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25/05/2019 | Historia

El capitalismo de estado estadounidense es seguramente el que ha dado un papel menos relevante a los sindicatos en su arquitectura institucional y política. A diferencia de los fascismos -de Italia a Argentina- y de los modelos de postguerra -del stalinista a los llamados «estados del bienestar» europeos- apenas les otorga un papel secundario. Para entender la causa, que es a su vez origen de tantas diferencias en el discurso político y la justificiación y forma de reparto de las coberturas sociales, tenemos que remontarnos a la crisis de 1929 y la segunda guerra imperialista mundial.

Cuando estalla la crisis del 29 no existen sindicatos «de clase» masivos en EEUU. Las industrias de mayor crecimiento -automoción, minería, siderometalurgia- siguen sin tener organizaciones «de industria» con capacidad de encuadramiento similar a sus equivalentes europeos. La burguesía norteamericana, que ya había empezado a evolucionar a toda velocidad hacia el ‎capitalismo de estado‎ con Hoover, acelera el proceso con Roosevelt y su «New Deal». El empeño pasará por encuadrar a los trabajadores en sindicatos «representativos» empoderados e inflados desde el gobierno. En 1933 se consagra legalmente la negociación colectiva y en 1935 la «National Labor Relations Act» (conocida como «Wagner Act») consagra el «armonismo» rooseveltiano obligando a las empresas a negociar «de buena fe» con cualquier sindicato apoyado por la mayoría de sus trabajadores. El nuevo marco impulsa a los sindicatos a afiliar masivamente a trabajadores no especializados y las huelgas se normalizan durante los 30 y hasta el comienzo de la segunda guerra imperialista. Todo parece indicar que EEUU se encamina a un ‎capitalismo de estado‎ en todo similar en lo que hace al protagonismo sindical, al de los países europeos.

El primer gran golpe al poderío sindical vendría en plena guerra imperialista, en 1943, con la «Ley de Conflictos Laborales durante la Guerra» de 1943. La ley había sido propuesta por dos congresistas demócratas pero venía apoyada fundamentalmente por la «Asociación Nacional de Fabricantes» (NAM), que esperaba así detener las huelgas. La ley incorporaba además la prohibición de que los sindicatos dedicaran fondos a apoyar candidatos en las elecciones y aunque se derogó a los seis meses de acabar la guerra, esta disposición en particular se incorporó a la Ley Taft Hartley de 1947 que sigue en vigor hasta el día de hoy. Esta prohibición no afectaba a la AFL, el viejo gran sindicato de oficios, que se abstenía de toda acción política, pero sí a CIO («Congreso de Organizaciones Industriales») que firmaba congresos de empresa y sector.

La CIO era un sindicato vinculado al partido demócrata y comprometido en la defensa del «New Deal». Apoyó por ejemplo a la «Junta Nacional de Relaciones Laborales» (NLRB), el órgano estatal nacido del «New Deal» y encargado de hacer cumplir los acuerdos salariales en cada industria para evitar la «competencia desleal» entre empresas. La AFL en cambio se opuso, pues veía como la tendencia homogeneizadora de las condiciones de trabajo, inherente al capitalismo de estado y acelerada por esta institución, llevaba a anular convenios de oficio con validez en una única empresa, que firmaban sus sindicatos afiliados.

LA CIO había creado ya en 1942 -año de elecciones legislativas- un «PAC» (Comité de Acción Política) para canalizar fondos del sindicato a candidatos demócratas sin hacerles donaciones directamente, un camino que le serviría para esquivar la prohibición legal de financiar campañas a partir de 1943. Sin embargo el resultado de estas elecciones se interpretó como un golpe al «New Deal» y con él a la CIO. Un golpe que se vería reforzado en 1945 con la abolición de la «Junta Nacional de Trabajo de Guerra». Los sindicatos habían sido un puntal del esfuerzo bélico y la Junta era la cúspide de esa colaboración. Su disolución les abocaba a un papel mucho menos relevante en la reconstrucción. El presidente del sindicato, Philip Murray, después de consumada, afirmó, «no había nada que pudieras hacer con el gobierno, de repente pasabas a estar donde estabas antes de la guerra».

A pesar de la prohibición legal y del esfuerzo sindical por evitar las huelgas, los años 44 y 45 vieron un nuevo despertar de los movimientos huelguistas independientes. Ante la impotencia sindical para contenerlo, el presidente Truman -que había sucedido a Roosevelt- amenazó con una ofensiva directa contra los derechos laborales: «Los ataques subversivos a la producción esencial son las amenazas más graves para el éxito permanente de la Carta de Derechos del Trabajo». La tal Carta, la «Wagner Act», garantizaba el derecho a la huelga y éste era un peligro evidente para la guerra, insostenible sin un proletariado sumiso y bien encuadrado.

La posguerra tampoco empezó de forma fácil para los trabajadores. La desmovilización masiva y el fin de la demanda bélica incrementaban el paro mes a mes. El gobierno impulsaba la inflación para liberarse de la carga de la tremenda cantidad de deuda emitida para financiar el esfuerzo bélico. La cotidianidad de los trabajadores se desarrollaba entre el desempleo, la inestabilidad, la precarización y unos salarios reales a la baja. El descontento no se limitaba al gobierno sino que empezaba a extenderse a un aparato sindical deudor de un «New Deal» cuyas promesas no parecían cumplirse nunca.

Los economistas de los sindicatos habían llegado a la conclusión de que un aumento salarial del 30% era lo que los trabajadores necesitaban para compensar la reducción de horas contratadas y la inflación, así que tomaron esa bandera. Tan pronto como se derogó la «Ley de Conflictos Laborales durante la Guerra», propusieron un aumento de salarios al gobierno a cambio de la promesa de no hacer huelga durante un año. Pero el gobierno no aceptó. La CIO, reaccionó entonces al creciente rechazo por los trabajadores, poniéndose a la cabeza de las huelgas, aunque estallaran muchas veces sin su concurso. Una de estas huelgas fue la del «Sindicato de Trabajadores de la Industria Automotriz» (UAW) de 1945-1946, en la que 320.000 trabajadores de General Motors se declararon en huelga reivindicando la subida del 30%. Además, 750.000 trabajadores siderúrgicos hicieron huelga durante 25 días. Y 400.000 trabajadores del «Sindicato de Trabajadores Mineros de América» (UMWA) terminaron cerrando la industria del carbón. Por si fuera poco 250.000 ingenieros y ferroviarios hicieron huelga durante dos días, lo que precipitó una crisis nacional, y hubo muchas otras huelgas salvajes a lo largo de 1945 y 1946.

En 1946, el Congreso tiene mayoría republicana. La burguesía americana da por inminente una nueva guerra, ahora con Rusia y cree que ha llegado el momento de «disciplinar» de nuevo a los trabajadores. Las huelgas se descalifican como producto del «comunismo» y el «New Deal» se critica por dar demasiados «privilegios» a unos sindicatos que crean más problemas de los que arreglan para el capital. En 1947 se aprueba la Ley Taft-Hartley: se restringe el derecho de huelga y se prohiben entre otras cosas las huelgas salvajes, los convenios y huelgas que restringen la contratación a afiliados sindicales, las huelgas de un sindicato contra otro y las huelgas de solidaridad. La misma ley refuerza el control ideológico de los funcionarios públicos bajo los nuevos parámetros de la guerra fría: los miembros de la «Junta Nacional de Relaciones Laborales» (NLRB) son obligados a prometer lealtad cada año y tienen que hacer una declaración jurada de no ser comunistas.

Toda esta ofensiva está orientada contra los trabajadores, cuyas luchas han puesto a la defensiva a un capital cada vez más orientado a la guerra. Pero, dentro del estado, el golpe lo reciben en primer lugar los sindicatos. Su incapacidad para mantener disciplinados a los obreros en los años finales de guerra y su activismo salarial en la recuperación, habían hecho que el horizonte que Roosevelt les había dado, pasara a considerarse como prescindible por la burguesía. Visto desde la burguesía norteamericana los sindicatos no garantizaban la «paz social» en tiempo de guerra porque no tenían un control real de los trabajadores de todos los sectores productivos y cuando intentaban obtenerlo era a base de aumentar una conflictividad que tampoco estaban por admitir en vísperas de una nueva guerra mundial.

Por supuesto, el ‎capitalismo de estado‎ no retrocedió un ápice, solo se dio por obsoleta la cáscara rooseveltiana de armonismo social. La omnipresencia de lo que acabará llamándose guerra fría, toma cada vez más protagonismo. Son años de desarrollo enloquecido del ‎militarismo‎ al punto de que el poder sobre el aparato político del «complejo militar-industrial» llega a asustar al mismísimo presidente Eisenhower.

El resultado final diferenciará los discursos del aparato político estadounidense del europeo. En Europa, el papel central de los sindicatos en el estado atribuirá al «diálogo social» las «conquistas» del «estado del bienestar» que se levanta durante la reconstrucción. Es el famoso «consenso socialdemócrata». En EEUU sin embargo, la ausencia de unos «sindicatos fuertes» en el aparato estatal durante los años de la reconstrucción, llevará a los demócratas a sustituir el discurso del «bienestar» por la «defensa de las minorías» como articulador discursivo del sistema de reparto de rentas públicas entre la clase trabajadora. Los republicanos, por su lado, harán del rechazo de los sindicatos parte esencial de su posicionamiento.