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07/04/2018 | Historia

El 13 de mayo de 1968 estalla en Francia una huelga de masas que se extiende por todo el país y rompe el control sindical. El país queda paralizado durante semanas. La burguesía entra en pánico al encontrarse con el fantasma de la revolución de cara. La huelga, su rapidez, su extensión y el tipo de conversaciones que abre, toman por sorpresa a la izquierda y especialmente al PCF y la CGT que llamarán una y otra vez a la vuelta al trabajo y la «normalidad» sindical y electoral. La burguesía de estado francesa no parece tener en quién apoyarse. El movimiento se replegará tras constatar su potencia y su soledad. La burguesía, que no supo ganar en su día, recuperará poco a poco el relato utilizando el movimiento paralelo de los estudiantes hasta eliminar a los trabajadores y a las huelgas de la memoria oficial.

Bajo las luchas y las toneladas de folklor estudiantil pequeñoburgués con las que invisibilizaron su recuerdo, el ciclo de acumulación de la reconstrucción postbélica estaba llegando a su fin. Para la mayoría de los contemporańeos, parecía lógico que trabajadores volvieran a la escena histórica y nadie esperaba nada distinto de una escalada. Y de hecho fue lo que pasó... Desde el «Cordobazo» en Argentina hasta las concentraciones obreras de los Urales en la Rusia stalinista pasando por la Europa «socialdemócrata» y la España de «la Transición» una ola de combates de clase, que a menudo rompen el marco sindical, recorre el mundo. La burguesía recordará los setenta como «la peor década», todavía hoy se duele la BBC recordando que incluso en Gran Bretaña «seguramente nunca hasta entonces el establishment político había parecido tan impotente e irrelevante».

Un caso emblemático es Polonia, entonces una dictadura de partido único stalinista bajo el ala del imperialismo ruso. En 1970 primero, 1976 después y finalmente en agosto de 1980 el movimiento huelguista y asambleario va ganando progresivamente batallas de cada vez más nivel de confrontación. El el 70 son salarios y abastecimientos. Cuando el estado cede las huelgas se consideran un triunfo pero la inflación se comerá los resultados. En el 76 la huelga arranca ya con reivindicaciones políticas contra el régimen, conscientes de que la pura reivindicación salarial no garantiza ningún resultado estable. En el 80 el movimiento será capturado por la ilusión democrática materializada en un sindicato «independiente», «Solidaridad», dirigido por Walesa, al parecer un agente de los servicios del estado stalinista y apoyado por el bloque americano en pleno con el Papa a la cabeza. Pero en Polonia, como en España, Argentina y todo el mundo, la «reforma democrática», la llegada de «la izquierda al poder» y todos los mensajes que trataban de contener las luchas en el apoyo a cambios del aparato político del estado, no llevan más que a la destrucción de condiciones de vida y al comienzo de la precarización masiva.

Son las «reconversiones» de los ochenta, la época de los cierres en Europa y EEUU de industrias enteras como la minería, el naval o la siderometalurgia que habían sido emblemáticas del capitalismo industrial. Los sindicatos organizarán y oficiarán el funeral. En algunos casos emblemáticos como la huelga minera británica de 1984-85 optarán por la «radicalidad», es decir gritar más fuerte o más violentamente el deseo vacío de volver a los años de la postguerra mundial. El mensaje resultante es evidente: las luchas no tienen sentido dentro del marco empleo-salarios cuando el capital no es rentable. La derrota de los mineros en Gran Bretaña, de los controladores en EEUU o de las grandes huelgas de la reconversión en España sirven para dejar claro que el planteamiento sindical clásico es simple y llanamente utópico.

Los sindicatos empiezan entonces a llevar las huelgas hacia «el mal menor», la negociación de despidos y presentar la «razonable» supeditación de las revindicaciones a la rentabilidad del capital: «no tiene sentido pedir lo que la empresa no puede dar». Pero aquí estaba toda la cuestión. El movimiento mundial de clase que había empezado a enfrentar la trampa de la inflación elevando las luchas contra el aparato político del estado, debía pasar de ahí, de la impotencia de la búsqueda sindical del acomodo con el capital, a enfrentar con igual claridad la lógica de la rentabilidad, la ley del valor capitalista.

Pero era un salto imposible. El peso de la contrarrevolución rusa seguía operando de una manera muy material: el imperialismo «soviético» y su capitalismo de estado. ¿Qué sentido tenía llevar las luchas más allá si los horrores de la explotación del capital estatalizado bajo la dictadura stalinista «demostraban» que en realidad no había más allá posible? Son los años del «puede estar bien para países atrasados» pero en Argentina/España/Francia no vamos a ganar nada siendo más pobres». El resultado es casi inmediato y culmina a finales de la década cuando el colapso del bloque soviético permita el paso a una abrumadora campaña global sobre «el fin del comunismo». De los noventa en adelante el proletariado desaparece como sujeto político en el relato histórico. Los propagandistas de la burguesía hablarán incluso de un «fin de la historia» y venderán «nuevos sujetos» interclasistas como sustitutos de una clase supuestamente «muerta».

No fue el «triunfo del capitalismo y la democracia», ni la «solución de las crisis», lo que derrotó al movimiento de clase. El capitalismo sigue sin desarrollo real, condenado a reinventar una y otra vez modelos especulativos, imponernos una precarización cada vez más extrema y llevar a la sociedad entera hacia la guerra. Tampoco fue la «pérdida de la fe» en la revolución, tan llorada por el izquierdismo. Fue una dificultad ideológica mucho más básica pero que es central a la definición de la clase: la confianza en que las propias necesidades, las necesidades humanas universales, pudieran servir de principio rector de una sociedad nueva.

Esa sigue siendo, a día de hoy, la piedra de toque para el desarrollo de la conciencia de clase. Si se rechaza hablar de la posibilidad de que las necesidades humanas genéricas puedan servir como principio organizador de la sociedad; si somos incapaces de aceptar la mera imaginación de una sociedad de abundancia, no hay lucha que no nazca castrada, taponada por el techo invisible de la propia debilidad general de la clase para verse como vanguardia de un mundo nuevo.

Lo que demostraron las luchas de finales de los sesenta hasta los noventa es que el capitalismo actual es imposible obtener mejoras que perduren en el tiempo y cambiar el estado de cosas actual dentro de la lógica del capital. La perspectiva de la abundancia no es un distante e inalcanzable decorado de fondo, es un elemento fundamental en cada paso de ese proceso sin el que es imposible llevar adelante ninguna lucha en el tiempo. El proletariado solo puede existir como clase en tanto que se mueva hacia una sociedad de abundancia, el comunismo, guiado por el propio carácter global de su existencia y la naturaleza universal de sus necesidades.

la resistencia cotidianahacernos tomar banderas nacionales. Tenemos que introducir la perspectiva de la alternativa de clase con todas sus luces y sin ninguna vergüenza o timidez en todos los campos, perspectiva del desarrollo concreto de las luchas. De nada serviría repetir el ciclo de luchas de los setenta y ochenta para llegar al mismo y desmoralizador callejón sin salida. No solo tenemos que alimentar las conversaciones que contrarían los machacones mensajes desde el poder, las tentativas constantes de dividirnos y