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05/11/2017 | Fundamentos

La segunda mitad de los 80 demostró a millones de trabajadores en todo el mundo que las formas de lucha sindical llevaban una y otra vez a un callejón sin salida.

Era una lección importante y por lo mismo peligrosa. Churchill, uno de los dirigentes más cínicos y criminales que tuvo la burguesía del siglo XX, dijo una vez que en una guerra -y la lucha de clases no es otra cosa que una guerra social- la verdad es tan valiosa que hay que escoltarla de un regimiento de mentiras. Desde luego para la burguesía es así y así lo muestra y transpira continuamente.

Así que, desde principios de los noventa, la burguesía lanzó en todo el mundo una campaña sobre «el fin del comunismo» que intentaba agregar a la impotencia generada por la experiencia de las huelgas sindicales la duda sobre el sentido general de la lucha de clases: ¿Para qué luchar si las luchas no pueden llevar a nada bueno? Tan solo para defenderse cuando cierran, venden o deslocalizan la empresa, claro, el terreno favorito de los enterradores sindicales.

Pero la ofensiva de los 90 tenía aun más filo que eso. Una parte muy importante de ella fue negar la importancia social de la clase trabajadora, o incluso su mera existencia.

En el relato dominante, la súbita ausencia del único sujeto histórico capaz de superar el capitalismo se suplió con «identidades» (étnicas, de género, locales, etc.) -en realidad otras tantas capas de la pequeña burguesía- luchando por cuotas, «reconocimiento» y un lugar bajo el sol de la estructura de mandos y burocracias del estado y las grandes empresas.

La sociedad se representó, cuando la crisis fue ya innegable, desde la categoría de «los ciudadanos» que, pretendidamente iguales, se llamaban a defender «la democracia» frente a la conspiración de «los de arriba». Como no podía ser de otra manera, identidades y sociedad-ciudadanía, se definían dentro de la nación como sus elementos constitutivos y sus protagonistas últimos. De ese modo, ignorando el carácter global del capitalismo y sus conflictos imperialistas, se pudo presentar luego la soberanía nacional como la última trinchera de la «ciudadanía» y la «democracia», incluso -para los más pardillos- como el puente hacia «algo distinto».

Pero la realidad es tozuda. Las clases están ahí y cada vez son más los que se dan cuenta de que nunca dejaron de estar. Y sin embargo, la confusión creada por décadas de propaganda sigue afectándonos. ¿Quiénes forman la clase trabajadora? ¿Qué es la burguesía? ¿Qué fueron y qué son los «campesinos»?

El proletariado de hoy

La clase obrera ha cambiado notablemente de composición y estructura, se le han incorporado nuevas capas que antes no formaban parte de ella y, si bien -salvo países como China o Alemania- ya no se concentra mayoritariamente en grandes fábricas, se haya distribuida en grandes redes de producción, servicios, logística, transporte…, que cubren numerosas ciudades de la gran mayoría de países industrializados.

Y tal vez habría que destacar la gran masa precaria de oficinistas, dependientes, teleoperadores, programadores, limpiadores, etc. hoy ya ni está concentrada en grandes empresas, sino en pequeñas unidades de unos cientos de personas, propiedad directa o indirecta de grandes capitales; ni «pertenece» a la empresa en el sentido clásico, que implicaba una continuidad en el puesto de trabajo y la relación con los compañeros, sino «precarizados», convertidos en nómadas laborales.

La burguesía de hoy

A principios del siglo XX el capitalismo, está culminando la creación del mercado mundial. Sin nuevos lugares donde extenderse y realizar la totalidad de las plusvalías que le dan sentido, el sistema se transforma. Entramos en la fase imperialista del capitalismo que afectará a todos los países.

El imperialismo no significará solo belicismo, transformará la propia organización y el ser del capital: el capital financiero centralizará al conjunto de la burguesía, se desarrollarán la hiper-concentración y la sobre-acumulación, aparecerán monopolios transnacionales y el estado se convertirá en el aglutinador y disciplinador de la clase dirigente como un todo en una transición, rápida en términos históricos, hacia el actualmente hegemónico capitalismo de estado.

En posts anteriores hemos visto la forma que este proceso tomó en España, pero no fue diferente en lo fundamental en otros países. Hoy la burguesía no es ni solo ni principalmente la clase de los propietarios de las empresas.

Es ante todo el resultado de la fusión de las viejas clases dominantes (burguesía y latifundistas) en el gran matraz de la banca y el estado: consejeros y directivos de los grandes oligopolios que no tienen participaciones personales significativas en la propiedad; e incluye a la alta burocracia del estado con sus altos funcionarios y restos de las viejas clases latifundistas y rentistas, etc.

A diferencia de sus colegas de la época progresiva del capitalismo, la inmensa mayoría de ellos nunca ha fundado una empresa ni se ha enfrentado al mercado. Por supuesto, la burguesía se renueva de tanto en tanto con algunos empresarios individuales, al estilo «clásico», pero si observamos de cerca, nunca son admitidos en los círculos de poder hasta que no están convenientemente escoltados dentro de sus propias estructuras por consejeros de «carrera» (Pablo Isla con Amancio Ortega, por ejemplo).

La pequeña burguesía de hoy

En este movimiento de transformación de todas las clases sociales producto del imperialismo, la pequeña burguesía ha conservado alguna de sus formas clásicas, pero también desarrollado nuevas que estaban en germen o eran numéricamente irrelevantes en la fase anterior del capitalismo.

El pequeño propietario con pocos trabajadores a su cargo, en su día una gran masa social, hoy ha reducido su peso drásticamente en casi toda Europa. En España la mayor parte de ellos se proletarizaron en la posguerra pero no paró ahí: de los cuatro millones y medio que eran a mediados de los sesenta, quedan hoy menos de un millón. Son esos «pagesos» que llevaban los tractores a las manifestaciones independentistas catalanas, los «señores del plástico» de la costa levantina y oriental andaluza , los cultivadores de vides manchegas y frutales levantinos, los restos de pequeña propiedad castellana, los ganaderos cantábricos...

Su proceso de descomposición continúa a manos de multinacionales, cooperativas agrarias y política agraria europea, mientras la propiedad no deja de concentrarse.

La pequeña burguesía urbana es seguramente la parte más viva y la que mejor ha sabido adaptarse al capitalismo de estado. Sus formas tradicionales, las PYMEs industriales, el comercio, etc. son segados regularmente por la competencia del gran capital y las regulaciones estatales.

Con todo, en España hay millón y medio de pequeños empresarios que pagan salarios a trabajadores. Pero la concentración opera en todos sus planos: el comercio se homogeneiza y somete a las franquicias, buena parte de las PYMEs industriales se convirtieron hace tiempo ya en meros externalizadores precarios de partes de la cadena de las grandes automotrices y aeroespaciales...

La pequeña burguesía «clásica» capea mejor las tendencias del capitalismo que sus primos del campo, pero al final, su espacio social y económico se ha reducido también y es la primera en sufrir las crisis (lo que explica su protagonismo en los movimientos ultraliberales, nacionalistas, xenófobos y en general de protesta populista conservadora).

Pero el capitalismo de estado ha creado, desde sus orígenes, una serie de puestos de administración y gestión que, aunque formalmente asalariados, son en realidad una forma corporativa de la pequeña burguesía, que tiene su correlato en el estado en lo que podríamos llamar la «pequeña burocracia»: jefes de sección o de producto, coordinadores de área, dirigentes de empresas públicas locales y regionales, burocracia local de distintos tipos, cargos ejecutivos y técnicos de gestión en las grandes empresas públicas y privadas, profesorado universitario y grupos especializados en la creación de ideología para el estado, sindicalistas, políticos profesionales, etc.

En general una réplica a pequeña escala -o por debajo en la misma estructura jerárquica- de la burguesía en su forma estatal contemporánea. Es la forma más característica de la pequeña burguesía de nuestra época. Su relativa estabilidad y seguridad económica permite al sistema venderlos todavía como prueba de «meritocracia» y «ascenso social» pero su realidad no deja de ser precaria, especialmente en los saltos generacionales.

Pero a diferencia de sus pares industriales, comerciales y rurales, su relación con el estado se basa en dependencias más fuertes que con el «mercado». Son la base social «natural» del populismo estatista «de izquierdas» y de los nacionalismos con pretensiones «sociales».

¿Qué ha cambiado y qué sigue igual?

El capitalismo del último siglo ha transformado las formas de las clases sociales, pero no su existencia ni su papel. La burguesía ya no es aquella burguesía revolucionaria de los Robespierre pero tampoco la de los «capitanes de industria».

Ahora son consejeros, banqueros, altos funcionarios. La pequeña burguesía ya no es aquel campesino patriarcal de las novelas de costumbres, aquel dueño de taller o tendero que recogía «aprendices» ni aquel «doctor» que construía su pequeña clínica especializada. Ahora los pequeñoburgueses son explotadores de sinpapeles en mares de plástico, directores de think tanks y «grupos de investigación universitaria», consejeros autonómicos, ejecutivos de multinacionales y arrendatarios de franquicias.

Y los trabajadores, en todo el mundo, de todos tipos, de todas las ramas, bajo distintas formas de relación con el capital, seguimos siendo la gran mayoría social, aquellos que no tenemos privilegios ni cargas sobre otros que reivindicar, que solo podemos luchar por necesidades humanas genéricas. La clase universal llamada a desmercantilizar el conjunto de relaciones humanas.