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03/03/2019 | Crítica de la ideología

El racismo, el sexismo, la xenofobia, el antisemitismo, el machismo... la discriminación más o menos sistemática e inculturada de colectivos es un monstruo de mil tentáculos. Constantemente aparecen nuevas formas. Buscar en cada una de ellas una razón, una causa que permita una solución específica, siempre será estéril. Debemos entenderlas como productos de una totalidad que debemos entender antes de poder comprender cabalmente sus distintas manifestaciones históricas.

1 La primera constatación es que históricamente no hay discriminación sistémica y sistemática que no haya nacido desde arriba, por clases que en ese momento detentaban, de una manera u otra, distintas formas de poder político y económico. Incluso aunque el sujeto colectivo discriminado se mantenga, cada cambio de modo de producción con su consiguiente cambio de la estructura de clases transformará de raíz el sentido de la discriminación. Lo vimos cuando estudiamos el antisemitismo antiguo y feudal y lo comparamos con el de la época capitalista: aunque algunos temas se reciclen y reutilicen no son más que atavismos culturales, banderines de enganche que solo dan una continuidad aparente de discursos sobre una base sustancialmente distinta en sujetos, objetivos y medios.

Pero, incluso en una misma fase histórica, lo que se etiqueta como la misma cosa, puede variar de naturaleza entre un contexto y otro simplemente porque la estructura de clases sociales es distinta y distintos son los intereses de la clase que promueve la discriminación: no es lo mismo el antisemitismo nazi que el antisemitismo de los Hermanos Musulmanes, por ejemplo, por odiosos que sean ambos y por mucho que fueran de la mano y uno se alimentara de otro.

Tomar por sustantiva esta apariencia de continuidad en el tiempo y el espacio es más que un error, tiene un efecto perverso: es la base argumental de teorías identitaristas como la del patriarcado por el feminismo o, siguiendo el ejemplo, fue instrumental en la elaboración teórica del sionismo. En estos y en tantos otros casos -desde el racialismo al orgullo gay pasando por todos los nacionalismos de minorías- la continuidad aparente del relato discriminatorio sirve de base a la invención de un sujeto político por encima de la historia y de las clases sociales. Un relato que solo puede justificar y confundir la naturaleza de la discriminación, presentándola como el resultado de un combate histórico entre sujetos políticos en una lucha épica a través de los siglos.

2 La segunda constatación es que quienes promovían estas discriminaciones tenían algo que ganar con ellas. No era inocente la resistencia a las leyes de trabajo femenino e infantil en la Inglaterra de la Revolución industrial, ni al sufragio universal en toda Europa antes de la guerra mundial. Por algo las feministas de la época daban por bueno el sufragio censitario si las mujeres propietarias eran incluidas en el censo electoral, mientras que los marxistas, con Rosa Luxemburgo, August Bebel y Clara Zetkin a la cabeza, que luchaban por el sufragio universal no tenían empacho en declararse anti-feministas. No fue inocente ni casualidad que la primera burguesía industrial andaluza del XIX adoptara a los gitanos mientras sus competidores promovían los últimos intentos de leyes de expulsión y marginación. Igual que no lo es hoy que los focos racistas y xenófobos que desde los 90 prosperan en España estén ligados a la misma clase de propietarios agrarios que contrata a los migrantes africanos. La relación y la ganancia de unos y otros es tan obvia que ni siquiera hace falta explicarla.

3 Una constatación no menos importante es el efecto que en los explotados tiene la penetración de la ideología de la discriminación que les llega desde arriba. Es muy interesante por ejemplo el proceso que algunos historiadores describen como la invención de la raza blanca en los EEUU de la esclavitud. Es fundamentalmente un proceso de división de los explotados impuesto desde las clases poseedoras que con tal de aislar al esclavo y al proletario negro acaba integrando -aunque no desde luego en un primer momento- incluso a los migrantes irlandeses e italianos en una identidad colectiva blanca. La realidad histórica es que el racismo estadounidense se configuró en un proceso sistemático de divide et impera en el que la brutalidad y la violencia se normalizaron más allá de la emancipación de los esclavos del Sur, imponiendo la segregación y dando forma a las instituciones locales. Los mismos patronos, políticos y funcionarios que ejercían una violencia salvaje para asegurar su dominio presentaban las exenciones de esa misma brutalidad como un privilegio, como un derecho especial ligado a la condición de trabajador blanco que vivía en un barrio blanco. El supuesto privilegio blanco no es otra cosa que disfrutar de la media de las condiciones de explotación, convertidas por un sistema racista en divisoria insidiosa entre los explotados y orgullo envilecedor entre la parte supuestamente favorecida. Pero ¿este sistema abiertamente pensado para dividir a la mano de obra y romper su resistencia era tan diferente del efecto del machismo entre los trabajadores de los países sin minorías raciales relevantes? ¿Era tan distinto de las distintas discriminaciones que con base en la lengua imponían los estados europeos sobre sus minorías?

4 En todos lados, la superación de estas discriminaciones no ha venido nunca de la afirmación de identidades colectivas discriminadas. Nunca ha sido el producto de la lucha de una confederación de sujetos discriminados en las que se incluyen las minorías discriminadas de las clases que fomentan la discriminación. Pero tampoco ha sido ni podía ser, el resultado de una afirmación de una identidad dentro la lucha de los trabajadores. ¿Cómo iba a ser la forma de superar una divisoria artificial hacerla propia? Por eso es tan imposible un feminismo de clase, como un nacionalismo de clase o un racialismo de clase. Los revolucionarios del XIX y XX lo tuvieron claro: La superación de las discriminaciones es el resultado de la disolución de todas esas identidades, fabricadas por las clases que ganan imponiendo la discriminación, en la lucha de los trabajadores como clase contra el sistema al que esas discriminaciones sirven.

Moral y discriminación

Los falsos privilegios que la discriminación dice otorgar a los trabajadores no específicamente marginados por algo, envilecen no en el sentido esencialista de la culpa y el pecado judeocristianos. Convivir y dejar pasar cualquier discriminacíon envilece porque representa a los demás trabajadores como un conglomerado amorfo de personas que se las arreglan lo mejor que pueden para sobrevivir en una sociedad insoportable, reproduciendo el ambiente de competencia y enemistad, el espíritu insano del capitalismo. Envilece, al fin, porque nos ata a una moral capitalista y antihumana de la escasez en la que la superación del estado de cosas actual no puede plantearse siquiera y en la que la única forma de obtener satisfacción a las necesidades es a costa de nuestros iguales. Nos convierte en rapiñeros.

Por el contrario, cuando en la lucha se disuelven las identidades, se disuelve también la lógica de la escasez y la miseria, la abundancia comienza a entreverse y parecer posible, la fraternidad deja de ser una palabra o una excusa. Si las luchas de la burguesía revolucionaria le permitieron elevarse a nación, las luchas del proletariado lo elevan a Humanidad. Es ese destello de consciencia y sus consecuencias sobre los propios trabajadores lo que aparece como emoción y entusiasmo en los relatos de los que vivieron la Revolución en el 36 o las grandes huelgas de masas en los 70. Esa es toda la magia de la moral comunista. Es lo opuesto a la mística de las sororidades, las hermandades de raza o el sentimiento nacional. No es la celebración de particularidades y dolores compartidos entre explotados y explotadores. Es el efecto sobre el presente de la lucha por superar la explotación, comienzo por sí misma de esa superación.

La consecuencia de esto es que no se puede alcanzar nada contra la discriminación intentando difundir moral comunista como si de una receta o un truco de belleza se tratara. La moral comunista es una dimensión de la consciencia de clase, sigue a las luchas y crece con ellas. Es en la organización para la lucha y en la lucha por dotarnos de una organización política, en la práctica de lo que centralismo e internacionalismo significan realmente, donde y como se superan las discriminaciones, haciendo posible el futuro desde aquí y ahora.