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15/12/2017 | Fundamentos

Todas las movilizaciones estudiantiles del pasado fueron supuestamente importantísimas, las de hoy apenas ganan hueco en los telediarios entre un oso moribundo y la final asiática de badminton por parejas. ¿Por qué tanto amor a los estudiantes del pasado y tan poco a los del presente?

El mito del estudiantado revolucionario

La primera vez que los estudiantes aparecieron como actor político fue en las revoluciones del 1848, representaron entonces el ala radical y más decidida de la pequeña burguesía. También la más confusa ideológicamente.

Pero ¿quiénes eran aquellos estudiantes? ¿Quién iba a la Universidad en 1848? Los hijos de la burguesía y de una parte especialmente influyente de la pequeña burguesía. En los estudiantes quería verse el futuro inmediato de la clase burguesa y en su radicalismo una promesa de coherencia en la lucha contra el estado dinástico feudal de la que sus padres carecieron. Así, por lo que se esperaba que pudieran llegar a ser, más que por lo que realmente fueron, nació el mito del estudiantado revolucionario. La realidad: veintitrés años después aquellos estudiantes estaban en Versalles jaleando el aplastamiento y la masacre de la Comuna.

Pero el mito aun sería útil a la burguesía para vendernos su supuesta bis democrático-revolucionaria más de una vez.

En los 30 el estudiantado pequeñoburgués no solo militó en el nacionalismo pseudorevolucionario de los partidos fascistas sino que dio número a los partidos comunistas destruidos por el estalinismo y convertirlos en un engendro nacionalista comprometido en la defensa del estado bajo la excusa del «antifascismo».

Es decir, dotaron de cuadros a las fuerzas más radicales a la hora de aplastar la acción independiente de la clase y acelerar la transición hacia el capitalismo de estado. Pero, en la medida en que estos partidos necesitaban presentarse como revolucionarios para acabar definitivamente con el fantasma de la revolución, pintaron a «la juventud» como su «vanguardia». Era valioso para ellos reinventarse con una militancia sin memoria personal de lo que había pasado quince años antes y de cómo había impactado en todo el mundo. Así, la glorificación del supuesto radicalismo espontáneo de los estudiantes se convirtió en tópico interesado.

El mayo francés

El 13 de mayo de 1968 estalla en Francia una huelga de masas que se extiende por todo el país y rompe el control sindical. El país queda paralizado durante semanas. La burguesía entra en pánico al encontrarse con el fantasma de la revolución de cara. La huelga, su rapidez, su extensión y el tipo de conversaciones que abre, toman por sorpresa a la izquierda y especialmente al PCF y la CGT que llamarán una y otra vez a la vuelta al trabajo y la «normalidad» sindical y electoral. La burguesía de estado francesa no parece tener en quién apoyarse. Pero en la calle están también los estudiantes. Tienen plataformas tan vistosas como confusas y reivindicaciones característicamente pequeño-burguesas -la libertad individdual, el cambio cultural, etc.- que expresan con modos y lenguajes «nuevos», aparentemente «radicales»... e inofensivos.

¿Qué nos cuenta la burguesía del mayo del 68? ¿Qué le interesa contarnos? Por un lado tenemos la huelga, un movimiento masivo de clase que fue seguido por otras similares en medio mundo, a un lado y otro del «telón de acero», en países «desarrollados» y en países periféricos. Por otro lado estaba el movimiento de estudiantes que, estirando un poco, se podía conectar con las universiades americanas, la nueva industria musical, el feminismo y el flower power. Aunque al principio no podían invisibilizar al elefante en la habitación, conforme pasaron los años, los obreros ocupaban un papel más subalterno en el relato hasta que, finalmente, desaparecieron completamente del cuento. Mayo del 68 es hoy en el relato de la burguesía, «la revolución de los estudiantes». Huelga decir que, como sus antecesores del siglo anterior, esos estudiantes se hicieron mayores y muchos de ellos se convirtieron en la élite cultural, política y también económica del capitalismo de estado de los 80 y 90.

La evolución de la universidad

Bajo el capitalismo ascendente la universidad había cumplido varias funciones: dar un barniz cultural a los hijos de la alta burguesía, formar a la pequeña burguesía profesional (médicos, abogados, etc.) que la servía en sus negocios y su vida, fabricar ideología y empujar el «progreso de la ciencia» que la burguesía entendía que acabaría aterrizando, a través de las ingenierías -que no eran carreras universitarias y que dependían del ministerio de trabajo, no del de educación- en mejoras técnicas para la producción.

El paso al capitalismo de estado a partir de la I Guerra Mundial reclamó una transformación radical. El estado multiplicó su tamaño y con él los puestos funcionariales. Una gigantesca masa de abogados, economistas y técnicos, médicos, psicólogos y otras profesiones hasta entonces «liberales», pasaron de ser pequeños burgueses independientes a asalariados prestigiosos. También los grandes monopolios y los bancos a los que están unidos se convirtieron cada vez más en demandantes de cuadros medios. La pequeña burguesía cambiaba y mutaba en «pequeña burguesía de estado» y «pequeña burocracia corporativa». En consecuencia, la universidad sufre su primera masificación entre 1920 y 1968. En España ese cambio queda simbolizado por el comienzo de las obras de la «Ciudad Universitaria» en 1928, un cambio de escala y decorados brutal para la pequeña universidad complutense que, si se llama así, es porque hasta 1835 había tenido su sede y sus aularios en los viejos palacios renacentistas de Alcala de Henares (Complutum).

¿Qué ha pasado del 68 a aquí? El desarrollo tecnológico azuzado en parte por reflejar las contradicciones del sistema y en parte por el miedo a la lucha de clases que entonces emergía, ha transformado la organización y división del trabajo global, cambiando no solo las condiciones de vida de muchos trabajadores, sino las necesidades de un sistema rápidamente informatizado, interconectado y poco a poco robotizado. La universidad, en especial la universidad pública, se proletarizó progresivamente atendiendo a las necesidades formativas del capital y a las grandes empresas que querían descargar costes de «training» (adiestramiento) sobre el estado. Al mismo tiempo, una parte considerable de la «pequeña burguesía de estado» se proletarizaba a su vez. ¿Es comparable lo que social y económicamente significaba ser médico, abogado o ingeniero en los 60 a lo que significa hoy?

Esa proletarización se ha reflejado también en los curriculum. No solo es que las carreras sean más cortas y estén más «orientadas al mercado de trabajo», también son más «especializadas». La formación universitaria se diseña cada vez más como una formación modular e inmediatista que piensa en ofrecer «reciclajes» antes de haber dado fundamentos. Y por supuesto lo mismo ha pasado con la investigación: estatalizada y dirigida desde las instituciones gubernamentales durante el periodo anterior, comenzó a privatizarse a partir de los setenta, primándose progresivamente lo más instrumental, haciéndose cada vez más «aplicada» y sirviendo a la externalización de costes de I+D de los monopolios. Y ¿qué decir de la «investigación» en ciencias sociales? La evolución ha sido pareja: desde los 20 hasta el 68 se puso abiertamente al servicio del estado -teorías de las élites, tablas input-output, Economía del desarrollo, etc.- y a partir de entonces orientación «hacia fuera»: marketing, finanzas, «identity politics» y hasta partidos «alternativos» incubados en las facultades. Todo muy «aplicado».

¿Qué es ser estudiante universitario hoy?

El estudiante universitario de hoy es el objeto de un sádico experimento masivo. Por un lado va a recibir mucha menos formación humanística burguesa, va a poder acabar prácticamente cualquier carrera de Humanidades sin conocer la Historia universal o a los clásicos y de hecho habiendo leído solo unos pocos ensayos y tal vez ninguna gran novela, ni hablemos de su cultura científica o plástica. En los términos del mundo pre-68 el diplomado de hoy es inculto. Y sin embargo está más «preparado», es decir, mucho más entrenado para tareas concretas potencialmente útiles para las grandes empresas. Y, éso sí, al salir de la universidad habrá recibido un bombardeo ideológico mucho más intenso y homogéneo que el recibido las generaciones anteriores. Desde la mirada del poder no se puede proletarizar sin ton ni son a miles de jóvenes con expectativas de incorporarse a la pequeña burguesía del estado y de la empresa sin reforzar la presión ideológica. Un elemento desde el que seguramente habría que revisar el significado del 15M y otros movimientos pioneros de protesta contra la crisis.

Porque en su mayoría los grados de hoy serán proletarios «de lujo» desde el punto de vista del coste invertido en su adiestramiento y adoctrinamiento. Pero por alto que sea su coste de producción, serán proletarios. Y por mucho que se retrase su incorporación al trabajo, la mayoría de ellos saltarán de la infantilización artificiosa del nuevo paternalismo universitario a la precarización. Y con ella a enfrentarse directamente con la necesidad de afirmarse como parte de la clase. Así que tal vez, solo tal vez, la burguesía no se fíe mucho todavía de un experimento guiado en demasía por el inmediatismo de las empresas y por eso tenga en cuarentena a los movimientos estudiantiles. A fin de cuentas sabe que, en realidad, ya no son «de los suyos». Falta que se den cuenta los estudiantes.