¿Quién fue L.D. Trotski?
Se cumplieron ayer 80 años del asesinato de Lev Davidovich Bronstein, Trotski, por un sicario stalinista.
Ochenta años y la campaña se difamación, y asesinato de personalidad prosigue desde las páginas de las agencias y los grandes diarios de todo el mundo que homenajean... a su asesino. Es la versión educada de la celebración en las redes sociales por los matones stalinistas, resucitados ahora por las subvenciones rusas y animados siempre por la prensa conservadora y hasta por Netflix. Para rematar, como era previsible, la reivindicación por los grupos que se llaman o llamaron trotskistas oscila entre el con él acabó una época, ahora toca otra cosa de los anticapis y la falsificación descarada de los que quisieran convertirlo en un pensador de izquierda, en uno de esos demócratas nacionalistas que repugnó toda su vida.
¿Quién fue Trotski?
Desde la perspectiva materialista los individuos no hacen historia. Las figuras expresan y se desarrollan en grandes movimientos colectivos a los que aportan y que dan sentido y cauce a su acción. Y eso vale desde las más miserables -cómo no recordar las páginas de Trotski sobre Kornilov- hasta las más impresionantes. Individualizarlas, separarlas de su contexto social, histórico y organizativo significaría arrancarlas de cuajo de cuanto les da sentido para traspasarlas a la fuerza desde la historia, al inofensivo plano de la historia de las ideas, ahogándolas por tanto en ideología. Esa ha sido una constante, por ejemplo, de toda la propaganda contra Marx desde los difamadores que tuvo que soportar en vida hasta las últimas biografías cinematográficas. En su versión más zafia toma la forma de biografías íntimas y la invención de culebrones amorosos.
Por eso la primera respuesta a quién fue Trotski no puede ser más que un militante comunista. Ni profeta, ni intelectual y mucho menos aun burócrata de partido.
Resumamos en titulares su trayectoria como militante: fue un miembro activo de la socialdemocracia rusa, el POSDR, -la matriz de donde saldrían entre muchísimos otros Lenin y Rosa Luxemburgo-, cabeza del primer soviet de la historia durante la Revolución de 1905, internacionalista consecuente, es decir uno de los pocos defensores del derrotismo revolucionario durante la primera guerra imperialista mundial, uno de los pocos líderes de la izquierda del POSDR que defendió las tesis de abril de Lenin después de la revolución de febrero de 1917, fundador del Partido Comunista de Rusia (bolchevique) ese año y coordinador del Comité del soviet de Petrogrado que organiza la insurrección en Octubre. Después de Octubre es uno de los principales impulsores de la Internacional Comunista y el organizador de la defensa de los soviets durante la guerra civil. Cuando la burocracia comienza a manifestarse como una fuerza contrarrevolucionaria, se convierte en uno de los militantes más destacados de la oposición comunista de izquierda primero en Rusia y luego, desde el exilio, internacionalmente. Esta última etapa de su vida, la más amarga, en la que marcha al exilio con Natalia Sedova, ven morir asesinados por el stalinismo a miles y miles de militantes, incluidos sus propios hijos, y que acaba con su asesinato, es seguramente la que coloca sobre sus hombros una responsabilidad mayor.
Trotski fue expulsado del partido en 1927 y después de Rusia. La mayor parte de los miembros de la oposición de izquierda son obligados a someterse y «arrepentirse» tras sufrir la exclusión del partido. Unos y otros serán enviados a prisión y a campos de deportación «socialistas», donde acabarán siendo, todos ellos, asesinados o ejecutados por traidores y agentes extranjeros. La oposición rusa fue liquidada físicamente. Después llegó el turno de los propios stalinistas que habían conocido la revolución de Octubre. El partido bolchevique fue también liquidado físicamente.
Para la Revolución y para la Oposición Internacional fue una pérdida inmensa. En ningún otro lugar había existido un partido revolucionario comparable al bolchevique, templado en las rudas penurias de la clandestinidad, de la revolución, de la guerra civil, del poder. Con su exterminio perecen todas las tradiciones revolucionarias comunistas. La desaparición de los opositores de izquierda rusos fue, en particular, una pérdida irremediable, pues ellos fueron los portadores hasta el final del capital revolucionario, teórico y organizativo amasado en muchos años. La continuidad comunista [bolchevique, en realidad] era asumida prácticamente en solitario por Trotski.
Jacques Roussel. «Les enfants du prophete»
Todo lo que puede esperarse de un militante
La historiografía burguesa desde el siglo XIX intenta reducir los movimientos políticos y sociales al resultado de la voluntad de grandes hombres. Es lo mismo que hace el stalinismo cuando reduce la revolución rusa a un plan bien trazado por Lenin, ejecutado por un partido disciplinado militarmente y un proletariado obediente. Obviamente nada de eso fue así. Al final, unos y otros acaban reduciendo la revolución a un vulgar golpe de estado y dejando a las clases sociales fuera del relato. Una consecuencia de esta ideología reaccionaria, muy querida por los que pretenden narrar la historia como el resultado de las dinámicas burocráticas en los aparatos de poder, fue la invención del término trotskismo. Su objetivo era, evidentemente, reducir el movimiento que intentaba hacer frente a la contrarrevolución, a uno de sus dirigentes para negarle así todo significado político.
Como tantas veces en la historia, el término despectivo acabó siendo adoptado por sus víctimas ante la enormidad de las difamaciones y crímenes con que la contrarrevolución lo hizo valer. Pero nunca dejó de ser un terreno tramposo y engañoso. A pesar de su peso, el papel de Trotski en la Izquierda Comunista Internacional que contribuyó a organizar y luego en la IVª Internacional, estuvo muy lejos de ser el de alguien que dicta doctrina, al contrario, sus iniciativas y perspectivas fueron boicoteadas cuando no enfrentadas continuamente. Basta seguir un poco los debates entre 1929 y 1940 para que no quepa ninguna duda de que Trotski fue, hasta el final, el militante de un movimiento mundial cuyo marco, evoluciones, fortalezas y debilidades, dieron forma a su obra teórica y su aporte.
Otra forma derivada de esta despolitización del trabajo militante a través de la individualización de los movimientos en sus dirigentes más visibles, harto común entre los grupos que se pretenden trotskistas críticos, es analizar sus posiciones una por una a lo largo de los años buscando genialidades y errores más o menos graves. Sería absurdo abordar las figuras de los grandes revolucionarios así. Por supuesto que cometieron errores y algunos graves en su momento. Marx, Engels, Lenin, Rosa Luxemburgo, Trotski... no fueron santones que nacieran con una doctrina salvífica esculpida en piedra. Contrastar la labor de un militante con la de un dirigente infalible ideal no es más que la otra cara del método histórico más reaccionario: elimina el movimiento real de la perspectiva, la realidad social y las luchas del momento, para reducir grandes tendencias a las capacidades y limitaciones de un líder.
Es el camino que abre las dos estrategias clásicas para deglutir la crítica revolucionaria. La primera la fosilización y la santificación de las figuras que lo encarnaron, convirtiéndolas en espantajos que flotan en un vacío histórico. Así sus textos se convierten en letra sagrada inevitablemente muerta. Esto es lo que hizo el reformismo con Marx, el stalinismo con Lenin y el llamado trotskismo posterior a 1942 con Trotski.
La segunda estrategia que hace posible el reducir un movimiento o tendencia a su líder, es exonerar al que lo hace de la crítica política del movimiento, que queda difuminado, reducido todo lo más a paisaje o a un conjunto informe de seguidores, para sustituirla por el ataque ad hominem y la difamación. Esta fue, no hace falta decirlo, la estrategia del stalinismo contra la Izquierda Comunista primero y contra la primera IVª Internacional después. El perseguido, en realidad, nunca fue Trotski individualmente, como nos repite la prensa más comprensiva incluida la que se llama trotskista, el perseguido fue el movimiento cuyos esfuerzos y aportes trataban de fortalecer. Es un error interpretar su asesinato solamente como la conclusión de una larga y violenta etapa de acoso, difamación y ataques ad hominem. Es verdad que fue precedido de la mayor campaña de injurias y desinformación de la historia hasta el momento. Pero en realidad, eso solo fue la cobertura ideológica. Su asesinato fue parte de la masacre continua de militantes revolucionarios que el stalinismo inicia en Rusia, liquidando físicamente el partido bolchevique y que proyecta luego en todo el mundo, especialmente a partir de la Revolución española, donde juega por primera vez el papel de organizador abierto de la contrarrevolución fuera de Rusia, dejando un reguero de cadáveres de militantes comunistas a su paso.
El asesinato de Trotski estuvo muy lejos de ser un hecho aislado o algo personal. Ni siquiera en su muerte Trotski fue otra cosa que un militante cargando con las consecuencias que le generaba su militancia. Como tal, la forma de entender su figura, no puede ser sustituir el juicio político del movimiento del que hacía parte y sus posicionamientos con la exégesis más o menos bienintencionada de sus textos o sus posiciones una a una en los debates dentro de la organización en la que militaba. Si queremos reducirnos al Trotski militante, a la persona concreta, la forma de acercarnos no puede ser más que moral. Eso es todo a la que puede aspirar un análisis individualizado. Y ahí, por cierto, Trotski, el hombre, a pesar de la inmensidad de lo que había vivido y sufrido, a pesar del asesinato vil de sus propios hijos, fue un ejemplo de moral comunista hasta el último minuto. Dio todo lo que puede esperarse de un militante.
Fui revolucionario durante mis cuarenta y tres años de vida consciente y durante cuarenta y dos luché bajo las banderas del marxismo. Si tuviera que comenzar todo de nuevo trataría, por supuesto, de evitar tal o cual error, pero en lo fundamental mi vida sería la misma. Moriré siendo un revolucionario proletario, un marxista, un materialista dialéctico y, en consecuencia, un ateo irreconciliable. Mi fe en el futuro comunista de la humanidad no es hoy menos ardiente, aunque sí más firme, que en mi juventud.
Natasha se acerca a la ventana y la abre desde el patio para que entre más aire en mi habitación. Puedo ver la brillante franja de césped verde que se extiende tras el muro, arriba el cielo claro y azul y el sol que brilla en todas partes. La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la libren de todo mal, opresión y violencia y la disfruten plenamente. […] me reservo el derecho de decidir por mi cuenta el momento de mi muerte. El «suicidio» (si es que cabe el término en este caso) no será, de ninguna manera, expresión de un estallido de desesperación o desaliento. Natasha y yo dijimos más de una vez que se puede llegar a tal condición física que sea mejor interrumpir la propia vida o, mejor dicho, el proceso demasiado lento de la muerte…
Pero cualesquiera que sean las circunstancias de mi muerte, moriré con una fe inquebrantable en el futuro comunista. Esta fe en el Hombre y su futuro me da aun ahora una capacidad de resistencia que ninguna religión puede otorgar.
León Trotski. Testamento, 1940.
El legado
Un viejo refrán en español dice que de los amigos cúideme dios que de los enemigos me guardo yo. El significado aplica plenamente a todos los que pretenden que la moral comunista, el trabajo político y el impulso militante de Trotski le sobrevivieron en la IVª Internacional. Por desgracia, nada más lejos.
La IVª Internacional, a diferencia de sus predecesoras, se crea en medio de la mayor derrota histórica de la clase trabajadora: en el 33 el nazismo destruye finalmente el movimiento obrero alemán, en 1936 una nueva constitución rusa disuelve legalmente los soviets convirtiéndolos en meras representaciones del partido stalinista, en el 37 el stalinismo lidera la contrarrevolución en España... El mundo se aboca a una nueva matanza. Fundar una nueva Internacional a partir de los restos del movimiento obrero en derrota histórica solo tiene un sentido: levantar la bandera del derrotismo revolucionario durante la guerra que se avecina y convertir la nueva matanza imperialista en revolución mundial.
La renuncia al internacionalismo por la dirección de la Internacional, que había caído en manos del SWP norteamericano, precipitará a partir de 1942 el acendramiento de una izquierda vinculada a las secciones que tuvieron una experiencia revolucionaria inmediatamente antes o después del conflicto imperialista (España, Grecia, Vietnam) y de grupos en Alemania, Francia o Italia que han enarbolado el derrotismo revolucionario durante el conflicto. La reacción de la dirección para no enfrentar su puesta en cuestión por esquivar tomar una posición sobre el internacionalismo más básico para no ir a la cárcel en EEUU, será un enquistamiento ideológico veloz. La dirección, purgada rápidamente de la izquierda, convertirá en artículos de fe posiciones tácticas temporales previas, como la defensa incondicional de la URSS. Lo harán, como no, en nombre de la letra de los textos de un Trotski que había subrayado su carácter precario y temporal. Como resultado virarán a velocidad rapidísima hacia el antifascismo y los frentes populares, verdaderas ideologías de reclutamiento para la matanza.
Tras toda una batalla burocrática para evitar una mayoría de la izquierda en el IIª Congreso, que fueron retrasando hasta 1948, la ruptura se hizo inevitable. El aparato que heredó la IVª Internacional, matriz de lo que se llama trotskismo desde finales de los cuarenta, se convirtió en una parodia reaccionaria, una comparsa del stalinismo que llegó a afirmar que la contradicción entre capital-burguesía y proletariado ha sido sustituida como contradicción principal del sistema por la contradicción imperialista entre la URSS stalinista y EEUU. A partir de ahí, el frente único se convierte en excusa contra natura de un aberrante sostén de stalinistas, socialdemócratas y nacionalistas de toda calaña. Y a partir de un error común en la generación que había vivido la IIª Internacional -pensar que la propiedad estatal era una base material para el socialismo- saltan a la identificación entre propiedad estatal y socialismo, o lo que es lo mismo, a vender capitalismo de estado por socialismo. Resumiendo, en tiempo récord la IVª Internacional pasa del oportunismo al centrismo y de ahí a comparsa del stalinismo.
Es ridículo pensar que el legado de Trotski, con su entereza indomeñable y su labor militante fecunda de aportes teóricos, pueda parecerse siquiera a ese troskostalinismo que mantuvo el aparato solo para estallar en mil grupos a cual menos internacionalista. Un trotskostalinismo que hoy abraza una bandera nacional u otra para reclutar trabajadores para ir a la guerra en Siria, Libia o Ucrania, que defiende incondicionalmente -de los trabajadores- capitalismos de estado represivos y fallidos en Cuba o Venezuela y que hace sin pudor de ala izquierda del peronismo argentino, del identitarismo anglosajón o del podemismo y los nacionalismos pequeñoburgueses más patéticos en España.
Marx, asustado ante los términos en que se producían las polémicas de los supuestos marxistas franceses de su vejez, como Guesde, afirmó que lo único que puedo decir con certeza de mi mismo es que no soy marxista. Trotski hoy solo podría mirar con horror a sus pretendidos epígonos. Lo último que sería es trotskista. Y precisamente por eso, frente a los enemigos y difamadores del gran militante, ochenta años después de su asesinato solo podemos adherirnos a las palabras de G. Munis:
Rompí formalmente con la IVª Internacional en 1948 -como Natalia Sedova Trotzky hizo posteriormente- pero eso no me impedirá levantar la mano como trotzkista frente a los calumniadores policíacos de Moscú o de Pekín.
G. Munis, 1972