¿Qué significó el 14 de abril?
El 14 de abril, aniversario de la proclamación de la II República española, es celebrado ritualmente por la izquierda con mucha más pasión que ninguna otra conmemoración. La idea de que la proclamación de la II República fue algún tipo de revolución popular se reproduce año a año y manifestación tras manifestación con banderas tricolores.
En su día solo los partidos de la pequeña burguesía -Azaña, Marcelino Domingo, etc.- defendieron que España hubiera vivido su «Revolución Francesa». Luego el PSOE hizo esa idea propia y la difundió durante décadas. Los comunistas de entonces la refutaron. ¿Qué fuerzas actuaron bajo el 14 de abril? ¿Fue una revolución? Para responderlo tendremos que hacer una breve historia de la burguesía española y sus ambiciones revolucionarias.
El ciclo revolucionario de la burguesía española
El siglo XIX en España es, desde las Cortes de Cádiz (1810), el siglo de la revolución burguesa. Pero tras el empuje original, que da lugar a las constituciones liberales de 1812 -«la Pepa»- y 1833, la burguesía española se da cuenta de que no tiene fuerza suficiente para imponer un nuevo orden frente al absolutismo si no es aliándose con los sectores aristocráticos que apoyan a la reina niña, Isabel, contra su tío Carlos.
La forma política del núcleo de esta alianza, el «moderantismo», estaba contrapesado a la izquierda por el partido progresista, representación de las clases medias urbanas. El partido progresista se hará con el poder tras la revolución de 1854 que abrió el «bienio progresista» y puso a Espartero en el poder.
El bienio mostró la incapacidad de la pequeña burguesía y los sectores democráticos para consolidarse y llevar hasta el final la revolución burguesa. Cuando en 1856, con el apoyo de Napoleón III, O'Donell da su golpe de estado, todo el aparato «revolucionario» cae sin resistencia como un castillo de naipes.
Espartero desertó. Abandonando a las Cortes, las Cortes a los dirigentes, los dirigentes a la clase media, y ésta al pueblo. Esto da una nueva ilustración sobre el carácter de la mayor parte de las luchas europeas de 1848-1849 y de las que ha habido desde entonces en la parte occidental de dicho continente.
Por un lado, existen la industria y el comercio modernos, cuyos jefes naturales, las clases medias, son enemigos del despotismo militar; por otro lado, cuando las clases medias emprenden la batalla contra este despotismo, entran en escena los obreros, producto de la moderna organización del trabajo, y entran dispuestos a reclamar la parte que les corresponde de los frutos de la victoria.
Asustadas por las consecuencias de una alianza que se le ha venido encima de este modo contra su deseo, las clases medias retroceden para ponerse de nuevo bajo la protección de las baterías del odiado despotismo. Este es el secreto de la existencia de los ejércitos permanentes en Europa, incomprensible de otro modo para los futuros historiadores.
Así, las clases medias de Europa se ven obligadas a comprender que no tienen más que dos caminos: o someterse a un poder político que detestan y renunciar a las ventajas de la industria y del comercio modernos y a las relaciones sociales basadas en ellos, o bien sacrificar los privilegios que la organización moderna de las fuerzas productivas de la sociedad, en su fase primaria, ha otorgado a una sola clase. Que esta lección se dé incluso desde España es tan impresionante como inesperado.
Carlos Marx. La Revolución en España, 1856
Las clases medias, la pequeña burguesía, habían quedado doblemente pinzadas. Pinzadas políticamente entre el naciente proletariado que le aterrorizaba y la alianza «moderada» y monárquica de la vieja burguesía, la burocracia isabelina y el latifundismo aristocrático.
Pero sobre todo pinzadas económicamente, pues sin la revolución no podría generar las bases económicas de su propia transformación en burguesía industrial. Hay que pensar que aunque el bienio liberal acabó con las aduanas interiores sentando las bases de una unidad de mercado que sellaría la abolición de los fueros vascos (1876), en la práctica España es entonces un país de pueblos incomunicados, con una red de caminos mínima.
Todavía en 1931 solo un 30% de la población española vivía en una población con acceso por carretera. La red de ferrocarriles al mismo tiempo es desconexa y, desde el principio, orientada a la exportación, es decir, sometida a las necesidades de Gran Bretaña y en menor medida de Francia. Solo en las regiones costeras (Málaga, Santander) y cercanas a la frontera (Barcelona, Vizcaya) la pequeña burguesía podrá dar un raquítico salto industrial por su cuenta que décadas más tarde cuajará en las desigualdades regionales que persisten hasta hoy.
En la segunda mitad del siglo XIX esta impotencia histórica hará a la pequeña burguesía española republicana, pues no tenía nada que esperar de cualquier alternativa monárquica sostenida por la aristocracia aburguesada y la burguesía aristocratizada.
Pero también la dividirá entre «federales» y «unitarios». Los unitarios siguen manteniendo la posibilidad de articular el país en un único mercado, creando un estado unitario y centralizado que culmine la revolución.
Los federalistas en cambio apuestan por consolidar legalmente el poder donde ya lo tienen o pueden tenerlo, en las capitales comerciales costeras, dividiendo el país en una serie de cantones soberanos y básicamente independientes.
La diferencia hará saltar por los aires a la débil I República, resucitando de paso y por última vez el fantasma del alzamiento carlista y mostrando hasta el ridículo el carácter centrífugo e impotente de la pequeña burguesía radical localista española, cuando el cantón de Cartagena solicite a EEUU ser anexionado por la potencia ultramarina1.
La burguesía en la Restauración
El régimen de «la Restauración» que se instala con Alfonso XII tras la derrota del alzamiento cantonal, desarrollará durante medio siglo la fusión entre las clases tardo-feudales y la burguesía que se venía insinuando desde el moderantismo.
El régimen que colapsará para dar paso a la II República tuvo, desde el principio, la vocación de unificar a la clase dominante en un único cuerpo social. Partía de un hecho: la desarticulación territorial del país se calcaba a la estructura de clases entera. No solo la pequeña burguesía sufría la atomización, también la burguesía. Por eso necesitaba de la monarquía.
La preponderancia de las tendencias centrífugas sobre las centrípetas, tanto en la economía como en la política, ha privado de base al parlamentarismo español. La presión del gobierno sobre los electores ha tenido un carácter decisivo: durante todo el siglo pasado, las elecciones daban invariablemente la mayoría al gobierno.
Como las Cortes dependían del ministerio de turno, el ministerio mismo caía de un modo natural bajo la dependencia de la monarquía. Madrid hacía las elecciones y el poder caía en manos del rey. La monarquía era doblemente indispensable a las clases dominantes desunidas y descentralizadas, incapaces de dirigir el país en su propio nombre.
Y esa monarquía, que reflejaba la debilidad de todo el Estado, era -entre dos sublevaciones- suficientemente fuerte para imponer su voluntad al país. En suma, el sistema estatal de España puede ser calificado de absolutismo degenerativo limitado por pronunciamientos periódicos.
León Trotski. La revolución española y la táctica de los comunistas, 1931
Esta España «invertebrada» llegará a su cénit en 1898. La guerra con EEUU marcó para la burguesía española un antes y un después. No por la «pérdida» de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en sí, cuyo impacto económico fue menor. Sino sobre todo porque evidenció el fracaso de la nacionalización del campesinado y el proletariado.
Las clases populares no solo no secundaron la guerra sino que no fueron permeadas por el fervor nacionalista de la pequeña burguesía.
Para esta clase, que alimentaba la intelectualidad, la guerra fue «el desastre», la confirmación dolorosa de que el empuje de la nacionalización de las clases subalternas, el último resto que quedaba a la burguesía de su proyecto revolucionario, había fracasado.
Empieza entonces ese nacionalismo victimista y autodenigratorio que sigue apareciendo hoy en los discursos de la izquierda pequeñoburguesa. Aparecen también el nacionalismo vasco y el catalán, como formas alternativas de asegurar la identificación nacional de los trabajadores.
La misma monarquía se asusta y, por fin, tras décadas de cesión rutinaria a la Iglesia, toma en sus manos el sistema educativo, enfrenta el analfabetismo y crea, más allá del papel, la escuela pública universal prometida por todos los gobiernos desde el bienio progresista.
Las limitaciones de la mirada «educacionista» del nacionalismo español emergerán pronto.
En 1909 una insurrección obrera responderá a las levas forzosas para la aventura colonial marroquí. Es la «Semana Trágica». Los marxistas españoles del momento, organizados desde 1879 en el PSOE, legitimarán los aires «revolucionarios» del nacionalismo de la pequeña burguesía, presentándose por primera vez en una lista común con sus partidos a unas elecciones en una «conjunción republicano-socialista».
El relato tras la «conjunción» exageraba el componente feudal de las clases dominantes, invisibilizaba a la burguesía real y presentaba a la pequeña burguesía republicana como una suerte de burguesía revolucionaria. Lejos de ser así, la pequeña burguesía se irá desvaneciendo progresivamente entre un proletariado que en 1912 es capaz de organizar por primera vez una gran huelga nacional -la de ferroviarios- y una burguesía que va a transformarse profundamente con la guerra mundial.
Guerra Mundial y capitalismo de estado
La I Guerra Mundial transformará profundamente España. Los sectores extractivos -la hulla, el hierro- en el Cantábrico y el téxtil en Cataluña conseguirán multiplicar sus pedidos; pero la siderometalurgia y el naval vizcaíno consiguen resultados realmente extraordinarios.
El capital español por primera vez disfruta de una acumulación extraordinaria que, en un mundo en guerra, reinvierte en sí mismo. Siguiendo la tendencia a la formación de monopolios y concentraciones de capital propia del imperialismo, los grandes capitalistas industriales toman el poder de los bancos que a su vez se convierten en propietarios de los grupos industriales y de grandes latifundios que explotarán mediante la primera industria masiva de agrotransformación.
La burocracia del estado, ya muy entrenada en «pasteleos», se une por primera vez a los consejos de administración y engrasa la coordinación entre el capital, el campo y el aparato político. El Madrid por el que se abre paso la Gran Vía, celebra las sedes bancarias como nuevas catedrales. El capitalismo español cobra por primera vez volumen cuando la hegemonía está pasando ya al capital financiero. Pasa de la incapacidad para crear un mercado nacional unificado viable, al capitalismo de estado.
Y mientras la burguesía española está recibiendo nueva sangre y convirtiéndose en «burguesía de estado», el proletariado se está convirtiendo por primera vez en un sujeto político independiente.
Durante el llamado «trienio bolchevique» (1917-19), el impacto de la Revolución Rusa se conjuga con las condiciones impuestas por la producción de guerra en una movilización permanente y cada cada vez más potente capaz de vencer las limitaciones de un anarcosindicalismo sin estrategia y un PSOE empeñado en llevar las luchas hacia «la República»2.
El fin de la guerra sin embargo golpearía en la cuenta de resultados de la burguesía española con una fuerza brutal. Si a eso le unimos el desastre de la guerra colonial, las crecientes contradicciones en el seno de la clase dominante y la incapacidad del terrorismo patronal para acabar con la movilización obrera, especialmente en Cataluña, entendemos la apuesta de la burguesía catalana -que en ese momento teme quedar fuera del grupo dominante- y de la monarquía por la dictadura de Primo de Rivera (1921-1930).
Su papel histórico será ganar tiempo para la burguesía en su proceso de unificación y reorganización del estado. Primo remacha el primer capitalismo de estado español incorporando por primera vez a una organización que había representado al movimiento obrero, el PSOE.
Siete años prolongó su vida la dictadura. No porque contara con un apoyo nacional efectivo, aparte de los cuartos de banderas, las sacristías, los círculos de la nobleza y la gran burguesía, sino porque coincidió con el mejor período financiero mundial después de la guerra 1914-1918. Esto le permitió asociarse la gran burguesía, neutralizar la pequeña y asegurarse la contemporización de la organización obrera más fuerte de España, el Partido Socialista.
Ya se ha indicado bajo otro título hasta qué punto éste sirvió de bordón a la dictadura, ofreciéndole consejeros de Estado y asambleístas nacionales. Pero la monarquía estaba condenada. En lo más profundo de las masas se acumulaban enormes energías. La dictadura había aplazado, no evitado la apertura del período revolucionario.
G. Munis. Jalones de Derrota promesa de victoria, 1947
Por eso bastarán los primeros embates de la crisis de 1929 para que la dictadura quede sin apoyos entre la clase dominante. En una carta que Trotski dirige al primer periódico de la Izquierda Comunista española, publicado en Lieja por trabajadores emigrantes y exiliados, señala algo fundamental para entender la pregunta que nos planteamos al comenzar este artículo: ¿Qué fuerzas sociales había bajo el «clamor republicano» del 14 de abril?
La dictadura de Primo de Rivera ha caído sin revolución, por agotamiento interior. Esto quiere decir, en otros términos, que en su primera etapa la cuestión fue resuelta por las enfermedades de la vieja sociedad y no por las fuerzas revolucionarias de una sociedad nueva. (...)
Después de este acontecimiento, las clases dirigentes, en la persona de sus grupos políticos, se encuentran obligadas a adoptar una posición neta ante las masas populares. Y así observamos un fenómeno paradójico. Los mismos partidos burgueses que, gracias a su conservadurismo, renunciaban a llevar a cabo alguna lucha seria contra la dictadura militar, rechazan actualmente toda la responsabilidad de esta dictadura sobre la monarquía y se declaran republicanos.
En efecto, se podría creer que la dictadura ha estado durante todo el tiempo suspendida de un fino hilo del balcón del Palacio real, y que sólo se apoyaba sobre el sostén, en parte pasivo, de las capas más sólidas de la burguesía, que paralizaban con todas sus fuerzas la actividad de la pequeña burguesía y pisoteaban a los trabajadores de las ciudades y de los campos. (...)
Si bien Primo sólo mantenía de un hilo a la monarquía, ¿de qué hilo se mantendrá la monarquía, incluso en un país tan «republicano»? A primera vista esto parece un enigma insoluble. Pero el secreto no es en manera alguna tan complicado. La misma burguesía que «sufría» a Primo de Rivera, lo sostenía, en efecto, como sostiene actualmente a la monarquía mediante los únicos medios que le quedan, es decir, declarándose republicana y adaptándose así a la psicología de la pequeña burguesía, para engañarla y paralizarla lo mejor posible. (...)
España ha dejado muy lejos tras de sí el estadio de una revolución burguesa. Si la crisis revolucionaria se transforma en revolución, superará fatalmente los límites burgueses y, en caso de victoria, deberá entregar el poder al proletariado.
León Trotski. Carta a la redacción de «Contra la Corriente», 1930
La clave es que, llegados a 1930, la burguesía española es un todo mucho más sólido y poderoso de lo que ha sido nunca hasta entonces.
En España quedan residuos feudales en el campo, pero no hay ni mucho menos una oposición entre la burguesía y los terratenientes herederos de la feudalidad.
Tampoco hay ya siquiera la ilusión de un desarrollo independiente del capital nacional en caso de un fantaseado «triunfo revolucionario de la burguesía». El imperialismo es una realidad inmediata para el capital español, excluido de los mercados coloniales e internacionales por las grandes potencias en una época de nuevas guerras comerciales y de divisas.
La trabazón de intereses entre el capitalismo y los viejos elementos feudales era redonda en 1930. No se podía hacer una división de la economía en capitalista y feudal, sino abstrayéndose de su evolución y de sus relaciones cotidianas, considerando categorías aisladas lo que era un compuesto de dos elementos de origen diferente. Ni uno solo de los componentes de la nobleza terrateniente podía ser calificado de puramente feudal; menos aún en conjunto.
En mayor o menor grado todos habían invertido y acrecido sus fondos en empresas capitalistas. La Compañía de Jesús era a la vez gran terrateniente y el más rico empresario capitalista. Romanones, el conocido gobernante monárquico, era gran terrateniente en Guadalajara, el más importante arrendador de casas en Madrid, copropietario de las minas de Peñarroya y accionista de las principales instituciones financieras. Los duques de Alba y Medinaceli, primeros entre los terratenientes de prosapia feudal, estaban igualmente mezclados a empresas financieras e industriales.
A la Iglesia pertenecían las más importantes compañías navieras, las ricas fábricas de aceites Ybarra, los ferrocarriles del norte y algunas industrias textiles de Cataluña. También estaba mezclada a compañías mineras, siderúrgicas y financieras. Por su parte, la burguesía se convertía fácilmente en terrateniente, poniendo a veces en ejecución métodos de explotación feudales.
Para poder hablar propiamente de dos economías, feudal y capitalista, sería necesario hacer entrar en conflicto y lucha a Romanones terrateniente con Romanones empresario y financiero; a la Iglesia, sostén político y terreno económico de la feudalidad, con la Iglesia gran capitán de industria; sería necesario lo imposible; suponer antagónicas e irreductibles dos partes de la misma unidad. (...)
¿Y qué podía esperar, en cuanto a expansión exterior, la burguesía española, que acababa de dejarse arrebatar, tras unos cuantos cañonazos, los últimos restos de su decrépito imperio? El mercado mundial estaba ya perfectamente agarrado por otras burguesías; las nacionalidades oprimibles, oprimidas por Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Alemania, o por sus vasallos. Demasiado tarde para competir en el mercado exterior. La talla enana de la burguesía española constituía para ella plenitud al iniciarse la crisis revolucionaria (...)
Así pues, las dos condiciones fundamentales que determinan la revolución democrático-burguesa, oposición entre la clase feudal y la clase capitalista, más grandes posibilidades de expansión para la segunda, estaban totalmente ausentes. La revolución democrático-burguesa era imposible. Hablar de ella, más que utópico, era demagógicamente reaccionario.
G. Munis. Jalones de Derrota promesa de victoria, 1947
En esas condiciones, ¿cómo podía pensarse que la proclamación de la II República el 14 de abril era el súbito y final triunfo de una «revolución burguesa» esquiva durante todo el siglo anterior?
Solo la pequeña burguesía fantaseaba realmente con eso el 14 de abril. El PSOE era más discreto, el relato del 14 de abril como una revolución era a todas luces una aberración, pero una aberración conveniente que le permitía lavar las vergüenzas de su participación institucional en la dictadura.
En un artículo publicado en el número 1 de «Comunismo», la revista teórica de la Izquierda Comunista española, y redactado durante la semana que siguió a la proclamación de la nueva forma de estado, Esteban Bilbao señalaba con claridad que «no es el estado feudal el que tenemos delante, sino el capitalismo burgués con todas sus armas; aquí no hay siervos que redimir del yugo del despotismo aristócrata, sino obreros de la ciudad y del campo que tratan de romper las cadenas de la explotación burguesa».
Contra la opinión de la pequeña burguesía ideóloga, teóricamente representada en el Gobierno provisional (...) afirmamos rotundamente que la monarquía española no es, ni mucho menos, un estado feudal. Es esta una mentira política de la democracia «revolucionaria» que, para fingir una lucha libertadora que no existe, se crea un fantasma con el que desviar de la verdadera ruta de la revolución a las masas populares.
Se trata de una maniobra por medio de la cual el bloque gobernante procura ocultar su reaccionarismo al servicio del gran capital. Creen, los muy necios, que se pueden burlar de los designios históricos escamoteando la formidable verdad social mediante ejercicios de prestidigitación lírica.
No, la monarquía española no constituye un estado feudal. El fundamento del estado monárquico español, todo a partir de septiembre de 1923, no es la propiedad de la aristocracia, considerada como tal, sino la propiedad del burgués capitalista. Poco importa que la aristocracia, rancia o fresca, se haya conservado, en calidad de tejidos fiambres, en el cuerpo del estado.
En las esferas dominantes de la máquina estatal los residuos semifeudales solo son eficaces por lo que tienen de burgueses, no por lo que tienen de aristócratas. El estado español monárquico actúa en función del aparato capitalista, no en función de privilegio de casta aristocrática. El mismo Alfonso no era ya otra cosa que un funcionario al servicio de la exploración del capital monopolista, por cuyo «trabajo» cobraba sus buenas dietas de la burguesía a quien servía. La Dictadura de Primo de Rivera fue la escoba que barrió los restos de la inmundicia aristocrática poniendo íntegra la máquina del estado en manos del capitalismo industrial y financiero.
Verdad que en la campiña española es de toda urgencia una revolución liquidadora de la propiedad latifundista. Los campesinos habrán de repartirse la tierra despojando violentamente de todos sus privilegios a sus actuales detentadores semifeudales. Hay en este problema, debido al atraso del campo español algo de «revolución democrática».
Pero una revolución democrática ¿dirigida por quién ¿Por la intelectualidad pequeñoburguesa? Hoy no estamos, pese a la chochez «doctrinal» de Marcelino Domingo y compañía, en la época de la «reunión del juego de la pelota».
Son muy distintas las cosas que hay en la España actual a las que había en la Francia de 1789. Entonces la burguesía era la vanguardia revolucionaria que tenía tras sí toda la masa general del campo sometida al yugo feroz del estado feudal integrado por la aristocracia y la iglesia y, de coronamiento, la monarquía absoluta de derecho divino. Entonces la ideología burguesa era, sí, la teoría, viva y dinámica, de las necesidades revolucionarias de una clase que ascendía hacia el poder. Por eso el campesino pudo, dirigido por la burguesía, llevar a cabo su revolución democrática destruyendo el estado feudal.
Esto ocurrió en Francia hace ya siglo y medio. De entonces acá las cosas han cambiado un «poquito», aun para España. La burguesía ya no es el campeón de la revolución «nacional». Celosa de sus privilegios, vive atrincherada en los reductos del estado dedicando todas sus energías no a redimir a los campesinos, sino a explotarlos.
De esta explotación saca no pocos recursos con que alimentar su dominación. La fórmula para el campesino no es ya: «con la burguesía a la destrucción del estado feudal» sino esta otra: «con el proletariado a la destrucción del estado burgués». ¿Cómo va a poder ser la burguesía, ni grande ni pequeña, la iniciadora de la revolución democrática campesina?
Esteban Bilbao. Despejando la niebla, 1931
El 14 de abril no es la conmemoración de una revolución, no fue el producto de un súbito despertar revolucionario de una burguesía que ya se había fundido con el estado. Tampoco fue una imposible toma del poder por unas clases medias sin fuerzas propias.
Y desde luego no fue, ni nadie lo pretendió nunca, el resultado político de la lucha de la clase trabajadora.
Fue, eso sí, un recambio en el aparato político de la burguesía española, cohesionada por fin en un capitalismo de estado, que pensaba que prescindiendo del monarca y entregando a la pequeña burguesía un gobierno parlamentarista, podría enfrentar mejor a un movimiento obrero en alza desde principios de siglo.
Conmemorar el 14 de abril es conmemorar una mistificación con la que la burguesía en el poder esperaba poder encuadrar -y derrotar- las luchas de aquella generación de trabajadores.
Notas
1. La debilidad industrial de la burguesía y el carácter centrífugo de los movimientos más radicales de la pequeña burguesía tendrán una influencia nefasta en el naciente movimiento obrero. El bakuninismo se presentará como representante de la I Internacional durante la revuelta cantonal y su propia incongruencia llevará a la desarticulación sistemática de las expresiones políticas independientes de los trabajadores.
2. El PSOE, incapaz de desarrollar una posición internacionalista coherente durante la guerra, encallado en su caracterización de la revolución que se desarrolla antes sus ojos como «democrático-burguesa», persevera en la conjunción con los republicanos e irremediablemente se rompe para dar lugar al PCE.