¿Por qué el autoritarismo estatal crece de forma irrefrenable?
La corrupción es una parte integral del reparto de plusvalías el seno de la burguesía en el capitalismo de estado. Durante estos años lo que ha aumentado no es la corrupción, sino su uso como arma arrojadiza entre fracciones de la clase dominante.
Hemos visto purgas gigantescas que han cambiado siglas y renovado clases políticas enteras como el «Mani pulite» en la Italia de los noventa; hemos visto reformas y leyes «anticorrupción»; hemos visto incluso castigos ejemplares. Pero en cada caso, pasaban indefectiblemente dos cosas:
- Cuando se llegaba a cierto punto, el estado mismo amenazaba con saltar por los aires y reculaba. Cuanto más frágil era el estado en el mapa global del imperialismo, antes se llegaba a esa línea roja, como vemos ahora con México.
- Al cabo de cierto tiempo los casos de corrupción que se hacían públicos «se multiplicaban» de nuevo
Con un capitalismo que tiene cada vez más dificultades para convertir la explotación en beneficios, los conflictos en el seno de la clase dominante se van a multiplicar, no van a amortiguarse.
De hecho esta tendencia no se limita al interior de la burguesía, se va a hacer cada vez más extensiva al bloque de clases que el estado aglutina y alimenta. Por ejemplo, es evidente en el caso español que la pequeña burguesía local tiene cada vez más difícil encaje, como vimos en la cuestión catalana. Pero no es un caso único, incluso la jacobina Francia, modelo canónico de «construcción nacional», ve como las tendencias separatistas de algunas de sus pequeñas burguesías regionales se acentúan día a día.
En los países más débiles, como vimos en Venezuela o vemos ahora en Honduras, el conflicto entre las facciones del poder pasa cada vez más rápido a un nivel que hace difícil si no imposible, gestionarlo dentro del juego y las ficciones de la democracia representativa.
Añadamos a todo esto el incremento de las tensiones imperialistas que obedecen a la misma carencia de mercados y usos rentables del capital. Es obvia y brutal en la periferia, pero las grandes potencias se asoman cada vez más temerariamente a la «salida» bélica. Y si nos asomamos a las potencias «medias» como Francia, por no hablar de la Gran Bretaña post-Brexit vemos que nadie queda fuera. Esta misma semana los rifirrafes entre May y Trump han dejado claro que la fragilidad británica aboca al estado isleño a posiciones internacionales cada vez más agresivas.
Es cierto que el capitalismo de estado comprime el conflicto entre las facciones de la burguesía, pero solo puede amortiguarlas en la medida en que la apropiación de rentas por la burguesía pueda seguir creciendo. Con la producción prácticamente estancada o en retroceso en decenas de países, el capitalismo se ha convertido en una versión sangrienta del juego de las sillas musicales. No es de extrañar que fracciones enteras de la burguesía coqueteen, se alíen o se confundan con el submundo de la criminalidad organizada en los países más débiles ni que en los centrales, tengan cada vez más tentaciones de apoyarse en imperialismos ajenos.
Y si todo esto ocurre en el seno de la burguesía en el poder y las clases que le son más cercanas, es evidente que el incremento de la lucha de clases entre la burguesía y su estado por un lado y los trabajadores por otro está en el horizonte inmediato.
La respuesta autoritaria
Por todo esto, la tendencia espontánea de las clases dirigentes es fortificar el estado, hacerlo cada vez más autoritario y disciplinar a la burguesía proporcionalmente al grado en el que aumenta el conflicto entre clases para mantener el orden en sus propias filas y forzar el encuadramiento patriótico de los trabajadores. Valgan Hungría o Polonia de ejemplos francos y cercanos, pero no olvidemos la «ley mordaza» española, la normalización del estado de excepción y la militarización del espacio público en Francia o el control obsesivo de los movimientos y las comunicaciones en Gran Bretaña o EEUU.
Salpíquese el resultado con notas de color traídas de una tradición puritana empeñada en que muramos sanísimos, la «identity politics» fabricada en las universidades anglosajonas (y su inverso trumpista «políticamente incorrecto»), el cibercontrol individualizado en nombre de la soberanía o las tradicionales gimnasias de disciplinamiento del capitalismo estado (desde el ahorro de agua al «reciclaje» doméstico) y tendremos el cuadro de un autoritarismo en el que, como decía Sarkozy, el mundo será mejor porque hasta los niños se pondrán en pie al entrar la autoridad en la sala.
¿Hasta dónde?
La burguesía confía en la estrategia de la rana en el agua caliente. Si le funcionara impunemente y los trabajadores cayeran en el juego de la falsa alternativa entre lo democrático y lo autoritario, la meta volante serían las pensiones pero la meta final evidente del desarrollo autoritario y totalitario del estado sería la guerra.
Están trabajando por ello desde luego. Paradójicamente el desarrollo del autoritarismo hará inevitable, como hemos visto en Cataluña, que muchas batallas internas de la burguesía o entre esta y las pequeñas burguesías rebeldes, tomen banderas democráticas, «antiautoritarias» o incluso antifascistas. Tomar bando por cualquiera de ellas, significaría aceptar la derrota antes de dar la batalla. El autoritarismo, como en su día el fascismo, es solo una «solución» posible para la burguesía. El anti-autoritarismo o el antifascismo son la otra. Su éxito, nuestra derrota, sería que aceptáramos luchar por cualquiera de ellas en lugar de hacerlo por nuestras necesidades como trabajadores, de forma independiente y con objetivos propios.