

Asamblea de trabajadores de Roca, Barcelona, en «huelga salvaje» -rechazada por los sindicatos- en 1977.

El colapso de las huelgas en EEUU comienza en los ochenta y se proyecta hasta la gran crisis de 2008.
Los sindicatos empiezan entonces a llevar las huelgas hacia «el mal menor», la negociación de despidos y presentar la «razonable» supeditación de las revindicaciones a la rentabilidad del capital: «no tiene sentido pedir lo que la empresa no puede dar». Pero aquí estaba toda la cuestión. El movimiento mundial de clase que había empezado a enfrentar la trampa de la inflación elevando las luchas contra el aparato político del estado, debía pasar de ahí, de la impotencia de la búsqueda sindical del acomodo con el capital, a enfrentar con igual claridad la lógica de la rentabilidad, la ley del valor capitalista.
Pero era un salto imposible. El peso de la contrarrevolución rusa seguía operando de una manera muy material: el imperialismo «soviético» y su capitalismo de estado. ¿Qué sentido tenía llevar las luchas más allá si los horrores de la explotación del capital estatalizado bajo la dictadura stalinista «demostraban» que en realidad no había más allá posible? Son los años del «puede estar bien para países atrasados» pero en Argentina/España/Francia no vamos a ganar nada siendo más pobres». El resultado es casi inmediato y culmina a finales de la década cuando el colapso del bloque soviético permita el paso a una abrumadora campaña global sobre «el fin del comunismo». De los noventa en adelante el proletariado desaparece como sujeto político en el relato histórico. Los propagandistas de la burguesía hablarán incluso de un «fin de la historia» y venderán «nuevos sujetos» interclasistas como sustitutos de una clase supuestamente «muerta».No fue el «triunfo del capitalismo y la democracia», ni la «solución de las crisis», lo que derrotó al movimiento de clase. El capitalismo sigue sin desarrollo real, condenado a reinventar una y otra vez modelos especulativos, imponernos una precarización cada vez más extrema y llevar a la sociedad entera hacia la guerra. Tampoco fue la «pérdida de la fe» en la revolución, tan llorada por el izquierdismo. Fue una dificultad ideológica mucho más básica pero que es central a la definición de la clase: la confianza en que las propias necesidades, las necesidades humanas universales, pudieran servir de principio rector de una sociedad nueva.
Esa sigue siendo, a día de hoy, la piedra de toque para el desarrollo de la conciencia de clase. Si se rechaza hablar de la posibilidad de que las necesidades humanas genéricas puedan servir como principio organizador de la sociedad; si somos incapaces de aceptar la mera imaginación de una sociedad de abundancia, no hay lucha que no nazca castrada, taponada por el techo invisible de la propia debilidad general de la clase para verse como vanguardia de un mundo nuevo.Lo que demostraron las luchas de finales de los sesenta hasta los noventa es que el capitalismo actual es imposible obtener mejoras que perduren en el tiempo y cambiar el estado de cosas actual dentro de la lógica del capital. La perspectiva de la abundancia no es un distante e inalcanzable decorado de fondo, es un elemento fundamental en cada paso de ese proceso sin el que es imposible llevar adelante ninguna lucha en el tiempo. El proletariado solo puede existir como clase en tanto que se mueva hacia una sociedad de abundancia, el comunismo, guiado por el propio carácter global de su existencia y la naturaleza universal de sus necesidades.
Por eso la tarea hoy de los revolucionarios va mucho más allá de aportar a la clase una perspectiva del desarrollo concreto de las luchas. De nada serviría repetir el ciclo de luchas de los setenta y ochenta para llegar al mismo y desmoralizador callejón sin salida. No solo tenemos que alimentar las conversaciones que contrarían los machacones mensajes desde el poder, las tentativas constantes de dividirnos y hacernos tomar banderas nacionales. Tenemos que introducir la perspectiva de la alternativa de clase con todas sus luces y sin ninguna vergüenza o timidez en todos los campos, desde la moral comunista a la posibilidad y realidad de la alternativa, pasando por la resistencia cotidiana.