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«Ola verde» en las municipales francesas

29/06/2020 | Francia

Los resultados de las elecciones municipales francesas son saludados como una «ola verde» por la prensa europea. Y efectivamente el partido verde se hace con las alcaldías de Lyon y Estrasburgo, París queda en manos del antiguo PS, el viejo PCF stalinista pierde ciudades emblemáticas del conurbano como Sant Denis y la ultraderecha pierde casi la mitad de concejales y una baza importante en Marsella pero gana Perpiñán. Resumiendo: el reparto de cargos habla de una recomposición y ascenso electoral de la izquierda en la que el PS deja el liderazgo a los Verdes. Pero ése, el relato oficial, se queda muy cojo.

Desde hace dos años estamos viendo un esfuerzo deliberado, especialmente en Francia, Bélgica y Alemania, por hacer de los verdes partido de gobierno en sustitución de unos partidos socialistas en desbandada (Francia) o en caída estrepitosa (Alemania). La sincronía en la estrategia no es casual. Era necesario crear una «emergencia» para dar sentido a la «unión sagrada climática» pero también para poder usar armas no arancelarias en la guerra comercial. Lo primero ha sido una constante de la política en Europa desde el tratado de París, lo segundo se estrenó pronto como arma ideológica contra Trump pero se le dio también uso económico directo. Y no solo frente a EEUU, como vimos cuando Macron utilizó los incendios amazónicos para amenazar con denunciar el tratado Mercosur-UE. Irlanda y Finlandia se sumaron inmediatamente a la amenaza francesa entonces. La pequeña burguesía agraria descubría las ganancias contantes y sonantes que el proteccionismo verde podía significar para ella, mientras el paso a «lo bio» le estaba dando un destello de acceso a un capital que históricamente le había dejado atrás. Ambas experiencias son importantes ahora a la hora de analizar el ascenso electoral de «lo verde».

Porque el confinamiento del Covid ha dejado en evidencia la realidad de la agricultura y la alimentación: plaza fuerte histórica de la pequeña burguesía, su incapacidad para incorporar capital a la velocidad de otros sectores le lleva a la dependencia estatal, la destrucción de capacidades productivas y los salarios miserables cuando no a sostener aplicaciones rentables de capital a toda costa, así se descubran nocivas y peligrosas, desde el pollo clorado a los pesticidas tóxicos. En la alimentación y la agricultura se ve como en pocos lugares el carácter ‎ decadente‎ del capitalismo actual, la incapacidad de la ‎acumulación‎ para crear desarrollo humano real.

Para la pequeña burguesía agraria, el «pacto verde» es la promesa de transformar la tecnología productiva de arriba a abajo con una rentabilidad asegurada por el estado. La «transición energética» además le ofrece, como se vio en la España de Zapatero con la proliferación de huertos solares, la primera oportunidad de diversificación capaz de atraer grandes capitales a terrenos baldíos. La pequeña burguesía agraria, hasta hace poco condenada por Bruselas a ser «guardiana del paisaje», se ha descubierto «verde». Por primera vez se enfrenta a un juego en el que intuye que puede ganar. De ahí las prisas, de ahí los votos en las zonas rurales para los ecologistas.

Pero hay un elemento más y no poco importante en esta recomposición electoral de la izquierda alrededor del ecologismo. La masiva abstención urbana, abrumadora en algunos distritos de clase trabajadora. Melenchon habla de una «huelga cívica» incluso, intentando dar a los votos que no recibió una profundidad y efectividad política de la que carecen los que recibe. No faltarán sin embargo anarquistas que le sigan por esa línea y que nos intenten contar que el estado o el capitalismo han sido debilitados. No es verdad. Ni cada voto efectuado es una papeleta de apoyo al capitalismo ni cada votante que no va al colegio electoral debilita al sistema. Los trabajadores decimos no al capitalismo luchando y eso se hace colectivamente, porque colectivamente es como somos explotados. Votar aislados tras una cortina ni sirve para cambiar las condiciones de explotación ni las refuerza, dejar de votar ni las revoca ni las altera. El sistema que nos explota y el estado que organiza las condiciones generales de esa explotación no se mantienen porque haya más o menos papeletas. Sus políticas no surgen de la «opinión» creada por las campañas mediáticas, ni del resultado del recuento de las papeletas que millones de individuos meten en una caja en medio de un ceremonial estatal una vez cada cierto tiempo.

En todo caso, si la abstención muestra algo particular en esta convocatoria es que para mucha gente, sobre todo en las ciudades, ir a votar tiene menos valor que el riesgo de contagio que implica. Lo cual, estirando mucho, podría llevar a pensarnos que indicaría un cierto descreimiento sobre el discurso oficial. Pero una vez más, lo que importa, lo que puede cambiar algo, no es el número de personas de distintas clases que dieron un paseo a un colegio un domingo para participar en una ceremonia determinada. Lo que cuenta es la proliferación de huelgas que estamos viendo en las últimas semanas por toda Francia. Y esas no tienen nada que ver con las convocatorias electorales.

Unamos los puntos. El resultado de ayer se da en un contexto. Por un lado una oleada global de luchas que las condiciones de la pandemia azuzaron en todo el mundo y que en Francia enlazan con huelgas prometedoras pero también con una resistencia a la reforma de pensiones llevada a descarrilar por los sindicatos. Por otro lado tenemos el «pacto verde» como la gran «promesa» del capital en Europa para resucitar un capital asfixiado por la crisis, con sus mercados exteriores cada vez más erosionados y con cada vez menos aplicaciones rentables en las que colocarse dentro y fuera.

El estado, la burguesía y sectores de la pequeña burguesía como los agricultores y partes significativas de la pequeña burguesía corporativa y profesional, ven claro su futuro: llevar el debate social al «pacto verde» y articular desde ahí la hoja de ruta del capital francés enarbolando una bandera falsamente «universalista», salvar el planeta. Esa hoja de ruta sigue pasando por la reforma de las pensiones y la ‎precarización‎, por supuesto. Y desde luego por el ‎ empobrecimiento de millones de trabajadores‎. Pero vista la impotencia del macronismo y de los sindicatos para hacer sus entregas a tiempo, las clases dominantes y los «creadores de opinión» que les sirven ven un camino mucho más fecundo por otro lado. A corto ya lo estamos viendo en España: es menos problemático asegurar desde el estado inversiones en red eléctrica a los grandes capitales y aumentar el precio de la electricidad que bajar los salarios y las pensiones. Y a un medio plazo que ya está aquí...

El cambio de modelo energético, de transporte y de producción agraria implica poner en marcha un cambio tecnológico. Pero es importante entender que no es la tecnología la que mágicamente permitiría dar bríos a la acumulación, sino la transferencia de rentas del trabajo al capital. La tecnología es puramente instrumental y se desarrolla no por el genio de investigadores solitarios sino por la demanda y las inversiones de capital interesado. Por eso se exige a las nuevas tecnologías supuestamente más «sostenibles» que sean, ante todo, más productivas. No se refieren a la productividad física, a la cantidad de producto obtenido por hora de trabajo medio, sino a la productividad para el capital: la cantidad de ganancia producida por cada hora de trabajo contratada. Por eso la regulación estatal global es central en la «transición ecológica»: impuestos y normas no modifican la capacidad física de producción pero si la ganancia esperada por hora de trabajo social explotado.

Esa es la lógica de toda «revolución tecnológica» en el capitalismo. No es que el capitalismo se «adapte a las nuevas tecnologías», es que las tecnologías no son consideradas como viables si no aumentan la productividad desde la perspectiva de la ganancia, es decir, si no sirven para aumentar el porcentaje de rentas del capital sobre el total de la producción.

El capitalismo es un sistema de explotación de una clase por otra. Su objetivo no es producir coches y, menos aún, salvaguardar el clima. Su único objetivo es producir y aumentar a cada ciclo la explotación incrementando el capital. Bajo la promesa de verdes y utópicos paisajes urbanos modelados digitalmente, de silenciosos coches eléctricos no contaminantes, está como siempre la punzante realidad de la lucha de clases. Toda esa renovación global de infraestructuras energéticas, de transporte y de producción industrial que imaginan capaz de «reiniciar» el ciclo global del capital, no es sino la mayor transferencia de rentas del trabajo al capital desde la Segunda Guerra Mundial.

«Contra la unión sagrada climática», comunicado de Emancipación