¿Qué aprendimos de estos meses de pandemia y qué viene ahora?
Hoy en España ya no rige el estado de alarma. Para llegar aquí se dejaron de contar muertes, aunque siguiera habiéndolas, para luego, de golpe darles un estirón que, con todo, parece haber quedado muy por debajo de la cifra real seguramente, a día de hoy, sea más cercana a los 50.000 fallecidos. Una matanza en toda regla... que no ha terminado. A nivel global la enfermedad está en su pico, pero en Europa se reabren progresivamente las fronteras. Se quiere que todo aparente «normalidad» para que la acumulación retome ritmo, pero estamos muy lejos de nada parecido. Es hora de sacar algunas conclusiones y clarificar algunas perspectivas sobre lo que nos viene.
Lo que «pasó»
De las prisas, los bailes de cifras y las aperturas antes de tiempo de negocios hosteleros y fronteras quedan claras dos cosas: que el fin del confinamiento antes de tiempo costó vidas y que el objetivo sanitario siempre estuvo supeditado al miedo a dañar las inversiones.
De la experiencia en cada país queda claro que todas las formas de precarización y pauperización han sido claves para empeorar el impacto de la epidemia cargando el peso sobre la clase trabajadora mundial. Empezando por el desmantelamiento de los sistemas públicos de salud al que desde hace décadas han contribuido gobiernos de izquierda y derecha, siguiendo por el modelo de las residencias de mayores y terminando con la precariedad en el propio centro de trabajo. La correlación en los tres casos es tan directa y las causas tan claras que los centenares si no miles de huelgas y luchas que las han enfrentado en los hospitales y en las fábricas de todo el mundo han sido simplemente «borradas» de los medios de comunicación porque eran inapelables.
La pandemia ha hecho evidente en cada país la incompatibilidad entre las necesidades del capital y las necesidades humanas más básicas, comenzando por la necesidad de no contagiarse ni contagiar una enfermedad mortal y siguiendo por la necesidad universal de acceder a consumos básicos en una emergencia. El carácter anti-humano del capital como base de la organización social se ha visto en todos y cada uno de los países afectados. Por supuesto, capitales más débiles lo han mostrado con más crudeza e incluso entre los capitales relativamente más fuertes, como el italiano o el español, si tenían grandes inversiones en turismo han sufrido proporcionalmente más y eso se ha traducido en las bolsas tanto como en los focos y modos de sus planes de recuperación. Pero no ha habido excepciones. Basta ver la situación de la pandemia en EEUU, Japón o Gran Bretaña.
La epidemia nos ha dejado también tres lecciones tácticas importantes. La primera, evidente desde el primer momento: la absoluta imposibilidad de que nada parecido a la «independencia nacional» sirva en ninguna medida a los trabajadores. La epidemia es global y solo hubiera podido enfrentarse globalmente. Pero, segunda lección, al tensar la competencia entre capitales la epidemia ha acelerado también la competencia entre todos y cada uno de los estados y capitales nacionales. No hay uno solo que no haya mostrado su carácter imperialista. El resultado se ha dado a todas las escalas comenzando por el desmantelamiento de los ya escasos y sesgados sistemas multilaterales, siguiendo por la crisis de la UE y llegando hasta el paso de la guerra comercial a una fase de negociación comercial armada y el nuevo boom de las armas nucleares que acaba con el equilibrio atómico de los últimos 30 años. La nación y los «intereses nacionales», es decir, los intereses de todos y cada uno de los capitales nacionales son hoy tan abiertamente reaccionarios que su legado después de tres meses de pandemia no es otro que un continuo de guerras reavivadas y nuevos focos de conflicto armado desde Africa Occidental hasta al Mar de China y el Pacífico.
Este marco general que la pandemia ha hecho evidente sobre el carácter de la nación y el estado nacional en nuestros días, se materializa con inusitada radicalidad en la clase «patriota» por excelencia: la pequeña burguesía. La epidemia ha renovado y refrescado su revuelta quitando el poco pudor que quedaba a sus reivindicaciones. Caso por caso, país por país y sector por sector, desde la pequeña burguesía agraria a la industrial, desde los taxistas a la pequeña burguesía corporativa y financiera, su objetivo ha sido desde el primer momento acabar el confinamiento y exigir que se les diera vía libre legalmente para implantar condiciones agravadas de explotación. Han sido el ala burguesa más radical contra los trabajadores y más anti-humana en sus mensajes.
Lo que viene ahora
En España no han esperado ni un día para confirmar abiertamente lo que veníamos adelantando: viene un ataque al trabajo y las pensiones disfrazado de «negociación» europea. Los ansiados fondos europeos propuestos por Alemania y Francia son todavía una entelequia cuyas negociaciones no avanzan. De esperar fondos en junio han pasado a poner el horizonte en «enero o febrero». Y a pesar de todo resultan ser, sin saber sus términos, los que decidirán los «objetivos de la legislatura». Lo que ocurre en España no es muy diferente de lo que se dibuja en Francia y demás países europeos.
Desde el principio de la crisis fue haciéndose más claro que la llamada «reconstrucción» supondría un acelerón del «pacto verde», y no solo en Europa. La Agencia Internacional de la Energía sacó la semana pasada sus propios cálculos y objetivos: movilizar 3.000.000 de millones de dólares en tres años para elevar en 3,5 puntos el crecimiento del PIB global en 2023. Es decir, propiciar una transferencia de rentas gigantesca del trabajo al capital para reanimar la acumulación mediante un cambio «tecnológico» pagado con sobre-explotación por los trabajadores de todo el mundo.
Se hace más que previsible pues que se reanime la campaña ideológica verde a toda costa y toda potencia. En la «nueva normalidad» el estado tiene que dar una apariencia «progresiva» a las medidas y sacrificios impuestos para rescatar al capital nacional. Vuelven las nacionalizaciones y con ellas las mistificaciones sobre la «propiedad pública». Por lo mismo los movimientos identitarios impregnarán las políticas de estado y las campañas ideológicas: todo lo divisivo, todo lo que rompa a los trabajadores será estratégico porque ayudará a conjurar la única respuesta que realmente puede enfrentar la lógica de un capital herido.
Así que después de tres meses de desaparición pública, volverá el feminismo e intentarán consolidarlo como ideología de estado tras algunas batallitas contra sus herejías. Posiblemente intenten importar también el racismo -renombrado «racialismo»- del mundo anglosajón a los países en los que, siguiendo a Francia, la burguesía se definió en su día desde un modelo «universalista» basado en la ciudadanía. En países como España o Italia en los que la revuelta pequeñoburguesa tiende a manifestarse como conflicto territorial, el giro hacia el particularismo y el identitarismo es cada vez más tentador para la clase dirigente. Por un lado le sirve para absorber en sus partidos e instituciones sistémicas el conflicto con una pequeña burguesía cada vez más desbocada y delirante, por otro permite por ejemplo presentar la situación del proletariado agrícola como una cuestión racial separándola de la precarización general e impulsando a la pequeña burguesía migrante como «mediadora».
Pero no todo son jugadas desde el poder y tendencias impuestas por el capital. Invisible mediaticamente, desde el comienzo de la pandemia hemos vivido la mayor oleada de huelgas simultáneas en casi un siglo. Desde las maquilas mexicanas y los jornaleros en el estado de Washington al Donbass, desde el personal sanitario de los cinco continentes a los conductores de autobuses y las fábricas, las movilizaciones han levantado consignas que expresaban claramente la necesidad de imponer las necesidades humanas sobre las urgencias del capital y su rentabilidad. No les ha faltado coraje ni claridad de objetivos. Necesitan ahora sin embargo, entender qué necesitan para pasar de resistir a ganar.