¿Qué está pasando en Ecuador?
Desafiando el estado de excepción proclamado la semana pasada, una multitudinaria «marcha indígena» tomó Quito obligando al gobierno a abandonar el palacio presidencial y finalmente, la capital. ¿Una revolución? ¿Otra revuelta popular sin rumbo ni destino?
¿Qué hay debajo?
El estallido de la guerra comercial ha hecho saltar por los aires los precarios equilibrios del «modelo exportador», semicolonial, que ha sido el modo de vida de los capitales nacionales en toda Hispanoamérica. Lo vimos en la «bolivariana» Venezuela, Nicaragua de Ortega y en Cuba post-castrista, pero también en la supuestamente «europea» y modélica Argentina de Macri y hasta en el gigante brasileño. Ningún país queda libre: la crisis frena ya las cifras peruanas y enseña los dientes en Chile. No es un ramillete de «crisis nacionales», es la expresión reflejada y deformada en las divisorias y facciones de cada capital nacional, de una misma crisis de largo aliento del capitalismo.
La crisis sin fin de un capital nacional inviable
Históricamente, en Ecuador, la debilidad del capital nacional ha sido proporcional al inmovilismo de los sectores de la vieja oligarquía financiera y agraria. Pero el aferramiento y dependencia del control del estado, solo sirvieron en realidad para multiplicar la crueldad y violencia de la batalla interna entre los distintos sectores de la clase dominante durante años, llevando a un verdadero agotamiento de las facciones en conflicto. La descomposición del viejo tejido de intereses de la burguesía ecuatoriana acabó propiciando en 2007 un realineamiento en torno a Correa de las facciones más internacionalizadas y una parte del aparato «duro» del estado. El periodo que siguió renovó y reforzó a toda velocidad las estructuras estatales y aprovechó un momento de alza de los precios internacionales para reflotar y modernizar el sector exportador. Pero también evidenció la imposibilidad de un desarrollo independiente de un capital nacional que era tan frágil que no solo expulsaba a la emigración a una parte masiva de la fuerza de trabajo sino que dependía de manera relevante de canalizar las remesas que enviaba de vuelta para equilibrar la balanza exterior. Visto desde hoy, los años Correa parecen un remanso de paz y capacidad de liderazgo en la conflictiva historia interna de la burguesía ecuatoriana, pero como se habría de ver pronto, ni el capital nacional había encontrado milagrosamente un lugar al sol del imperialismo mundial, ni las viejas cicatrices de la clase dominante estaban, ni mucho menos, cerradas.
Quedó claro con el intento de «vuelta» de Correa en 2017, que las alianzas habían sido temporales y que las facciones del poder empezaban a realinearse buscando nuevos aliados diferenciados en los imperialismos regionales y globales. Los ecos locales del colapso venezolano, con la llegada masiva de migrantes mostraron que el capital nacional ni siquiera tenía capacidad de explotar productivamente a una fuerza de trabajo cada vez más barata y precarizada que le llovía del cielo. Su único plan de rentabilidad pasaba por ajustes de gasto y una primera subida de las naftas con el único objetivo de reducir deuda y ganar atractivo para los capitales internacionales.
El «paquetazo»
Para enero de este año, la zozobra del capital ecuatoriano en los mercados internacionales era ya un hecho. El naufragio de la deuda pública en los mercados internacionales ahuyentaba a los especuladores y empujaba al gobierno a un alineamiento rápido con el FMI frente al que hasta ese momento había remoloneado.
En febrero el FMI prestó 4.600 millones a Ecuador. Y de aquellos créditos estos «paquetazos». Objetivo: pasar de los 3.600 millones de déficit a 1.000 en menos de un año. Primer paso: un día de trabajo más al año para el estado y fin de las subvenciones al combustible, bajo el cálculo de que el fin del subsidio produciría inmediatamente un ahorro de 1.000 millones al año al estado. El jueves, el galón de 3,79 litros de diésel pasó de 1,03 a 2,30 dólares y el de gasolina común de 1,85 a 2,40 dólares.
Primera andanada: la pequeña burguesía -tocada directamente en su viabilidad por la medida- tomó inmediatamente las calles, arrastrando a sus vástagos estudiantiles y una parte de los trabajadores. Poco faltó para que el sector «correista» se pusiera a la cabeza de la movilización del interior y los indígenas. Estado de sitio. Un centenar de heridos, 500 detenidos, el país paralizado y el gobierno en estampida, con el presidente intentando reconstruir el poder desde Guayaquil.
¿Esto va a algún lado?
A día de hoy estamos ante una «revuelta popular» en toda regla, es decir, la movilización de una buena parte de la clase trabajadora bajo la dirección de una pequeña burguesía que se aferra como un fetiche a la bandera nacional. Como ya vimos en Venezuela o en Nicaragua, a lo más que puede aspirar es a entregar el poder a una facción de la burguesía contraria al gobierno actual. Pero eso no va a hacer más viable el capital nacional, ni encontrar milagrosamente un lugar en el capitalismo global para el capitalismo ecuatoriano. El imperialismo en el capitalismo actual en decadencia es un juego de las sillas musicales que lleva ya muchas rondas y en el que el futuro de capitales nacionales frágiles como el ecuatoriano está muy lejos de un desarrollo hoy globalmente imposible.
No, bajo las banderas nacionales -las del capital nacional- no se va a ningún lado. Y bajo las de la pequeña burguesía insurreccionalista hablando del pueblo, aún menos. Que unos y otros recurran a las comunidades indígenas como fuerza de choque revela hasta qué punto son incapaces de imaginar un futuro de abundancia y libertades para todos. Nos invitan a mirar para atrás porque bajo su desespero no late otro futuro que un eterno presente de explotación y sacrificios malamente envueltos en la bandera nacional.
¿Hay que renunciar a enfrentar los ataques del gobierno? En absoluto. Pero hay que enfrentarlos como trabajadores, organizados como trabajadores -es decir, en asambleas abiertas, no en sindicatos que son parte del estado y se alinean con él poniéndonos a la zaga del pasado. Solo así tendremos las bases para imponer como economía una lógica distinta de cabeza a rabo: la de la satisfacción de las necesidades humanas. Participar de las algaradas de estudiantes y tenderos, corretear policías con los transportistas o sumarse a las mortecinas procesiones de los caciques subvencionados, nos reduce al único papel que la nación nos dio siempre: carne de cañón y comparsa sin voz ni mando. Ir detrás de ellos no hará más que alargar la agonía de un sistema que nos niega. Es hora de emanciparse.