Qué son «los mercados»
Aunque parezca irracional, y lo es, hoy en día el capital productivo es solo una fracción del capital total. El mismo sistema que manifiesta una tendencia permanente a la pauperización dedica solo el 25% del capital disponible a la producción de bienes y servicios. Tres veces esa cantidad, la gran mayoría del capital, es capital «ficticio», improductivo, intenta reproducirse -obtener beneficios- a base de hacer apuestas sobre los resultados del capital ocupado en eso que llaman la «economía real».
Puede apostar directamente por los resultados de las empresas, por el precio futuro de sus insumos, por la capacidad de pago de sus clientes... Cada una de esas apuestas se realiza a través de una institución específica. Cuando toma participaciones directas de empresas apostando a que su valor suba o baje, hablamos de las bolsas. Si la apuesta se hace sobre el resultado de una cesta de participaciones estándar, hablamos de los «índices». Si en vez de comprar directamente participaciones o deudas, compra o vende el derecho a comprar en una fecha determinada a un precio pactado, hablamos del «mercado de futuros». Si la apuesta es sobre la solvencia de los estados, el especulador comprará deuda pública. Si se la compra directamente a los estados -cuando la subastan- estaremos hablando del «mercado primario» y si hablamos de los intercambios entre especuladores del «secundario». En ese mercado secundario la diferencia del tipo de interés resultante entre el país más solvente y un país concreto, será su «riesgo país». También se puede apostar a los valores futuros del trigo, del cobre, de la soja, del petróleo... todos esos son los «mercados de materias primas». Y hay más, mucho más. Se puede apostar a casi todo en el gran casino. Al conjunto de todas estas mesas de juego se les llama, pomposamente, «los mercados».
El término, por supuesto, es en sí mismo una trampa ideológica. En la definición liberal, un mercado se define porque es anónimo y ningún participante tiene capacidad para fijar el precio o determinarlo por su cuenta. En la teoría económica neoclásica, burguesa, para que las bondades del modelo funcionen ni siquiera puede haber una coalición con capacidad de influencia en la determinación de precios. Pero en realidad, todas esas masas gigantescas de capital se aglomeran en unos pocos grupos que los gestionan para sus propietarios. Los operadores de esos grupos trabajan en unas cuantas manzanas de edificios en Nueva York, Londres y en menor medida Hong Kong, Tokio o Frankfurt. Forman un colectivo humano de unos pocas decenas de miles de personas que van a los mismos bares, leen la misma prensa, y en función de esos inputs comunes, hacen sus apreciaciones sobre qué van a hacer los demás ese día en el casino.
Dicho de otra manera, se predicen a sí mismos y apuestan sobre esas predicciones. Keynes -él mismo un especulador pionero- decía que era un concurso donde se apuesta no por quien cada cual cree que merece ganar sino por quien cada uno piensa que los demás participantes van a votar. Por eso «los mercados» son el mundo de las profecías autocumplidas y los «efectos potenciales». Keynes, una vez más, hablaba de los «animal spirits», los «espíritus atávicos», impredecibles e «irracionales» de los mercados especulativos. «Los mercados» ni siquiera son mercados en el sentido que le da la teoría económica burguesa, son expresiones exageradas y retroalimentadas de los miedos y las esperanzas de una casta relativamente pequeña de especuladores profesionales.
Y sin embargo son terriblemente importantes para esa «economía real» sobre la que apuestan. La especulación sobre las divisas modifica los precios de todos los insumos, de los tipos de interés y puede llevar al mismísimo estado a la quiebra con facilidad. Lo hemos visto estos días en Argentina, Brasil, Indonesia, Turquía, Jordania... La especulación con la deuda pública de los estados hace que los tesoros públicos de Italia o España tengan que dedicar miles de millones más o menos al pago de intereses de su propia deuda, dinero que retirarán o podrán utilizar para gastos corrientes e inversiones de todo tipo. En el último año en España -un país «seguro» con bajos tipos- el pago de intereses de deuda pública se llevó el 7% del presupuesto público, la mitad de lo que supuso el gasto sanitario total. La especulación sobre materias primas puede acelerar salvajemente la pauperización como pasó en vísperas de la «Primavera Arabe» con el trigo. Y si «se rompe la banca» y el sistema financiero quiebra, como pasó en 2008, los bancos comerciales dejarán de prestar capitales para gastos corrientes y nuevos negocios y millones de empresas quebrarán en todo el mundo.
En el fondo llegamos siempre a lo mismo una y otra vez. La ausencia crónica de mercados solventes -el problema estructural del capitalismo en su decadencia- hace al capital productivo dependiente del crédito, de la financiación de las ventas futuras y de las compras de los consumidores y el estado. Y aun «reproduciéndose», es decir obteniendo beneficios, su reinversión productiva tiende a tener tasas de ganancia cada vez menores... precisamente porque el mercado no puede expandirse. De hecho, se reduce porque en un mundo de mercados permanentemente saturados la relación entre capital y salarios crece de forma sostenida al mejorar la tecnología o bajar los salarios, las dos formas que el capital tiene de aumentar la explotación para mejorar resultados. Por eso buena parte de las ganancias van a la especulación: pura y simplemente no tienen lugar suficiente en la producción bajo la lógica capitalista. El capital ficticio crece así continuamente, no solo con sus propios resultados, sino con los excedentes de capital del sistema productivo. Es lo que se conoce como «sobre-acumulación».
Cualquier industrial o banquero coincidirá en que el capital sobre-acumulado es el gran problema de la Humanidad. Son plenamente conscientes de que esas masas ingentes de capital especulativo destruyen países e industrias enteras en sus movimientos. También de que no hay lugar para ellos en la producción. La única forma en que históricamente se han reincorporado al proceso productivo ha sido la guerra. Es de hecho la única «solución» que el capitalismo encuentra a sus contradicciones fundamentales y la única manera de aliviar el peso destructivo de todo ese capital excedentario que se esconde bajo el púdico nombre de «los mercados». La guerra en las grandes zonas industrializadas y productivas del planeta, se convierte así en parte del ciclo del capital. Es una fase «necesaria» que sigue a la guerra comercial en la búsqueda de mercados que hagan rentables las aplicaciones productivas del capital. Ventaja añadida para «los mercados»: si es lo suficientemente profunda, la destrucción de capital fijo puede darles oportunidades durante un largo ciclo.
Es interesante considerar cómo una solución «conservadora», es decir, que prolongue los tiempos del ciclo capitalista, consiste en la destrucción del capital constante producido, es decir, instalaciones y recursos, y en la reducción de países ya ricos, avanzados en el sentido industrial, a países verdaderamente devastados, destruyendo sus instalaciones (fábricas, ferrocarriles, barcos, maquinaria, construcciones de todo tipo, etc.). De este modo la reconstitución de esa enorme masa de capital muerto permite una ulterior carrera alocada en la inversión de capital variable, es decir, de trabajo humano viviente y explotado.
Las guerras llevan a la práctica esta eliminación de instalaciones, recursos y mercancías, mientas que la destrucción de brazos obreros no sobrepasa a su producción, debido al incremento del prolífico animal-hombre.
Se entra después en la civilizadísima reconstrucción (el mayor negocio del siglo para los burgueses: un aspecto todavía más criminal de la barbarie capitalista que la propia destrucción bélica) basada en la insaciable creación de nueva plusvalía.
Amadeo Bordiga. Elementos de economía marxista, 1929.
La reconstrucción tras las guerras mundiales «desinfla» la presión de «los mercados» y permite esos «años gloriosos» de postguerra que nos cuentan una y otra vez. Que para alcanzarlos el capitalismo hubiera tenido que matar a millones de personas y destruir la mayor parte de la base productiva europea, norteafricana y asiática, solo es para el capital un coste necesario e inevitable. Para nosotros, en cambio, la demostración última del carácter reaccionario y anti-humano de «los mercados» y lo que significan.