Qué hacer con el capitalismo cuando eres joven
Cada vez más jóvenes se encuentran al borde del precipicio social. Según la OCDE, en España en septiembre del año pasado, el paro entre los menores de 25 años se situó en el 38,6%. En 2015, cuando se hacía la media anual de ingresos de los que consiguieron trabajo ese año, el 56% no llegaba siquiera al salario mínimo interprofesional. La temporalidad, la inseguridad laboral, que no garantiza el pago ni siquiera de la luz o el agua de una vivienda, impide en muchos casos la independencia económica de los hijos de sus padres.
Ser trabajador joven es hoy vivir en una cuerda floja entre el paro, la precarización y el adiestramiento profesional o universitario. La burguesía y la pequeña burguesía, se valen de la mano de obra juvenil precaria y en muchas ocasiones gratuita y semiesclava para salvar sus márgenes ante la incesante caída del consumo. Los ejemplos más grotescos, lejos de ocultarse, se enseñorean en los medios. Lo vimos en la «alta cocina» -alta en explotación- o cuando el Duque de Alba demandaba jardineros jóvenes dispuestos a trabajar gratis. Nos bombardean con excusas y tratan de culpabilizarnos hablándonos de la necesidad de que los jóvenes ganen experiencia y lo malo que sería para todos que el capital tuviera peores resultados. No debemos engañarnos. La miseria no es culpa nuestra y nuestra situación no es una normalidad que tengamos que aceptar con fatalismo.
Las 2 estrategias del capital
El capital español exige sangre joven y trabajo semiesclavo. El capital engrosado con cada ciclo de beneficios necesita a su vez producir nuevos beneficios y a falta de nuevos mercados -reales o ficticios, es decir, creados a base de crédito- eso solo puede conseguirlo aumentando la explotación. Hay dos formas de hacerlo.
La «ideal» según la propia burguesía es incorporar tecnologías que permitan producir más con menos horas de trabajo, es decir, aumentar la explotación relativa. En teoría eso permitiría aumentar salarios y aumentar los beneficios al mismo tiempo, pero solo a condición de que el mercado aumente también. Ese fue el motor de la expansión del capitalismo por todo el mundo durante el siglo XIX. Pero desde hace un siglo ya no quedan mercados «vírgenes». De hecho el capital español cada vez tiene acceso a menos mercados. La consecuencia inevitable es que la mejora tecnológica no produce subidas de la masa salarial pagada en total, sino desempleo.
La otra forma es simplemente pagar menos por hora trabajada, bajando salarios, firmando contratos por 4 horas que luego son de jornada completa, haciendo horas extras no remuneradas, etc. Cuanto menos capitalizado está un sector o una región, más urgente es esa necesidad de incrementar la explotación en términos absolutos. Por eso en España, el látigo de castigo de la juventud trabajadora es el sector servicios, el menos capitalizado de los grandes sectores.
Ninguno de estos dos caminos tiene nada que ofrecernos que no sea miseria y más explotación. Por eso la ofensiva contra los trabajadores está al orden del día. No es la política de un partido u otro, es la práctica común bajo un capitalismo que no solo es históricamente decadente, sino que radicaliza las consecuencias de esa decadencia día tras día.
Los resultados
El resultado inmediato solo puede ser precarización y desempleo. Una gran parte de la juventud ha engrosado las filas del paro. Lo que Marx llamó «el ejército de reserva del trabajo» tiene hoy un significado aun más dramático que entonces. En el capitalismo en expansión servía para evitar a los capitalistas súbitas subidas del salario. Les servía de colchón. Hoy es simplemente la expresión de la incapacidad de la burguesía para mantener a la sociedad creando valor bajo sus normas. A ellos, por supuesto, les gustaría poder explotar a más de nosotros, producir más valor, aumentar los beneficios. Pero no pueden simplemente porque el objetivo del capitalismo no es solo producir plusvalía, sino realizarla. Tienen que vender lo producido para que el valor «se realice». Y para eso harían falta nuevos mercados -que no existen- o acceder a mercados de otras burguesías -lo que es cada vez más difícil de conseguir e impulsa las tendencias a la guerra comercial y militar que vemos cada día desarrollarse en las noticias.
Huyendo de este callejón sin salida muchos jóvenes de clase trabajadora intentan refugiarse en la Universidad pública. Las instituciones universitarias, especialmente en las carreras de «Humanidades», son fabricantes de ideología. Construyen un imaginario ilusorio a medida de las necesidades de encuadramiento del estado y el sistema. Su objetivo es tanto amaestrar políticamente para normalizar la explotación cada día más desmedida, como adiestrar en las necesidades concretas de la máquina capitalista. Muchos jóvenes universitarios, hijos del proletariado, caen en la equivocación de sentirse especiales rodeados de ese «espíritu estudiantil» elitista que destilan desde las cátedras. Pero no hay alternativas reales para los hijos de los trabajadores. Una vez finalizados los estudios serán arrojados al penoso desierto del mercado laboral. Es en ese momento cuando los jóvenes proletarios se estrellarán con la cruda realidad. El ficticio velo infantil se rasgará, mostrándoles sin ambages que están condenados a sufrir la misma explotación que el resto de la clase.
¿Qué hacer?
Hoy nuestra clase, la única que puede poner fin a este sistema miserable, no se manifiesta todavía como una fuerza política independiente. Todo el espacio de resistencia parece estar ocupado por los que pretenden supeditar el trabajo al capital con los discursos más originales. Las ONGs nos venderán que somos unos privilegiados, las feministas que antes que trabajadores somos hombres y mujeres con intereses opuestos, los nacionalistas de todo pelaje que debemos «sacrificar nuestros intereses por el interés común» con el «oprimido» capital nacional...
Hoy por hoy hace falta valor para decir que no, que otro capitalismo no es posible, que lo que tenemos es que superar este sistema de una vez y que el comunismo queda por delante. Te sentirás solo. Pero la soledad es y ha sido siempre lo más ajeno a la lucha de los trabajadores. Por eso si decir «no» es el primer paso, el segundo es formarte, aprender a mirar con los ojos del futuro por el que luchamos para poder ser útil a las luchas que vienen y que te necesitan ya.
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