Edad Media, en cada lugar con primacía de los ingredientes locales, como no podía ser de otra manera en economías escasísimamente interconectadas. En las zonas catalanoparlantes a esta «sartén de arroz», se le llamaba, obviamente, por su nombre en catalán, «paella [d'arros]». Así que en Valencia se comían paellas... con recetas que variaban -como en todos lados- de pueblo en pueblo, de la costa al interior y de familia en familia. ¿Qué hizo la sección femenina? Codificar, normalizar y crear una «paella valenciana» ideal, explotada luego como reclamo turístico por la propaganda oficial del Ministerio de Información (y Turismo) dirigido por Manuel Fraga y difundida a través del «menú turístico» obligatorio para todos los restaurantes y casas de comidas por ley. ¿Opresión de la pequeña burguesía hostelera? Más bien modernización planificada a golpe de decreto... que no cesa, en 2012 el gobierno de la Generalitat valenciana recodificó la «paella» de Falange y la reconvirtió en una absurda «denominación del origen».
Quien dice la paella dice prácticamente todo: la diversidad de gazpachos fríos -que incluían hasta bergamotas en algunas recetas- se redujo y congeló en el «gazpacho andaluz» y el «salmorejo», ambos perfectamente codificados y listos para la simplicidad de la industria turística, los guisos de pan ácimo se redujeron a los gazpachos manchegos y alicantinos igualmente estandarizados, los callos pasaron a ser «a la madrileña», «la andaluza», etc. en función de si incorporaran garbanzos o no cuando en realidad, sobre una base común en cada casa se le ponía «lo que había». ¿Qué había pasado? El servicio social femenino, bajo la dirección de las mujeres de Falange había conseguido una vieja aspiración de todo nacionalismo: romper la tradición familiar -secuestrando en instituciones del estado a las adolescentes- e implantar una memoria y un recetario homogeneizado creado en el laboratorio folklorista: la «cocina española».
El régimen del 78... gastronómico
El proceso de «modernización» del aparato político de la burguesía española que se materializa en la Constitución del 78 y la Transición tuvo no pocas expresiones culturales que escenificaban una «ruptura» imaginaria y daban cauce a la rebeldía de una pequeña burguesía que se sentía acomplejada e incómoda ya con la expresión franquista del nacionalismo. Fue ese uno de los pocos aspectos en los que el reciclaje ideológico del franquismo en democracia dio más palos de ciego y mostró más claramente las tensiones latentes entre el cosmopolitismo «europeista» de la burguesía como tal, coreada por la pequeña burguesía corporativa y estatal y las fuerzas centrífugas de una pequeña burguesía regional subitamente fortalecida por el «estado autonómico». La cocina «popular» no dejó de ser un campo de batalla:
Por el lado «europeista»: Simone Ortega y sus afrancesadas y mantequillosas «1080 recetas de cocina», machacadas hasta el absurdo por la progresía felipista. La Sra Ortega era esposa de José Ortega Spottorno, formado en la Institución Libre de Enseñanza, fundador de Alianza Editorial y el Grupo Prisa, senador por designación real en la Legislatura Constituyente de 1977-1979 e hijo de José Ortega y Gasset -el filósofo de la derecha republicana que se había ofrecido a escribir los discursos a Franco- y una Spottorno... es decir, todo un árbol genealógico de la burguesía liberal española y lo que quedaba de ella.
Por el lado regionalista el modelo de la «Nueva Cocina Vasca» con Arzak -otro favorito de El País- y Subijana a la cabeza. Síntesis «modernizadora» felipista: Adriá y el mito de la Barcelona olímpica y elitista de la alta cocina y la innovación científica, expresión de una burguesía española que había pasado de exportar materias primas a convertirse en potencia imperialista en auge en la América de habla española.
La indefinición expresaba en realidad las dificultades del régimen para construir un nacionalismo que superara la iconografía y los simbolismos franquistas. Oscilaba entre lo hiper-local y la «internacionalización». Era una tensión frágil por su dependencia del «éxito internacional» en un polo y por la fácil instrumentación del otro por los nacionalismos centrífugos. Además, y es quizá lo más importante, no servía para cuajar como paradigma doméstico entre otras cosas porque la parte central de la modernización y europeización consistía en renunciar a las instituciones más burdamente totalitarias del franquismo, como el Servicio Social. Y así... es más difícil cambiar la cultura, especialmente la gastronómica.
La nueva cocina popular
Como ya apuntaban los salmonetes de Subijana, verdadero monumento del fin de siglo, la reinvención de la comida popular solo podía venir de la «Nueva Cocina Vasca». Subijana lo intentó, pero su propuesta seguía siendo demasiado innovadora y tecnificada para prender. La clave estaba llevar a la cocina el mismo cambio, literalmente, que había sufrido el juego político. Si el estado había pasado de la dominación y la represión directa a la democracia era porque la burguesía española había sabido pasar del encuadramiento forzoso y represivo de instituciones como el Servicio Social falangista a la indoctrinación mediante medios de comunicación que maleaban de modo efectivo la opinión creando consensos políticos y culturales «espontáneos».
La verdadera «nueva cocina», sería una cocina televisiva que sin desconectar de la estilización de la tradición inventada por el franquismo, abriera el juego, incorporara la modernidad de los alimentos que llegaban de los nuevos mundos con los que comerciaba y en los que invertía el capital español, que recogiera la preocupación por lo sano y se centrara en preparaciones rápidas para familias donde la mujer trabajaba y el hombre empezaba a cocinar también para los hijos. El nacionalismo quedaba atrás, como el aceite de ricino o el pan con serrín, un mal trago del pasado que ni se nombraba ni se sugería. Y eso tuvo nombre: Karlos Arguiñano.
De Arguiñano a Netflix y el nacionalismo elitista y cool de los grandes cocineros de terruño que emplatan esencias patrias, hay un mundo y una larga crisis... que merecen tener su propio tiempo y análisis. De momento guardemos un titular que no es una mala noticia: los herederos youtubers de Arguiñano van ganando. Y eso significa que, por el momento, en los fogones y las estanterías de recetarios, el nacionalismo no prende.