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¿Por qué ha muerto Jamal Khashoggi?

19/10/2018 | Arabia Saudí

Esta mañana los forenses turcos peinaban un bosque a las afueras de Estambul buscando restos de Jamal Khashoggi. Hace tan solo tres semanas ningún periodista occidental que no fuera parte del exclusivo mundillo del poder de Washington podía reconocer su nombre. Jamal Khashoggi era uno de esos personajes a caballo de la diplomacia, los intereses comerciales, la inteligencia y el aparato mediático saudí. Colaborar como columnista ocasional en el Washington Post le daba una excusa para acceder como «periodista» a pasillos, despachos y eventos. Había base para ello, en Arabia había sido director general y editor en jefe de «Al-Arab», un canal de noticias 24hh y editor de «Al Watan». Como en todas las grandes familias de la región, empezando por los Saud que dan nombre al país, los negocios, la política, la religión y los medios, se intricaban en una única madeja de intereses que ligaba el capital nacional y el interés del clan familiar. Nada inusual en el ‎capitalismo de estado‎ al estilo de la península arábiga.

Porque Jamal era nieto nada más y nada menos que de Muhammad Khashoggi, el doctor personal del rey Abdulaziz Ibn Saud, el primer jefe de estado de Arabia Saudí. Los Khashoggi venían de Capadocia, Turquía, y formaban parte de la élite local llevada por el sultanato a todos los rincones del imperio otomano. Turcófilos reconocidos, sus negocios jugaron siempre en la red entre las antiguas provincias turcas -de Sudán a Asia Central- Washington y Londres. Recordemos que su tío Adnan Khashoggi supo ser el mayor traficante de armas del mundo, creando una red mundial que involucraba a buena parte de la clase política occidental y los servicios secretos de medio globo. O a su primo Dodi Al Fayed con viejos intereses en Alejandría, cuyas inversiones en Londres llevaron a un excesivo protagonismo y, según dijeron en su día los mentideros de la inteligencia, a un accidentado final junto a Diana de Gales. Es decir, Jamal Khashoggi estaba lejos de ser «un periodista» como púdicamente lo han presentado los medios. Jamal Khashoggi era una de las cabezas de un poderoso clan familiar que nace en los orígenes mismos del estado saudí y construyó su lazo histórico con Turquía y el Islam político no wahabí.

La ascensión de Erdogan y su reinvención, a la turca, del «Islam político» que incluye una alianza con los «hermanos musulmanes», suscitó no pocas simpatías en una familia que llevaba décadas haciendo negocios con ellos y éso se reflejó en su bastión mediático. Pero como no podía ser de otra manera, la ascensión hacia el trono del príncipe Salman en un crescendo bélico contra Irán, llevó a Jamal a un enfrentamiento cada vez más vivo con el príncipe heredero. Las acusaciones al joven heredero de «estar perdiendo el Norte» y de abandonar el «Islam político» al aliarse con Egipto, Emiratos e Israel en vez de con Turquía y Qatar en el nuevo mapa imperialista regional, le llevaron a finales de 2017 a abandonar Arabia Saudí y refugiarse en... Turquía.

La venganza turca

Turquía tras sufrir una verdadera andanada de guerra económica desde EEUU, había decidido ceder ante la exigencia original de Trump y liberar a un pastor protestante encausado. Estaba en un momento de debilidad, pinzada en Idlib por Rusia, humillada por Trump y con la economía destrozada. Y en éstas, el dos de octubre, Jamal Khashoggi entra en el consulado saudí en Estambul para arreglar los papeles de su nueva boda. Saldría cortado en trozos. Desde el primer momento Turquía denunció su desaparición, lideró la «indignación mundial» y gestionó la información que tenía, desde las cámaras de vídeo de su entrada a las grabaciones de audio de las torturas y finalmente, hoy mismo, los análisis forenses.

Mientras tanto, la relación entre Trump y los Saud estaba deteriorándose. EEUU necesitaba de Arabia Saudí un aumento de la producción petrolera para que su estrategia de estrangulamiento de Irán funcionara. Pero Salman necesitaba dinero para financiar la rapidísima expansión imperialista, insostenible según el FMI, con precios bajos.

Trump, envalentonado por la humillación turca, estallaba ante el remolón príncipe árabe declarando que los Saud no durarían en el trono «ni dos semanas» sin su apoyo. Erdogan tenía una llaga sobre la que presionar. La gestión con cuenta gotas de la información sobre el destino de Khashoggi le sirvió para desmontar una a una las respuestas mediáticas filtradas por los Saud.

La respuesta de Salman ante la amenaza de sanciones americanas si se probaba el asesinato, fue amenazar con represalias. Por primera vez, la relación entre EEUU y los saudíes amenazaba ruptura. La bolsa de Riyad perdía en horas los beneficios del año. Menos mal que estaba Erdogan para «ayudar», desplazando al príncipe Salman y hablando directamente con su padre. El camino estaba marcado para Trump. Mike Pompeo viajó a Ankara a conocer la información turca antes de que su presidente tuviera que contradecirse más. En pago Erdogán, obtenía el fin de algunas de las sanciones estadounidenses y fondos «para investigar». «Los saudíes son socios comerciales demasiado importantes», declaró Trump.

El miedo a Salman podía hacerse explícito, Erdogan aparecía como su contrapeso. Kuwait firmaba un tratado de cooperación militar con Turquía y los medios se preguntaban si Salman podría ya llegar a heredar mientras analistas de todo el mundo declaraban al príncipe «poco confiable». La venganza de turcos y cataríes está culminando. Con Salman debilitado, tal vez apartado del trono, han sabido usar a Trump como una fuerza de la naturaleza maleable a través de su capacidad de crear noticias globales; no solo a través de Aljazeera y Hurriyet sino poniendo en marcha todos los medios en los que participan directa o indirectamente en Europa, como PRISA. Así se explica que mientras ocho millones de personas pasan hambre en Yemen por los bombardeos y el bloqueo militar saudí-emiratí y miles de familias intentan huir en pateras hacia Africa, un solo muerto, un supuesto «periodista», agite el tablero mundial. En Yemen todos tienen parte, el culpable es el imperialismo como un todo, el de todos, desde Irán a EEUU. Un individuo asesinado tiene un solo responsable final y permite crear una «indignación mundial» manejable.