Los refugiados de Ucrania y la lógica del asilo en la UE
La prensa se felicita del «cambio radical» que la invasión de Ucrania ha supuesto en el trato a los refugiados por la Unión Europea. Hasta los gobiernos más xenófobos están dando estatuto de refugiado y facilidades de todo tipo. Pero, ¿realmente ha cambiado algo más que las apariencias?
¿Ha cambiado la UE su política de asilo a raíz de la invasión de Ucrania?
La invasión de Ucrania abrió la espita. Los medios europeos, con pocos o ningún matiz, se convirtieron en una abrumadora y obscena maquinaria de propaganda de guerra.
Todos los trucos valen: deshumanización del «enemigo ruso» al punto de no informar sobre el movimiento contra la guerra en Rusia y su represión, fuéramos a ver a los rusos como algo distinto de una mera prolongación asesinable de Putin; invisibilización de la trayectoria belicista del gobierno de Zelensky y sus amenazas militares; lavado de cara de los batallones neonazis en el ejército ucraniano que mientras tanto fardaban de esvásticas y crímenes de guerra en sus canales de Telegram; conversión del «no a la guerra» en un «no a la guerra de Putin» cubriendo como «anti-guerra» manifestaciones patrióticas plagadas de banderas nacionales y rojinegras con consignas clamando por la guerra «defensa nacional»... Hasta la famosa solidaridad gremial dejaron de lado cuando un periodista español fue acusado de ser un espía ruso.
Pero donde la orgía belicista ha elevado las «fake news» a las cumbres de la literatura de fantasía ha sido en la cuestión de los refugiados. Los editoriales de absolutamente todos los grandes medios europeos se felicitaron porque tan pronto empezó el conflicto se disiparon todas las peleas y reservas de los estados europeos sobre repartos de refugiados.
Los viajes a «recoger refugiados» de la pequeña burguesía nacionalista, desde los cazadores y los propietarios de taxis cercanos a Vox a los independentistas de la ANC, fueron inmediatamente jaleados como «solidarios» y se eliminaron las infinitas trabas policiales y burocráticas habituales, mientras gobiernos regionales y nacionales competían por ofrecer mejores condiciones a los recién llegados.
¿Cómo no felicitarse de que Chequia o Polonia pasaran de recibir con malos tratos y violencia extrema a los refugiados a darles residencia, permiso de trabajo y dinero de forma automática? ¿Cómo no celebrar que el gobierno español deje de lado por fin los CIEs y de automáticamente el estatuto de refugiado a los que llegan?
No todos los refugiados son iguales
Sin embargo algo sospechoso hubo desde el primer momento.
Para empezar, los desertores ucranianos y los que huían hacia Rusia y Bielorrusia huyendo del amor por la limpieza étnica de los batallones nacionalistas ucranianos, más de un cuarto de millón, se difuminaban y se excluían hasta de los mapas, aunque se contabilizaran en el total.
En segundo lugar, pronto aparecieron los primeros informes sobre la negativa de Polonia a acoger a los estudiantes africanos en Ucrania que huían de la guerra. Muchos de ellos denunciaban malos tratos e incluso, los que llegaban a Alemania, eran inmediatamente separados en vagones aparte sin que se dieran explicaciones. Peor aún, a un grupo bastante nutrido de ellos el ejército ucraniano no le permitió salir del país. En manifestaciones improvisadas denunciaban estar siendo usados como «escudos humanos».
El tratamiento diferenciado es tan escandaloso que hasta el New York Times, en medio de sus empeños bélicos, dedicó hoy un extenso artículo a una comparativa inevitable sin dejar de subrayar, involuntariamente, las diferencias de clase entre unos refugiados y otros.
El día que estalló la guerra en Ucrania, Albagir, una refugiada sudanesa de 22 años, yacía en el suelo helado del bosque a la entrada de Polonia, tratando de mantenerse con vida.
Los drones enviados por la patrulla fronteriza polaca le estaban buscando. También los helicópteros. Era de noche, con temperaturas bajo cero y nieve por todas partes. Albagir, una estudiante de pre-medicina, y un pequeño grupo de refugiados africanos intentaban colarse en Polonia con los últimos dátiles arrugados en sus bolsillos. «Estábamos perdiendo la esperanza», dijo.
Esa misma noche en un pequeño pueblo cerca de Odessa, Katya Maslova, de 21 años, agarró una maleta y su tableta, que usa para su trabajo de animación, y saltó con su familia a un Toyota Rav 4 burdeos. Salieron corriendo, en cuatro autos, un convoy con ocho adultos y cinco niños, parte del éxodo frenético de personas que intentan escapar de la Ucrania devastada por la guerra. [...]
Durante las siguientes dos semanas, lo que les sucedería a estas dos refugiadas que cruzaban al mismo país al mismo tiempo, ambas de aproximadamente la misma edad, no podría contrastar más. Albagir fue golpeada en la cara, recibió insultos raciales y dejada en manos de un guardia fronterizo que, dijo Albagir, le golpeó brutalmente y parecía disfrutar haciéndolo. Katya se despierta todos los días con un refrigerador lleno y pan fresco en la mesa, gracias a un hombre al que llama santo.
Dos refugiados, ambos en la frontera polaca, dos mundos opuestos. New York Times, hoy
Tampoco es que parezca importarle mucho a nadie. Al revés, en Francia la derecha y la ultraderecha protestaban previendo que se fuera a «colar» algún «no europeo» entre los refugiados.
Y desde luego no es que nada esté cambiando en la frontera sur ni en ningún otro lado de la UE. El mismo día tres de marzo 2.000 personas, la mayoría de ellos refugiados en huida de los desastres producidos por la extensión de la guerra franco-europea en el Sahel, se dejaron manos y brazos en las concertinas que el gobierno español puso en la valla de Melilla. En Francia el contraste entre los centros de acogida para ucranianos y los refugiados africanos, sirios y afganos abandonados a su suerte habla por sí mismo.
La realidad del derecho de asilo en la UE
La pregunta que deberíamos hacernos es si han cambiado las reglas de asilo o las políticas de refugio y migraciones en la UE; si se ha hecho algo respecto a los crímenes de Frontex o si los campos de refugiados son mínimamente más humanos.
Nada lo indica. El dos de febrero de este año, el gobierno socialdemócrata de Dinamarca, se felicitó de no tener «un solo solicitante de asilo en suelo danés». La idea de la primera ministra, Mette Frederiksen, sigue adelante: negociar con el gobierno autoritario de Ruanda, que de eso sabe mucho, la apertura de campos de concentración en los que los refugiados esperarían, encarcelados indefinidamente, la resolución de sus expedientes. Para rematar, el gobierno danés declaró a Siria, contra toda evidencia, como «país seguro» y comenzó a devolver refugiados.
En Polonia y Lituania, después del grotesco y cruel espectáculo de noviembre, donde las cuestiones humanitarias más básicas se dejaron de lado por una UE que cínicamente se declaró en pleno víctima de una «guerra híbrida», no parecieron contentarse con disponer de más muros y más cañones de agua a cuenta de los fondos europeos.
La respuesta estratégica a la llegada de refugiados fue el compromiso de las tres repúblicas bálticas de considerar un ataque militar y correr a una guerra «en socorro de Polonia» si Bielorrusia volvía a permitir la llegada de refugiados. Y por parte de la UE endurecer unas normas de asilo que, a fin de cuentas, ya no cumplía ni Frontex.
La barbarie de la política europea y sus dobles raseros, evidente incluso para la prensa estadounidense en aquella crisis, se vio en los siguientes meses aun más al descubierto, cuando estallaron motines -duramente reprimidos- en los infames centros de retención de refugiados en Polonia. Desde entonces, no han cesado las denuncias de ONGs por abusos de las fuerzas policiales polacas en los centros de internamiento.
Además, se publicaron vídeos en los que Frontex entregaba a los guardafronteras -reiteradamente denunciados por estar a sueldo de los esclavistas de Trípoli- a refugiados africanos mientras el número de muertos en la travesía hacia Europa sufría un nuevo pico.
Da igual, no cabe esperar la más mínima enmienda. Hace apenas unas semanas, el 17 de febrero, Spiegel publicó un vídeo en el que se veía a funcionarios de Frontex tirando al agua y causando la muerte de refugiados en su camino a Grecia. No es la primera vez y ya no es ni siquiera causa de escándalo.
El elemento común: el clasismo como política de asilo
Sin embargo, quedarnos en la colección de crímenes e inhumanidades de la política europea de asilo y migraciones nos haría perder la perspectiva de la estrategia y las fuerzas motoras que la dirigen.
Un ejemplo ilustrativo. Mientras Chipre abría nuevos campos de refugiados para sirios que habían huido primero de la guerra y luego de la explotación más brutal en Turquía, los 12.000 libaneses que llegaban a la isla, en su gran mayoría miembros de la pequeña burguesía con cuenta bancaria en el país, sin ser víctimas de persecución política alguna, se libraban de todo confinamiento. Los sirios y africanos siguen pudriéndose en unos centros de confinamiento de condiciones lamentables. Los libaneses han sido reconocidos como refugiados en tiempo récord y la prensa se felicita del éxito de sus negocios.
No, no es la mirada racista la que dicta la política europea. La diferencia entre un tendero libanés y un trabajador sirio no es «racial». El tratamiento diferenciado que las directrices de Bruselas dan a una diseñadora gráfica leopolitana y a una estudiante sudanesa que hace trabajos precarios en Kiev, no nace de la diferencia de color de la piel, piense lo que piense el sádico policía polaco. Es el clasismo más furibundo, como ya vimos tras la caída de Kabul, el que modula el tratamiento que puede esperar recibir un refugiado.
El asilo es, cada vez más abiertamente, un privilegio de clase que se hace más restrictivo cuanto menos integrado en la vida de las clases dirigentes europeas -es decir, en su cartera de inversiones- esté el país de origen. Si la pequeña burguesía ucraniana o libanesa puede esperar recibir refugio sin problemas, solo la clase dirigente más internacionalizada de Afganistán o Siria pueden esperar lo propio.
Hecho significativo: aunque no existe una estadística oficial, podemos afirmar, basándonos tanto en la experiencia de los centros de recepción que conocemos de primera mano, como en las coberturas mediáticas, que la mayor parte de los refugiados que están llegando, al menos al occidente europeo, pertenecen a la pequeña burguesía del Oeste ucraniano. No hay nada en común entre sus reclamos y los de un refugiado «normal». De nada tienen que preocuparse los más acérrimos contrarios de las fronteras abiertas.
Hoy se derriban las fronteras para que la pequeña burguesía ultranacionalista ucraniana, que tanto suspiró para poder llegar a una guerra con Rusia, disfrute de la solidaridad de taxistas, empresarios y cazadores voxitas e indepes. Pero al final de este horror, para los trabajadores, sean de donde sean, quedarán tan sólo las concertinas y las tropelías de Frontex, materialización de lo que la solidaridad entre la pequeña burguesía xenófoba y las clases dirigentes guarda para todos nosotros.