Para entender el veganismo
Desde el mundo anglosajón llega a los países de lenguas latinas una nueva ola vegana. Como todas las expresiones gastronómicas de la moral no es un fenómeno políticamente inocente.
Bentham y la religión de la mercancía
Desde el comienzo de su ascenso social, la burguesía intentó dar una forma moral explícita a la «religión de la mercancía». Lo necesitaba para moldear a la sociedad a su imagen y semejanza mediante una «religión política» y, a efectos prácticos, para «reformar», esto es, para volver útil a la lógica del sistema que estaba construyendo, las viejas instituciones de dominio feudales y sus armatostes eclesiásticos y teológicos.
Una expresión explícita pero tardía y fundamentalmente mediocre de ese intento es el utilitarismo de Jeremías Bentham, padre del concepto de «utilidad» que hoy se enseña en todas las clases de Economía con las que el estado adoctrina a estudiantes de secundaria y universitarios. Bentham reinterpreta a Helvetius, quien en el siglo XVIII, aburguesando a Epicuro, trataba de construir una moral materialista para uso de la burguesía europea del momento. Su reinterpretación ya no es revolucionaria, sino complaciente, a medida de la aristocracia aburguesada que siente ya la necesidad de afirmar la «naturalidad» del mundo guiado por la acumulación que está construyendo.
Jeremy Bentham es un fenómeno puramente inglés. Aun sin exceptuar a nuestro filósofo Christian Wolf, en ninguna época y en ningún país se ha hecho nunca tal alarde, y con tanta auto-satisfacción, del lugar común más adocenado. El principio de la utilidad no es ningún invento de Bentham. Éste se limita a reproducir sin ingenio alguno lo que Helvecio y otros franceses del siglo XVII habían dicho ingeniosamente. Cuando se quiere saber, pongamos por caso, qué es útil para un perro, hay que escudriñar en la naturaleza canina. Es imposible construir esta naturaleza a partir del «principio de la utilidad». Aplicando esto al hombre, quien quisiera enjuiciar según el principio de la utilidad todos los hechos, movimientos, relaciones, etc., del hombre, debería ocuparse primero de la naturaleza humana en general y luego de la naturaleza humana modificada históricamente en cada época. Bentham no pierde tiempo en esas bagatelas.
Con la aridez más ingenua parte del supuesto de que el filisteo moderno, y especialmente el filisteo inglés, es el hombre normal. Lo que es útil para este estrafalario hombre normal y para su mundo, es útil en sí y para si. Conforme a esta pauta, entonces, Bentham enjuicia lo pasado, lo presente y lo futuro. La religión cristiana es «útil», por ejemplo, porque repudia religiosamente las mismas fechorías que el código penal condena jurídicamente. La crítica de arte es nociva, porque a la gente honesta le perturba su disfrute de Martin Tupper, etc. Nuestro buen hombre, cuya divisa es «nulla dies sine linea» [ningún día sin una pincelada], ha llenado con esa morralla rimeros de libros. Si yo tuviera la valentía de mi amigo Heinrich Heine, llamaría a don Jeremías un genio de la estupidez burguesa.
Carlos Marx. «El capital», 1867
Pero lo esencial de Bentham -y por eso sigue estando en la base de todo cuanto se enseña en las facultades de sociales- es que da el salto del simplismo moral a la afirmación explícita de la «religión de la mercancía», el verdadero pegamento moral y moralizante del capitalismo.
La esfera de la circulación o del intercambio de mercancías, dentro de cuyos límites se efectúa la compra y la venta de la fuerza de trabajo, era, en realidad, un verdadero Edén de los derechos humanos innatos. Lo que allí imperaba era la libertad, la igualdad, la propiedad y Bentham. ¡Libertad!, porque el comprador y el vendedor de una mercancía, por ejemplo de la fuerza de trabajo, sólo están determinados por su libre voluntad. Celebran su contrato como personas libres, jurídicamente iguales. El contrato es el resultado final en el que sus voluntades confluyen en una expresión jurídica común. ¡Igualdad!, porque sólo se relacionan entre sí en cuanto poseedores de mercancías, e intercambian equivalente por equivalente. ¡Propiedad!, porque cada uno dispone sólo de lo suyo. ¡Bentham!, porque cada uno de los dos se ocupa sólo de sí mismo. El único poder que los reúne y los pone en relación es el de su egoísmo, el de su ventaja personal, el de sus intereses privados. Y precisamente porque cada uno sólo se perocupa por sí mismo y ninguno por el otro, ejecutan todos, en virtud de una armonía preestablecida de las cosas o bajo los auspicios de una providencia omni-astuta, solamente la obra de su provecho reciproco, de su altruismo, de su interés colectivo.
Carlos Marx. «El capital», 1867.
Los fundamentos burgueses del vegetarianismo
La operación benthamita es sin duda ingeniosa: reduce las relaciones sociales entre clases a relaciones inter-personales entre individuos que intercambian libremente como iguales en el mercado. ¿Cómo no va a ser el capitalismo moral? Basta con asegurar la «libertad» individual para intercambiar mercancías y la igualdad vendrá sola. De hecho vivirá en cada intercambio pues nadie va a cambiar «libremente» algo por otra cosa que para él tiene menor «utilidad». Es más, cuantos más intercambios, cuanto más completa, fluida e intensa sea la circulación... ¡¡mayor bienestar social gracias a la providencia que actúa como una mano invisible!!
Que exista una clase de personas que solo pueden vender una mercancía muy particular, la fuerza de trabajo, y por tanto no conozcan otra libertad que la de venderla o perecer, queda diluido en el magma de individualidades de la circulación y acumulación. Para la moral individualista universal de Bentham solo son seres sensibles, capaces de sufrir y disfrutar que actúan en el mercado calculando en todo momento como aumentar su utilidad total. ¿Pero no son seres sensibles también los humanos no anglosajones? ¿Los negros? ¡¡Por supuesto que sí!! La acumulación siempre creciente del capitalismo ascendente tiene un lugar para cada uno asegurándoles la posibilidad de vender su fuerza de trabajo y generar bienestar social (plusvalía). ¡¡Basta que sea un ser sensible para que pueda entender que es mejor trabajar explotado que perecer de hambre!! ¿Y entonces? ¿Los animales? ¿Podrán ser sujetos también de explotación? ¿Puede el capitalismo llegar a esclavizarlos en «libertad»? ¡¡Sí!! dice Bentham en un arrebato de mística burguesa. La juvenil burguesía benthamita sueña con «extender su manto sobre todo lo que respira».
Puede llegar el día en que el resto de la creación animal adquiera esos derechos que nunca se les podrían haber negado sino por la mano de la tiranía. Los franceses ya han descubierto que la negrura de la piel no es la razón por la que un ser humano deba ser abandonado sin una compensación al capricho de un torturador. Puede llegar un día a ser reconocido, que el número de patas, la vellosidad de la piel, o la terminación del os sacro, son razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible a la misma suerte. ¿Qué más es lo que debería trazar la línea insuperable? ¿Es la facultad de la razón, o tal vez, la facultad del discurso?... la pregunta no es, ¿Pueden razonar? ni, ¿Pueden hablar? sino, ¿Pueden sufrir? ¿Por qué la ley debería negar su protección a cualquier ser sensible?.... Llegará el tiempo en que la humanidad extenderá su manto sobre todo lo que respira.
Jeremy Bentham, Introduction to the Principles of Morals and Legislation
No es casualidad que las primeras «sociedades vegetarianas» surjan en EEUU y Gran Bretaña en 1844 y 1847 respectivamente de la mano de pastores presbiterianos. No solo Adam Smith es un producto directo de ese contexto, cada vez está más clara la conexión entre el propio Bentham y ese post-calvinismo escoces. En EEUU el fundador de vegetarianismo moderno no fue otro que el reverendo Sylvester Graham, inventor de las «crackers» y fundador de la hoy multinacional Nabisco, la de las galletas Oreo. Graham promocionaba la enésima reforma de la costumbres basada en la templanza y la castidad... pero añadía una triada novedosa: la higiene, la abstemia y el vegetarianismo. Graham es de hecho uno de los primeros «higienistas», esa tendencia de la burguesía «avanzada» de la segunda mitad del XIX que empieza a considerar que transformando el urbanismo, la higiene y la dieta desde el poder político, la ciudad capitalista podrá convertirse en esa isla «ascendente» y virtuosa del mito mesiánico barroco. Es, en realidad, una particular forma municipalista de la utopia burguesa que, como no podía ser menos, conocerá su primera crisis con la Comuna de París al constatar el «desagradecimiento» de los obreros.
A partir de ahí, desde el boom victoriano de espiritistas que dará paso a teósofos y «gurús occidentales» al pacifismo místico de Tolstoi el sueño higienista tomará cada vez más tintes neo-ruralistas y se dará pie a mil y una «vueltas a la Naturaleza». El ecologismo y el vegetarianismo se convertirán en ingredientes habituales de la utopía pequeñoburguesa anticapitalista.
Comunidad, pertenencia y dieta
La burguesía -deudora de la «tolerancia» de cultos que se impone tras la Reforma y las guerras de religión- separa la moral mercantil individualista que emana de su sistema económico (la «religión de la mercancía») y que impregna todo, de su religión política (fundamentalmente el nacionalismo) y la pertenencia comunitaria, que deja en buena parte en manos de los viejos armatostes feudales eclesiásticos.
No es una elección arbitraria. Una de las funciones centrales de la religión política es renovar la pertenencia política de los agentes sociales a través de comportamientos y rituales públicos. Los sacrificios y festivales del esclavismo romano, los tedeums y procesiones del cristianismo feudal, los desfiles y homenajes a la bandera del nacionalismo tras la revolución burguesa o incluso las procesiones del 1 de mayo tras la posguerra, sirven ante todo para revivificar la relación entre pertenencia a la comunidad política y la aceptación de determinados valores -la moral política- funcionales a la estructura de clases de una sociedad. Pero algunas de las viejas religiones habían hecho algo más que resultaba tremendamente funcional en tiempos de crisis. Mezclando lo que los romanos llamaban «superstitio» -«creencia irracional»- con la economía sexual y las restricciones dietéticas habían conseguido establecer una continuidad entre la religión política y la vida familiar y comunitaria. Son precisamente las religiones que, no sin transformarse profundamente hasta convertirse en útiles a las nuevas clases dominantes, consiguen sobrevivir hasta a dos cambios de modo de producción: judaísmo, cristianismo, islam, sijismo, budismo...
Por supuesto, las resistencias a abandonar su función política de los aparatos religiosos no fueron pocas: del nacionalismo irlandés al budismo imperialista japonés, desde el carlismo al jihadismo, los viejos aparatos religiosos se debatieron durante mucho tiempo entre la contrarrevolución feudal y fundirse en el nacionalismo, convirtiendo la pertenencia a una iglesia determinada en característica nacional. Pero al final del camino, una y otra vez, está el hueco que les ha dejado el capitalismo: la ordenación y articulación del espacio familiar y comunitario.
Si hoy la palabra «moral» produce sarpullido por su asociación con las iglesias y los cultos religiosos, es porque estos, en el capitalismo, han visto erosionada cuando no desaparecida, la que era su función principal como religión política, terreno ahora hegemonizado por el nacionalismo (y en algunos lugares por la democracia). Es más, están hasta tal punto embebidas en el capitalismo que cuando obtienen liderazgo o preponderancia sobre el aparato político del estado (desde Irán a Polonia pasando por Israel o EEUU) su principal obsesión y elemento diferenciador es imponer coercitivamente los viejos patrones dietético-sexuales.
Paradójicamente donde quizá estén más cerca las funciones políticas de la religión y su reverso -la naturaleza religiosa de los valores políticos- es en el mundo anglosajón. En Gran Bretaña la revolución burguesa había tomado en su origen forma de disidencia religiosa, y tanto allí como en EEUU las principales expresiones del radicalismo democrático pequeñoburgués -abolicionismo, feminismo, pacifismo, derechos civiles- nacerán en continuidad con distintas expresiones del puritanismo protestante. Nunca perderán contigüidad y de Graham al ecologismo profundo, «espiritualidad» y «pertenencia comunitaria» serán la base -y supuesta demostración de posibilidad- de nuevas las utopías políticas.
En los últimos años, la fuerza más nueva y poderosa que da forma a la síntesis espiritual alternativa es el movimiento ecológico [...] La ecología es a los gurús occidentales contemporáneos lo que el vegetarianismo, la ayuda a los animales, la homeopatía y la vida sencilla fueron para sus predecesores decimonónicos. [..] Muchos maestros y grupos espirituales se han hecho de los Verdes en la pasada década, señalando que la preservación del planeta es la principal tarea espiritual de la humanidad, en marcado contraste con lo ultraterrenal de las antiguas tradiciones místicas.
Peter Washington. El mandril de madam Blabatsky, 1993.
La revuelta pequeñoburguesa, la alienación de los jóvenes y el animalismo
El veganismo es un hijo más de la segunda gran carnicería imperialista. 1944, South Yorkshire, Gran Bretaña. Donald Watson -artesano en un medio de granjeros- crea la primera sociedad vegana. Originalmente una protesta por el consumo de leche y huevos por la mayoría de los vegetarianos de la época. ¿De dónde vino esa necesidad? ¿Qué había de malo en comer huevos?
Uno de mis recuerdos más tempranos es el de las vacaciones en la granja de mi tío George donde vivía rodeado de animales interesantes. Todos ellos «daban» algo: el caballo de la granja tiraba del arado, el caballo más pequeño tiraba del carro, las vacas «daban» leche, las gallinas «daban» huevos y el gallo era un «despertador» muy útil -no me daba cuenta en ese momento de que también tenía otra función- y la oveja «daba» lana. Nunca podía comprender qué «daban» los cerdos pero parecían criaturas tan amistosas... siempre alegres de verme. Entonces, llegó el día en que uno de los cerdos fue matado: todavía tengo recuerdos vívidos de todo el proceso -incluyendo los gritos. Por supuesto... decidí que las granjas -y los tíos- tenían que ser reevaluados: la idílica escena no fue otra cosa que muerte en cadena, donde los días de cada criatura eran numerados en el momento en el que dejaban de ser útiles para los seres humanos.
Si aceptamos el «Animal farm» de Orwell como metáfora, no hay mejor descripción de lo que un artesano de la pequeña burguesía rural podía sentir ante la proletarización en masa (pasar a vivir para «dar algo») y la matanza cataclísmica («incluyendo los gritos») que se estaba produciendo en aquel momento en medio mundo. Proletarizados, reducidos a su función para esos «tíos» que eran los propietarios, llevados periódicamente a la mantanza... a eso y no a otra cosa es lo que había quedado reducida la pequeña burguesía rural inglesa tras «la idílica escena» de la Inglaterra democrática. Orwell no se atrevía a hacer la revolución en su metáfora, pero Watson estaba decidido a presentar la metáfora como revolución. El veganismo fue desde sus orígenes mucho mas que una dieta, fue movimiento político y religión comunitaria, vanguardia de la «liberación animal» profetizada por Bentham y seña pública de pertenencia articulada en el ritual más cotidiano y profundo de todos: la comida familiar. No es difícil imaginar por qué las Lisa Simpson del mundo se identifican con la «vida vegana». Es el mismo universo del animalismo
Si el animalismo como movimiento político es una expresión del delirio de la pequeña burguesía, el animalista típico es la personalización de la alienación máxima respecto a la Naturaleza: un urbanita joven, parado o estudiante sin contacto con la vida rural. Su referencia no es la bestia de tiro, sino la mascota, su mascota, ese animal separado de toda función productiva, dependiente de la familia incluso para comer o salir fuera de la claustrofóbica vivienda media. Su alienación respecto a la Naturaleza solo es comparable con su ajenidad respecto al trabajo, en un país en el que el paro juvenil sigue siendo el mayor de la OCDE. Por eso el animalismo se extendió entre los jóvenes cuando estos se descubrieron condenados por la crisis a una vida tan improductiva, dependiente y poco autónoma como la de la mascota familiar.
La revuelta pequeñoburguesa y el «boom vegano»
Los mismos cambios sociales que están en la base del del crecimiento del feminismo después de que se hayan producido sin su concurso las transformaciones de fondo que el feminismo histórico reivindicaba, son las que impulsan el auge del veganismo. Tanto uno como otro crecen en el vacío de una generación que vive su primera década adulta excluida de la producción, a la que la pertenencia de clase se niega o se viste de «identidad» cultural y a la que se bombardea con un «ciudadanismo» individualizante durante inacabables años de «formación» y adoctrinamiento. Todo en un contexto en el que la violencia difusa ocupa más y más espacios cotidianos.
Debería llamarnos la atención que toda la última oleada de nuevos «unicornios» -empresas que pasan a valer más de 1000 millones en poco tiempo- venda «comunidad» -es decir pertenencia- y produzca precarización de las condiciones de trabajo y vida. Lo vemos en todos los ámbitos, desde la «hospitalidad» (airbn) a la vuelta de la tracción humana (rebautizada como ciclologística): la «sharing economy», es la respuesta capitalista a hambre de pertenencia de una generación que el propio capitalismo ha excluido.
¿Qué representa en medio de todo eso el «veganismo»? Una declaración de desvalimiento y de deseo de pertenencia al mismo tiempo. Una reacción que quiere ser honesta disponiendo de demasiados pocos elementos como para poder escapar de la miseria moral que nos rodea. Desprovistos a su alrededor de la referencia de movimientos de clase que abran perspectivas reales para la especie, desprovistos incluso de la experiencia colectiva del trabajo alienado, muchos jóvenes de familias trabajadoras abrazan el veganismo como podrían abrazar el ecologismo apocalíptico o cualquier otra religión política que modifique ilusoriamente su situación. Porque el vegano ya no es el improductivo en la mesa de los padres, ya no es uno más en el grupo de amigos de adolescencia interminable, sino una estoica referencia moral incomprendida capaz de ver más allá de lo inmediato y proyectarse en el sufrimiento de todos los seres sensibles. El vegano ya no es el solitario sin lugar en la cafetería de la facultad, sino el que marca la diferencia en cada reunión social, denunciando la ceguera consumista y asesina que hace de los amigos unos «mansos». El vegano es el que renuncia a la socialización a base de menú barato, para encontrar a sus pares en... una sección propia del hipermercado.
En realidad, como todas las revueltas basadas en elecciones de consumo, el veganismo está plenamente integrado en la «religión de la mercancía». Es una parte alternativa de lo normativo, es «excéntrico» pero tan aceptable como comprar productos «ecológicos», escuchar música alternativa o ir a trabajar en bici. A fin de cuentas no es más que una opción de consumo, un guiño identitario. Algo completamente inocuo en una sociedad basada en la explotación económica de la clase productora.