Qué hubiera esperado Marx de la pequeña burguesía catalana
«Freedom» y retratos de Puigdemont, la nueva iconografía del independentismo catalán.[/caption]
Después de casi siete años de «procés» y tras nueve meses de «independencia fake» sigue habiendo una izquierda empeñada en vendernos las virtudes democráticas y revolucionarias de la pequeña burguesía independentista cada vez que levanta cabeza. Respecto a la pequeña burguesía y el carácter reaccionario de su anticapitalismo realmente está todo dicho desde el «Manifiesto Comunista». Pero a pesar de todo resulta refrescante leer hoy de nuevo algunas obras clásicas de Marx como «El 18 Brumario de Napoleón Bonaparte» para recordar cómo, a través de los siglos y etapas del capitalismo, la «clase media» ha repetido una y otra vez el mismo guión. Guión que, no hay duda, es inoperante para sus fantasías, pero que también es un camino al matadero para los trabajadores si les seguimos. ¿Qué hubiera esperado Marx de la erupción de radicalismo pequeñoburgués que estamos viendo en distintos grados por toda Europa?
Cartel de convocatoria de la COS. No hay banderas rojas, solo una estelada. No hay simbolismo inocente en el «procés».[/caption]
Que dieran por hecho que íbamos a seguirles en bloque en nombre de la democracia y el «derecho a decidir», y que cuando no lo hicieramos su frustración se convirtiera en lluvias de insultos, descalificaciones y rabia, más o menos xenófoba, contra esos trabajadores tan poco «democráticos», olvidando que los intereses de los trabajadores, especialmente hoy, son exactamente los contrarios a los suyos.
El demócrata, como representa a la pequeña burguesía, es decir, una clase intermedia, en la que los intereses de dos clases se embotan el uno contra el otro, cree estar por encima del antagonismo de clases en general. Los demócratas reconocen que tienen enfrente a una clase privilegiada, pero ellos, con todo el resto de la nación que los circunda, forman el pueblo. Lo que ellos representan es el derecho del pueblo; lo que les interesa es el interés del pueblo. Por eso, cuando se prepara una lucha, no necesitan examinar los intereses y las posiciones de las distintas clases.
Los CDR abren los peajes a la vuelta de Semana Santa.[/caption]
El desarrollo de alas presuntamente «radicales», «socialistas», etc. que sirvieran para vender el mismo programa democrático, utópico y reaccionario de siempre con apariencias de «combatividad» y promesas insustanciales de «socialismo». Estas alas tomarán forma organizativa, se envolverán en banderas rojas y se vestirán de las glorias de los combates pasados de los trabajadores pero... despojándolos de su sentido político último. Ese fue el sentido original del término «socialdemocracia» décadas antes de que accidentes en la historia del socialismo alemán lo convirtieran en el nombre de su partido obrero.
A las reivindicaciones sociales del proletariado se les limó la punta revolucionara y se les dió un giro democrático; a las exigencias democráticas de la pequeña burguesía se las despojó de la forma meramente política y se afiló su punta socialista. Así nació la socialdemocracia. La nueva Montaña, fruto de esta combinación, contenía, prescindiendo de algunos figurantes de la clase obrera y de algunos sectarios socialistas, los mismos elementos que la vieja, sólo que más fuertes en número.
Manifestantes intentan evitar el cierre del colegio electoral Ramón LLull durante el referendum del 1 de octubre.[/caption]
La tensión interna del «bloque pequeñoburgués», lo que en tiempos de Marx se conocía todavía como «la Montaña» pues se sentaban en los escaños superiores del parlamento, entre un parlamentarismo sin consecuencias que construye repúblicas de papel y un insurreccionalismo derrotado de antemano que solo puede acabar en llorosas melancolías... y al que, por esa causa, el estado y las fuerzas conservadoras que lo sostienen van siempre que puedan, a empujarles.
Inmediatamente después de reunirse la Asamblea Nacional, el partido del orden provocó a la Montaña. La burguesía sentía ahora la necesidad de acabar con los demócratas pequeño-burgueses, lo mismo que un año antes había comprendido la necesidad de acabar con el proletariado revolucionario. Pero la situación del adversario era distinta. La fuerza del partido proletario estaba en la calle, y la de los pequeños burgueses en la misma Asamblea Nacional. Tratábase, pues, de atraerlos de la Asamblea Nacional a la calle y hacer que ellos mismos destrozasen su fuerza parlamentaria antes de que tuviesen tiempo y ocasión para consolidarla. La Montaña cayó fácilmente en la trampa.
El nuevo presidente de la Generalitat, Torra, en pose épica con el lazo amarillo de la solidaridad con los presos independentistas.[/caption]
Un raro gusto por la fanfarria, los «momentos decisivos» que se suceden sin merecer ni un recuerdo ni decidir nada y la reivindicación más inconsecuente de las calles. «Els carrers seran sempre nostres» no significa nada cuando solo se trata de acumular derrotas para mantener el discurso de un victimismo en busca de audiencia imperialista.
Rara vez se había anunciado una acción con más estrépito que la campaña inminente de la Montaña, rara vez se había trompeteado un acontecimiento con más seguridad ni con más anticipación que la victoria inevitable de la democracia. Indudablemente, los demócratas creen en las trompetas, cuyos toques habían derribado las murallas de Jericó. Y cuantas veces se enfrentan con las murallas del despotismo, intentan repetir el milagro. Si la Montaña quería vencer en el parlamento, no debió llamar a las armas. Y si llamaba a las armas en el parlamento, no debía comportarse en la calle parlamentariamente.
Si la manifestación pacífica era un propósito serio, era necio no prever que se la habría de recibir belicosamente. Y si se pensaba en la lucha real era orginalísimo deponer las armas con las que esa lucha iba a librarse. Pero las amenazas revolucionarias de los pequeños burgueses y sus representantes democráticos no son más que intentos de intimidar al adversario. Y cuando se ven metidos en un atolladero, cuando se han comprometido ya lo bastante para verse obligados a ejecutar sus amenazas, lo hacen de un modo equívoco, evitando, sobre todo, los medios que llevan al fin propuesto y buscan ávidamente pretextos de derrota. Tan pronto como hay que romper el fuego, la estrepitosa obertura que anunció la lucha se pierde en un pusilánime refunfuñar, los actores dejan de tomar su papel en serio y la acción se derrumba lamentablemente, como un balón lleno de aire al que se pincha con una aguja.