¿Por qué habláis de la guerra como un peligro presente?
Aunque no salga en las noticias de TV, una de las tendencias que más rápido ha crecido y se ha consolidado en el mundo durante los últimos tres años es el rearme general de los ejércitos: desde Marruecos hasta Japón, desde un Brasil que quiere ser gendarme continental a una Australia que quiere hacer lo propio en el Indico y el Pacífico.
El incremento de roces armados y escaramuzas directamente entre grandes potencias, más allá de las dimensiones de los combates entre fuerzas apoyadas por cada uno de ellos en distintos escenarios. Hablamos de blindados a tiros en Siria, bombardeos de artillería fronteriza o roces entre aviones de combate desde Alaska al Mediterráneo. El tipo de cosas que, cuando pasan de una cierta frecuencia, alertan de un cambio de fondo. Algo, que a fin de cuentas se refleja también en el nivel de violencia verbal en las relaciones oficiales. El tono actual hubiera parecido inimaginable entre países que no estuvieran en guerra abierta incluso durante la guerra fría. No se trata solo de que el fantasma de la guerra vuelva a estar presente como una distante y desagradable amenaza. La guerra, la perspectiva de una gran guerra que involucre a las grandes potencias, es ya parte de la conversación política normal en el mundo anglófono y en Asia lo es hace tiempo. En China se discuten en los medios incluso escenarios inmediatos y el ejército dice prepararse para un ataque militar antes de las elecciones presidenciales de noviembre en EEUU.
El acelerón que la crisis ha experimentado por las consecuencias económicas de la pandemia, lejos de parar las urgencias de los capitales nacionales las han exacerbado. Es cierto que la presión para exportar capitales bajo la forma de mega-proyectos como la nueva ruta de la seda china, se han re-escalado hacia abajo. Es lo propio de un momento en el que el capital se devalúa y en el que las perspectivas de rentabilidad en el exterior caen. Pero eso no quiere decir que el imperialismo se haya debilitado o reducido. Solo que se expresa sobre todo como una necesidad aun más exagerada de aumentar exportaciones para hacer rentable la producción nacional en cada país, hablemos de grandes potencias como Japón, de países semicoloniales como Argentina o de imperialismos medianos como España.
Esto no va de geopolítica, no es un fatalismo geográfico el que impulsa las tendencias a la guerra, sino necesidades del capital que moviliza para satisfacerlas todas las fuerzas sociales que organiza. Fuerzas que, llegado el momento, como vemos ahora en Malaca, son capaces de modificar incluso esa geografía. El imperialismo es una fase general del capitalismo, un determinado estado de desarrollo del capital a nivel mundial que aboca a cada capital nacional y al estado que lo organiza y representa, a luchar ferozmente por acceder a nuevos mercados para sus mercancías y encontrar aplicaciones rentables para sus capitales en el exterior. Da igual que sea el capital nacional de un país pobre o uno rico, grande o pequeño, de una democracia o de un ŕegimen totalitario, que sus gobernantes se presenten como liberales o como socialistas... Mientras la fuerza de trabajo se venda a cambio de un salario que nunca igualará el valor de lo producido, la demanda creada por el sistema será insuficiente para comprar toda la producción y realizar la plusvalía que le da sentido. Reducidos a poco en el PIB mundial los mercados pre-capitalistas -campesinado de subsistencia, artesanado, etc.-, la única opción para que la acumulación siga su paso será tirar la pelota adelante mediante créditos e intentar ganar a dentelladas en mercados de otros capitales nacionales nuevas bolsas de demanda y oportunidades de inversión. Es decir, mientras siga existiendo capitalismo, todos los capitales nacionales sentirán la misma urgencia. Estén dónde estén.
Y sin embargo...
Las fuerzas sociales movilizadas por el imperialismo parecen inalcanzables, fabulosas... y lo son. A fin de cuentas el capital dirige el conjunto de fuerzas productivas, incluida la más potente de ellas: los trabajadores. Por eso, todas esas fuerzas aparentemente incontestables son también tremendamente frágiles frente a las primeras expresiones de lucha de trabajadores. Lo hemos visto en Libia durante estos meses. No solo una lucha de clase germinalísima ha conseguido poner un alto a la guerra. Su persistencia lleva ahora incluso a las potencias detrás de cada bando, a actuar conjuntamente y arreglar a toda prisa las infraestructuras básicas que se aplicaron a destruir durante años, con tal de evitar su desarrollo. Es difícil encontrar una materialización más clara de la fuerza potencial de la clase trabajadora. Que la lógica del capital tiende a generar las condiciones para la guerra, es evidente. Que en las condiciones del imperialismo eso significa además un peligro evidente de generalización, incluso de una nueva guerra mundial, también. Pero que esa guerra estalle y sobre todo, se desarrolle depende, al final, de nosotros. Los trabajadores somos los únicos que podemos poner coto a las tendencias hacia la guerra y, si llega a estallar, ponerle fin, actuando como una única clase a ambos lados del frente.