Bajo los roles de género, la organización social del trabajo
Las diferencias de roles sociales entre hombres y mujeres se deben fundamentalmente a imposiciones de la organización social del trabajo. Es decir, no se sustentan ni sobre diferencias «esenciales» ni se superan con campañas ideológicas y culturales. Por eso, acabar con la discriminación exige transformar las relaciones de producción.
El movimiento de clase y la división sexual del trabajo
No son pocas las feministas que nos bombardean con la supuesta importancia política de las diferencias de comportamiento entre hombres y mujeres. Insisten en que estas diferencias serían casi innatas y a partir de ellas «sexifican» ciertos valores. La «economía de los cuidados», por ejemplo, tendría valores «femeninos». Por lo visto, sería de lo más «liberador» glorificar y santificar la asociación entre las mujeres y los viejos valores de la domesticidad, ahora mercantilizados.
Estas tendencias esencialistas existen desde los orígenes del feminismo. Pretendían dar respuesta «feminista» a los estudios que, dentro del movimiento de clase, militantes como Engels o Bebel hacían sobre la importancia de la organización del trabajo social en la formación de la estructura familiar y la división sexual del trabajo.
Para los marxistas era una cuestión crucial: si se aceptan las ideas esencialistas, la división sexual del trabajo tendría un «origen natural» y, simplemente, el comunismo sería imposible.
Aquellos trabajos tuvieron además consecuencias directas sobre las condiciones de vida de las mujeres trabajadoras. Se materializaron en la incorporación masiva de mujeres obreras a las organizaciones de clase y en la lucha de toda la clase trabajadora, unida como clase, es decir, sin divisiones por sexos, por el sufragio universal, el fin de la discriminación salarial, la mejora de condiciones físicas de trabajo, etc.
Pero en el contexto de una clase organizada masivamente, no se trataba tan sólo de reinvindicaciones frente al estado y de luchas y huelgas en empresas y sectores enteros.
Aquellos trabajos fundaron también todo tipo de iniciativas «constructivas» realizadas por el movimiento de clase como un todo. Iniciativas que mejoraron la vida de las mujeres trabajadoras en términos inmediatos en todo tipo de ámbitos, desde la higiene y la salud sexual y reproductiva, hasta el diseño y equipamiento de las casas obreras.
Y por supuesto estuvieron en la base también de la acción política con que, durante los años que siguieron a la Revolución rusa, los órganos de poder de los trabajadores empezaron a enfrentar desde el primer día la situación subalterna de las mujeres incluso donde no existía un proletariado moderno.
Todos esos posicionamientos políticos, todas aquellas acciones de masas, se basaron en la idea de que las supuestas diferencias entre hombres y mujeres no eran esenciales sino que venían a reflejar las exigencias de la organización social del trabajo. Organización del trabajo social que era también y en primer lugar, la forma concreta de la explotación y la división de clases. Acabar con la división en clases era inseparable por tanto de poner fin a la división sexual del trabajo. Pero... ¿Fue sólo una ilusión? ¿Un error científico?
El azadón y el arado
Desde hace casi un siglo, estudios antropológicos a gran escala describieron un curioso patrón: los métodos de cultivo parecían correlacionar con el grado y violencia de la división sexual del trabajo. Muchos decenios más tarde, estudios más detallados confirman la relación: las sociedades que cultivan usando el arado tienen una división entre sexos más marcada y estricta y las mujeres tienen un estatus menor que en aquellas en las que se cultiva con azadón.
Esto se repite no solo a la escala de continentes enteros, donde las diferencias en el grado de desarrollo y entre culturas distintas pueden estar confundiendo la correlación, sino también dentro de países como Etiopía o Brasil:
Esto es un gran ejemplo de cómo la división social del trabajo y el rol de las mujeres explotadas cambia y es dependiente del nivel y de las técnicas productivas, pero hay mucho más escondido bajo la superficie. Veamos dos ejemplos asiáticos.
Los Khasi de Meghalaya (India oriental) son un buen ejemplo de grupo que cultivaba colectivamente con azadón. Viviendo en los bosques, los Khasi se dedicaban a hacer cultivos de quema y desbroce, en los que las mujeres participaban a partes iguales con los hombres a usar el azadón, que además permite un uso intermitente e incluso llevar a los pequeños a cuestas mientras se trabaja.
Además del trabajo colectivo en los campos, las mujeres -como en otras sociedades forestales- tenían como tarea específica recoger madera y ocuparse de los bosques, organizando su explotación colectiva y las rotaciones.
Sin embargo, el estado indio estatalizó la propiedad de las bosques -supuestamente para protegerlos, en realidad para poner su control y explotación en manos de cuatro burócratas centrales- e impidió a los Khasi recoger leña. Al mismo tiempo, la «modernización» impulsada por el gobierno estaba cambiando la estructura familiar y social del grupo.
La pequeña propiedad se extendió y las familias se pusieron a cultivar para el mercado. El nivel de vida general siguió bajando. Se acentuó la división sexual del trabajo cada vez más hasta expulsar a las mujeres de los cultivos. Las mujeres fueron eliminadas una a una de los consejos, y las unidades familiares se las intercambiaron como inversiones y propiedades.
Cuando el estado indio «devolvió» los bosques a las comunidades -en realidad los entregó a una burocracia local- ya era tarde. Los campesinos vivían en la pobreza y las voces femeninas que se alzaron eran las herederas de las nuevas familias poseyentes que usaban el antiguo control colectivo de los bosques por las mujeres como argumento en sus peleas patrimoniales.
En el otro lado de la divisoria, en la tierra del arado, es cierto que en la China «Han» del siglo XIX y primera mitad del XX, la mujer campesina había sido relegada al trabajo doméstico estricto bajo el lema explícito «los hombres al arado y las mujeres al telar» (男耕女織), pero esto fue el resultado de un largo proceso de decadencia del campo chino.
Los documentos primarios del siglo XVI indican que por aquella época las mujeres en las ricas zonas agrícolas del delta del Yangtze trabajaban en los arrozales junto a sus maridos e hijos, en proporciones parecidas. Por aquel entonces, el tamaño promedio de los campos era dos a tres veces mayor que el del siglo XIX y daba para alimentar a la familia y obtener las otras necesidades.
Con la superpoblación y división del terreno entre herederos, los campos se hicieron cada vez más pequeños y la inflación añadida empujó a las familias a la manufactura doméstica a destajo bajo condiciones cada vez más horrendas.
Fue en este estado moribundo de la pequeña propiedad agrícola cuando se acentuó la división sexual del trabajo en las tierras del arado chino.
Cuando los roles sociales se autonomizan completamente del sexo
En las colinas de Kenia vive un grupo, los Nandi, históricamente enfrentado a los cultivadores colectivos como los que hemos descrito arriba. Pastores guerreros que en su día poseyeron sociedades militarizadas y fueron famosos por sus grandes expediciones de robo de ganado.
Como es corriente en tales sociedades, hasta hace poco la agricultura era algo secundario y la propiedad familiar de los grandes rebaños caía exclusivamente sobre los hombres de la familia. De hecho, la estructura familiar está diseñada para asegurar el mantenimiento de la propiedad familiar.
Los maridos obtienen su ganado a partir de las cabezas que pasan de otras familias a través de sus esposas, con una clara división sexual del trabajo y el comportamiento. Debido al vínculo entre las esposas y el ganado con el que contribuyen a la familia extendida, si el marido muere, la viuda y sus hijos siguen siendo propiedad del marido el resto de su vida. Esta sociedad es casi un ejemplo clásico de grupo guerrero patriarcal.
O casi. Porque el énfasis extremo sobre la propiedad familiar ha llevado a la creación de una institución muy particular.
Si una rama de la familia no consigue tener hijos varones, los Nandi no consideran aceptable que la propiedad pase al hermano del esposo o a los hijos varones de mujeres secundarias. La adopción directa de un hijo varón de fuera de la familia tampoco es aceptable. En este caso solo queda una opción. La esposa mayor pasa a través de un rito de «inversión» y se convierte legal y socialmente en un hombre a ojos de los Nandi. Ahora puede casarse con una mujer y adoptar sus hijos varones para continuar la rama familiar.
Para los Nandi, una mujer esposo es un hombre a título completo y pretender lo contrario es tabú. Los nuevos maridos tratan a sus mujeres e hijos como propiedad, se comportan como guerreros y recaen completamente del lado masculino de la división sexual del trabajo:
No, no cargo cosas en la cabeza. Ese es el deber de una mujer y no tiene nada que ver conmigo. Me convertí en un hombre, soy un hombre y eso es todo. ¿Por qué debería asumir el trabajo de las mujeres?
Y no se trata únicamente de las «apariencias», para los Nandi las mujeres deben quedarse en casa, obedecer y no tomar la iniciativa. Roles sexistas que nos resultan familiares y que condicionan el comportamiento de esposas y mujeres Nandi cuando se hacen tests cuantitativos. Pero la situación cambia completamente con las mujeres esposo. Estos esposos, después de la inversión, se comportan igual de competitivamente y muestran la misma -o más- iniciativa que el resto de hombres.
Este es un claro ejemplo de cómo los roles sociales ligados a la propiedad pesan más que los condicionantes biológicos de una persona dada.
En la mayor parte de sociedades no existen los individuos como tales, y lo que hay que mantener es la división entre roles y la propiedad familiar, da igual que ello implique situaciones aparentemente absurdas o paradójicas.
La curiosa estructura familiar de los cultivadores colectivos de las alturas
Casi en las antípodas de los Nandi, geográfica y socialmente, se encuentran los Na (conocidos más comúnmente como Mosuo), un grupo de cultivadores colectivos en las montañas del suroeste de China. A 3000 metros de altitud y casi a las orillas del bonito lago azul Lugu se encuentra Yongning, la principal aglomeración de los Na con sus grandes arrozales. Aquí el clima es relativamente duro (promedio anual de 9 grados) y los Na viven en grandes núcleos familiares.
Los Na son un grupo famoso, sobretodo por su peculiar estructura familiar. Las grandes unidades familiares están organizadas de modo a que -contrariamente a los ejemplos anteriores- las mujeres siempre se quedan en la misma casa y la familia es la que cría y cuida de los niños de cada casa. Los hombres de cada familia son los que se mueven -pero solo de noche- entre casas para pasar la noche con sus esposas en la casa familiar de éstas.
De día cada hombre se ocupa del trabajo familiar con sus hermanas y de sus sobrinos. Desde el punto de vista de las instituciones Na, la familia «real» es la que vive bajo su techo, que siempre será la misma.
Las actitudes hacia la sexualidad femenina y las relaciones son, en consecuencia, bastante diferentes a la de las comunidades que les rodean. Aunque las parejas no muestran afecto en público cuando están rodeadas por su familia, era hasta hace poco corriente que tanto hombres como mujeres tuvieses varias parejas a lo largo de su vida. La palabra «celos» literalmente no existe en su lengua.
Las mujeres tienen el mismo peso en la toma de decisiones familiar y hay poca división sexual del trabajo o estereotipos, lo que se traduce también en un comportamiento diferente de las mujeres Na comparadas con las que viven en otras comunidades chinas (calificadas como «Han» o patrilineales en general).
Esto es bastante chocante por ejemplo cuando las niñas de ambas comunidades se encuentran en la escuela, las Na (Mosuo) tienen mucha más iniciativa y toman más riesgos (algo considerado estereotípicamente masculino) que las chicas Han.
En los tests empíricos tienen un nivel parecido o llegan a tener más iniciativa que los chicos al empezar la escuela pero acaban llegando al nivel de las chicas Han al crecer rodeadas de ellas.
Y no se trata solo del comportamiento, la situación social dentro de la familia y una división sexual del trabajo mucho menos marcadas tienen efectos a todos los niveles. Las mujeres Na tienen una salud mucho mejor y menos niveles de inflamación que sus vecinas con familias confucianas.
La mayoría de estudios se detienen ahí, solo les interesan los roles y comportamientos diferenciales, pero no van a las causas sociales.
Pero el hecho es que los Na son cultivadores colectivos. Su sistema asegura que las familias con muchos miembros vayan a ayudar a sus familias vecinas comunitariamente, trabajando en los campos ajenos y viceversa.
Los pocos estudios que han investigado la cuestión han concluido que repartir maridos tejiendo vínculos entre las unidades pero sin romperlas cada vez que se forma una nueva pareja es una solución particularmente ventajosa para asegurar que todos participan de las ventajas del trabajo colectivo.
Sin embargo, ni es un matriarcado (los tíos son iguales a las madres), ni el sistema de distribución de trabajo es realmente igualitario. Aunque el resultado es mejor que en pequeños propietarios en competencia, el sistema de uniones interfamiliares tiene un punto débil: Las familias más pobres tienden a intentar tener hijos preferentemente con las más ricas, lo que causa que estas últimas reciban proporcionalmente más ayuda en los campos que las más pobres, y la migración añadida a la mercantilización están acabando con el sistema.
Hacia el futuro
Como se puede ver, las formas de propiedad y de trabajo colectivo tienen un efecto directo y medible no sólo sobre el comportamiento y la división social del trabajo, sino también sobre la moral (imaginen lo que pensaría un Nandi sobre lo «apropiado» de la vida de una mujer Na y al revés) e incluso sobre la salud general de las mujeres.
Las condiciones de vida de las mujeres explotadas no cambiarán a base de identitarismo, es decir identificándose con los problemas de las mujeres de la clase que les explota. Y aún menos a base de colocar a más mujeres en la primera línea de la clase dirigente.
Son las relaciones sociales, partiendo de su núcleo, las relaciones de producción, las que han de cambiar de raíz.
No vale pretender por ejemplo que el trabajo doméstico dentro de la familia reciba un salario. Mercantilizar aún más espacios, intentar «igualar» a base de «mecanismos de mercado» e «incentivos», no sólo no funcionará sino que reforzará los orígenes del problema.
Sin desmercantilización y socialización de la producción no hay transformación realmente igualitaria que pueda sostenerse. Sin desmercantilización de la fuerza de trabajo, es decir, sin fin del trabajo asalariado, no hay desmercantilización posible de todo lo demás. Es decir, sólo el comunismo, como movimiento y como modo de producción futuro, es coherente con la demolición de las causas de la desigualdad social entre hombres y mujeres.
Por definición, el comunismo es comunitarización de la organización social y socialización de la satisfacción de las necesidades de cada uno. Incluidos los hoy llamados «cuidados». En vez de mercantilizar, socializar. En vez de atomizar e individualizar, colectivizar y comunitarizar. Y eso es absolutamente incompatible con mantener una división sexual del trabajo. Si existiera división sexual del trabajo, la realidad del comunismo se negaría de raíz.
En una sociedad reunificada, sin clases, no hay división posible del trabajo por grupos de nacimiento o adscripción, sino aporte voluntario y socializado de cada uno en función de sus capacidades... que estarán, pero es otro tema, multiplicadas y no negadas por la nueva sociedad.