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Organicemos nuestros barrios

07/07/2019 | España

En un mundo al que el capitalismo no ofrece futuro alguno, los barrios de clase trabajadora se ven empujados a una espiral de pauperización, violencia y decadencia. No van a ser unos ayuntamientos con alcaldes elegidos por compadreo y toma-y-daca los que cambien nada. Plantar cara a lo que precariza, envenena y destruye nuestros barrios exige entender qué los está destruyendo y cómo organizarnos en ellos.

¿Qué ataca los barrios?

¿Desde hace cuánto la jornada de trabajo está estancada en 40 horas... y subiendo? ¿Cuándo fue que dedicar más años a estudiar dejó de significar que la siguiente generación iba a trabajar y vivir en mejores condiciones? Hace ya demasiado como para pensar que vaya a revertirse solo. El desarrollo real quedó atrás.

Por si fuera poco, la crisis económica es una tendencia permanente, el «crecimiento» cabecea y se hunde en los números rojos exhausto. Lo que es peor, cuando levanta es a costa de una nueva andanada de recortes en servicios básicos (hospitales, atención primaria, basuras), de ataques a las condiciones de trabajo (reforma laboral, cronometraje, precarización) y al salario. El único «El Dorado» que el capitalismo español sabe ya imaginar es echar la mano a nuestras pensiones para salvar un sistema financiero que grita a los cuatro vientos sus crisis y que lleva ya 100.000 despidos desde el comienzo de la crisis.

Cada vez más faltos de servicios, peor cuidados, pegados a zonas industriales que fueron abandonadas por el capital o reducidas a mínimos. Los barrios son un cementerio de expectativas laborales y vitales.

El capital que antes se colocaba en las fábricas, se dirige una y otra vez a apostar por la escasez de lo más básico: la vivienda. Al acaparar la miseria la adelantan. Las prometidas «reformas» políticas, como la de Colau en Barcelona, lejos de parar el juego, lo aceleran. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Con una rentabilidad media del capital en números rojos (que eso es lo que significan los tipos negativos) ¡¡especular con nuestra necesidad de techo está dándoles un 6% anual a los fondos!!

Pero si el capitalismo sabe hacer algo es convertir cualquier cosa en mercancías y mercados. La desesperación también. No solo el gran capital «sufre» de la incapacidad del sistema para el desarrollo social y se desplaza de lo productivo a lo improductivo, también el pequeño capital. Mientras la pequeña burguesía «de toda la vida» echa la persiana de la tienda del barrio, una pequeña burguesía clandestina, brutal y criminal, lleva a cada esquina un producto de márgenes espectaculares para el inversor: la droga. Solo en heroina se mueven 8.900 millones de euros al año. De sobra para destruir miles de vidas y convertir la descomposición social en el alimento de un ‎lumpen‎ que se enseñoree violentamente en las calles para asegurar el negocio.

¿Tiene más riesgo para el capital? Sin duda. Pero es que ‎ el capital incapaz de producir vive de apostar‎, le encanta hacerlo cada vez que el aumento del riesgo es más que proporcional al del beneficio. Además, no todo es ilegal. Alrededor de la desesperación y la descomposición social las casas de apuestas florecen como setas en la putrefacción. ¿Podría haber mejor metáfora del sistema que sufrimos que un sector que vive de alimentar una esperanza irracional y enfermiza?. ¿Qué expresa mejor las expectativas de crecimiento del capitalismo de hoy que un negocio destructivo que no para de crecer y mueve ya más de 329 millones de euros al año?

Para el capitalismo la circulación es virtud. Si la miseria que impone para mantener el dividendo produce desesperación que a su vez explota como mercado «compensando» la mala vida que nos da con adicciones que la empeoran, no iba a dejar pasar a oportunidad de vender también «metadona espiritual». Los barrios se están llenado de «cultos», «iglesias» y sectas de todo tipo que propagan sumisión y culpa. El éxito de las nuevas iglesias viene de que ofrecen «soluciones prácticas» que van desde clases extraescolares a tratamientos de ludopatía, en un espacio colectivo que pretende sentido y pertencia. Pero ni una cosa ni la otra es verdad. Si «sacan» a muchos de la soledad es para aislarlos aun más en una mezcla de teletienda piramidal y pasillo del terror. Son el sucedáneo ultraconservador y atomizante de un entorno comunitario solidario y abierto.

¿Cómo se sale?

El capitalismo nunca nos regaló nada. No lo hizo ‎ cuando significaba progreso‎, menos lo va a hacer ahora en plena ‎decadencia‎. Muchos de los abuelos y bisabuelos de las generaciones de hoy aprendieron a leer en Casas del Pueblo y Ateneos Obreros. Aquellas casas, construidas los domingos por los propios trabajadores, no tenían nada que ver con los centros sociales de los «ayuntamientos del cambio»: ñoños en el discurso y salvajemente explotadores en sus objetivos. Tampoco con el elitismo con tachuelas de las casas okupas. Acogían la organización de huelgas, la solidaridad con los represaliados, las escuelas obreras, las asociaciones culturales, las cooperativas de trabajadores y toda actividad independiente de clase. Eran ante todo espacios para la discusión, formación y entretenimiento de los trabajadores.

Con la derrota de la Revolución española y la salvaje represión franquista que esta abrió la organización en nuestros barrios desapareció anegada en sangre. Cuando el franquismo dio paso al régimen del 78 la persistente labor destructiva de curas, sindicaleros y stalinistas primero y de felipistas y ayuntamientos «progresistas» después ahogó los conatos de auto-organización que habían ido apareciendo desde las primeras huelgas de masas de los sesenta en la nada burocrática de las sedes sindicales, las casas de la mujer y las casas de juventud, para al final acabar privatizando hasta los polideportivos de barrio.

Es hora de que los trabajadores volvamos a tomar la iniciativa en nuestros propios barrios. Necesitamos hacerlo para enfrentar la precarización de verdad, para poner freno a la plaga de la desolación y la desesperación y, sobre todo, para plantar cara a esa apisonadora desbocada que amenaza con llevarnos por delante.