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¿Por qué ya no se casan los príncipes con las princesas?

28/11/2017 | Historia

«Los príncipes ya no se casan con princesas» titulaba hoy El País. No es precisamente una novedad sino un hecho generalizado, pero es interesante: nos enseña mucho sobre la estructura y funcionamiento de la burguesía en el capitalismo de estado.

Antes del ascenso de la burguesía contemporánea y de la institución por ella de la idea de nación, los estados dinásticos europeos tenían una concepción patrimonial. El reino estaba formado por las propiedades tributarias de la corona y los matrimonios reales representaban alianzas, jerarquías y posibilidades de expansión. Todos matrimonio real implicaba alineamientos y equilibrios, nuevos derechos feudales y con ellos cambios en la corte, es decir, el grupo de poder más cercano al mando supremo del estado personalizado en el Rey.

En el siglo XIX, la Europa burguesa, a diferencia de las repúblicas americanas, tuvo que conciliar a la vieja aristocracia -cuyo poder derivaba de la propiedad de la tierra y el control del mundo agrario- con el estado al que estaba dando forma. No fue una conciliación siempre amorosa y suave. A través de sucesivas revoluciones, «primaveras de los pueblos» y amortizaciones, la burguesía sometió progresivamente a su imperio a las viejas clases dirigentes. Y como casi nunca tuvo fuerza para hacerlo de un modo rápido y decisivo, la forma del estado dominante en buena parte del siglo reflejó ese equilibrio inestable entre ambas clases en buena parte de Europa a través de una nueva fórmula: la monarquía constitucional. La fórmula era flexible: en algunos países como España, permitía encubrir el asfixiante poder de la aristocracia latifundista bajo formas «democráticas», en otros, como Gran Bretaña, vestían a la dominación aristocrático-burguesa con un relato histórico y una pompa que subrayaban la continuidad hacia atrás en el tiempo de la «comunidad nacional» que acababa de inventar y que era cada vez más fundamental para amortiguar el conflicto social. Pero tenía costes por supuesto. La monarquía no deja de ser una alta institución del estado y por mucho que se recortaran sus poderes los juegos de alianzas dinásticos no siempre coincidían ni se alineaban con las necesidade de unas burguesías nacionales cada vez más imperialistas.

Y hace ahora un siglo, llegó la Primera Guerra Mundial. Se trató de una gigantesca frontera histórica: marcó un punto de no retorno en el desarrollo imperialista, la entrada del capitalismo en su decadencia histórica, corroborada por la primera gran oleada revolucionaria proletaria. El capitalismo sobrevivió como una verdadera aberración histórica, desarrollando sus aspectos monopolísticos y su concentración al máximo. Se abría la era del capitalismo de estado, el desarrollo de las tendencias que Lenin ya había descrito a la fusión de las clases dirigentes en torno a la maquinaria estatal con el desdibujamiento inevitable de las viejas categorías ligadas a la propiedad. El resultado, por supuesto, ofreció variantes locales distintas desde España hasta Rusia pasando por EEUU y los nuevos estados «descolonizados», pero en lo esencial -organización de la clase dominante y estructuración de los intereses del capital- estamos ante un fenómeno similar.

¿Qué significó esto para la Monarquía como institución? No es de extrañar que la Primera Guerra Mundial acabara con la mayor parte de los estados dinásticos para siempre. No es solo que la burguesía viera en la república una forma de capear y desviar la oleada revolucionaria obrera con una «revolución democrática» pasada ya de fecha. Es que incluso la hasta entonces flexible «monarquía parlamentaria» tenía difícil encaje en el nuevo sistema.

El capitalismo de estado es en realidad un conjunto de mecanismos pensados para homogeneizar en lo posible a la clase dominante y someter al conjunto de intereses de la burguesía a un rumbo común, el impuesto por las necesidades del capital como un todo. Tanto es así que cuando las tensiones centrífugas son demasiado fuertes ya no tenemos solo conflictos internos, como hace un siglo, sino «estados fallidos».

La monarquía solo pudo sobrevivir como reliquia, bien eliminada del poder del estado y desterrada al cuché (como en Portugal) o por el contrario, bien imbricada en él. Es el modelo de los «reyes burgueses» holandeses y escandinavos al que incluso la rancia monarquía británica trató de imitar; es el «rey sin cortesanos ni nobles» que pretendió ser Juan Carlos I de España. En lo fundamental se trataba de eliminar de raíz la lógica dinástica de la estrategia del «negocio familiar» monárquico o limitarla a matrimonios con casas reales distantes sin palancas de poder en el territorio del estado ni jefatura del estado ligada a intereses imperialistas en conflicto. Porque a fin de cuentas, la Monarquía, en tanto que «Jefatura del Estado», no deja de ser una herramienta importante de la maquinaria estatal y la burguesía tiene todo el interés del mundo en mantenerla separada de las tentaciones de sus distintos jefes de facción.

¿Se imaginan que Hiro Hito se hubiera casado con la hija del presidente de Toyota? ¿Qué la reina de España fuera Ana Patricia Botín? ¿Qué la reina de Holanda hubiera casado con el consejero delegado de Phillips o ING? ¿Y creen que sería distinto con un heredero de Alba cuando los Alba se convirtieron en una de las grandes familias burguesas españolas? ¿Se imaginan que a consecuencia de un matrimonio entre príncipes Holanda y Bélgica o España e Inglaterra compartieran jefe del estado? Las distorsiones en el dominio de las respectivas burguesías y la inestabilidad se volverían inevitables.

Los «príncipes» ya no se casan entre sí porque no pueden. Por encima de ellos está la lógica del capitalismo de estado al que estorbaría la captura de «la más alta» institución del estado por un grupo de poder permanente. Si con alguien no puede casar un futuro monarca es con otro gran heredero.

Los verdaderos «matrimonios» de intereses en el seno del capitalismo de estado se dan en los consejos de administración, los grupos de interés y los ministerios. Lo demás estorba y puede ser fácilmente peligroso. Sería añadir inestabilidad al estado y colocar a una pequeña fracción de la clase dominante, la agrupada en torno a una familia determinada, por encima del complejo entramado de equilibrios que conforma hoy el tejido del poder de la burguesía. Como si los equilibrios y hasta la apropiación individual de la parte de plusvalía que va a los burgueses no fuera ya lo suficientemente dificultosa bajo el capitalismo de estado.

Reflexión extra: ¿Y la República?

Lo dicho hasta ahora debería llevarnos a reflexionar sobre el significado de la república como consigna política a día de hoy en países como España. A fin de cuentas sería poco más que una racionalización de una estructura que ya existe. Potencialmente no mucho más «revolucionaria» que eliminar la RAE. Un ahorro en pompa y propaganda atávica que sería seguramente destinado a formas más efectivas de promoción del poder establecido con falsa moralina meritocrática y democrática incluida.

¿Qué significan en realidad esas banderas tricolores? ¿Qué «rebeldía» es esa que cambia una franja de la bandera poniendo el gesto como si levantara un llamamiento a la insurrección? La República en el siglo XIX era una consigna progresista en la medida en que, en teoría, significaba apoyar a la burguesía para barrer de una vez a las clases feudales. Lejos de ser barridas, se fundieron en un largo proceso alrededor del estado sobre la base del capital financiero acumulado durante la primera guerra mundial. Si en algo estuvieron de acuerdo todas las fracciones de la burguesía, republicanos, fascistas y monárquicos, fue en someter y masacrar a los trabajadores.

No hay burguesía republicana progresista igual que no hay burguesía democrática progresista. Ningún adjetivo que pongamos detrás de la palabra «burguesía» va a cambiar su naturaleza y su significado histórico hoy. Lo único que nos pueden ofrecer unos y otros es más de lo mismo. Republicano o monárquico el estado capitalista atacará a los trabajadores igual. El capitalismo de estado y el desarrollo del imperialismo nos llevan a la barbarie. Que la guinda del viejo pastel envenenado del «estado democrático» la ponga un Monarca o un Presidente ni más ni menos electo que Macron o Trump, solo hace a la organización interna de la burguesía y los símbolos y colorines de sus banderas.