Ocho jalones del comunismo de hoy
El proletariado es la clase universal. Y lo es un doble sentido. En primer lugar geográfico: es una clase que existe en todo el mundo, como producto que es de un capitalismo que hace mucho que conquistó ya todo el planeta. Pero de forma igualmente importante porque cuando lucha como clase no reclama ningún tipo de privilegio particular que prepare una nueva forma de explotación, reclama necesidades universales, humanas y genéricas; anticipando una sociedad, el comunismo, en el que la producción se convierte en una actividad consciente y colectiva orientada no por el capital y su lógica de acumulación sino por la satisfacción de esas propias necesidades. Por eso, como dice el Manifiesto de 1848, los comunistas...
No tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado.
No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento proletario.
El proletariado es una única clase global con los mismos y únicos intereses en todo el mundo porque se enfrenta como una única clase a un sistema global de dominación del capital. Por eso, el Manifiesto sigue la cita anterior diciendo que:
Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto.
Los nacionalistas nos intentan llevar una y otra vez al supuesto «sentido común» según el cual lo internacional sería la mera suma de luchas «nacionales», que el proletariado tendría que constituirse como sujeto político nacional en cada estado primero. La cuestión es que en esas aseveraciones «nacional» lleva veneno: el veneno nacionalista que pretende que los trabajadores tenemos «intereses nacionales» característicos e incluso contradictorios con los de los trabajadores de otros lugares, intereses nacionales que permitirían además alianzas con sectores nacionalistas o «anti-imperialistas» de la burguesía nacional. El mismo Marx respondió a esto ya en su «Crítica del Programa de Gotha» en 1875:
Naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse como clase en su propio país, ya que éste es la palestra inmediata de su lucha. En este sentido, su lucha de clases es nacional, no por su contenido, sino, como dice el Manifiesto Comunista, «por su forma». Pero «el marco del Estado nacional de hoy», por ejemplo, del imperio alemán, se halla a su vez, económicamente, «dentro del marco» del mercado mundial, y políticamente, «dentro del marco» de un sistema de Estados. Cualquier comerciante sabe que el comercio alemán es, al mismo tiempo, comercio exterior, y la grandeza del señor Bismarck reside precisamente en algún tipo de política internacional.
¿Y a qué reduce su internacionalismo el Partido Obrero Alemán? A la conciencia de que el resultado de sus aspiraciones «será la fraternización internacional de los pueblos», una frase tomada de la Liga burguesa por la Paz y la Libertad, que se quiere hacer pasar como equivalente de la fraternidad internacional de las clases obreras, en su lucha común contra las clases dominantes y sus gobiernos.
El desarrollo del capitalismo creó la antesala del comunismo. El capitalismo fue durante un largo periodo un sistema progresivo. Progresivo no en el falso sentido moral de «humanitario» o igualitario, sino en el sentido de que revolucionó el mundo entero mercantilizando las relaciones sociales y creando una clase obrera universal, como muy bien relata, incluso con tonos épicos, el propio Manifiesto en 1848.
La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario.
Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus «superiores naturales» las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel «pago al contado». Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha sustituido las numerosas libertades escrituradas y adquiridas por la única y desalmada libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal.
La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, los ha convertido en sus servidores asalariados.
La burguesía ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones familiares, y las ha reducido a simples relaciones de dinero.
La burguesía ha revelado que la brutal manifestación de fuerza en la Edad Media, tan admirada por la reacción, tenía su complemento natural en la más relajada holgazanería. Ha sido ella la primera en demostrar lo que puede realizar la actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirámides de Egipto; a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha realizado campañas muy distintas a las migraciones de pueblos y a las Cruzadas.
La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales. La conservación del antiguo modo de producción era, por el contrario, la primera condición de existencia de todas las clases industriales precedentes. Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas.
Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes.
Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que ya no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las más lejanas regiones del mundo, y cuyos productos no sólo se consumen en el propio país, sino en todas las partes del globo. En lugar del antiguo aislamiento y la amargura de las regiones y naciones, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y eso se refiere tanto a la producción material, como a la intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal.
Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las murallas de China y hace capitular a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros. Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burgueses. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y semejanza.
La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las ciudades en comparación con la del campo, substrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural. Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.
La burguesía suprime cada vez más el fraccionamiento de los medios de producción, de la propiedad y de la población. Ha aglomerado la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en manos de unos pocos. La consecuencia obligada de ello ha sido la centralización política. Las provincias independientes, ligadas entre sí casi únicamente por lazos federales, con intereses, leyes, gobiernos y tarifas aduaneras diferentes han sido consolidadas en una sola nación, bajo un solo Gobierno, una sola ley, un solo interés nacional de clase y una sola línea aduanera.
La burguesía, a lo largo de su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación para el cultivo de continente enteros, la apertura de ríos a la navegación, poblaciones enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?
Esto no solo no se limitaba a los países en los que el capitalismo se desarrolló originalmente, sino a los entonces «países coloniales». Todavía en 1853 Marx, consciente de las brutalidades de la conquista británica de India, escribe:
Bien es verdad que al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez en la forma de imponer esos intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la Humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución. En tal caso, por penoso que sea para nuestros sentimientos personales el espectáculo de un viejo mundo que se derrumba, desde el punto de vista de la historia tenemos pleno derecho a exclamar con Goethe:
¿Quién lamenta los estragos Si los frutos son placeres? ¿No aplastó miles de seres Tamerlán en su reinado?
El desarrollo progresivo del capitalismo tuvo un límite, el capitalismo es un sistema decadente desde hace un siglo. Desde el mismo Manifiesto de 1848 el movimiento comunista tuvo claro que la tendencia expansiva del capitalismo alcanzaría un límite objetivo y que para ese momento la clase obrera ya supondría una fuerza social y productiva prácticamente universal.
El desarrollo de la gran industria socava bajo los pies de la burguesía las bases sobre las que ésta produce y se apropia lo producido. La burguesía produce, ante todo, sus propios sepultureros. Su hundimiento y la victoria del proletariado son igualmente inevitables.
¿Pero cuáles eran los límites objetivos del desarrollo progresivo del capitalismo? Para descubrirlo Marx inicia una investigación de años, que quedará en buena parte inconclusa, pero que desvela lo esencial bajo la nube ideológica de la Teoría Económica burguesa: «El Capital». Su primer descubrimiento es que el capitalismo es un sistema mercantil, centrado en la producción de mercancías. No todo producto es una mercancía, la mercancía se produce no para ser consumida sino para ser vendida, supone por tanto la propiedad privada. Hay sin embargo distintas economías mercantiles diferentes del capitalismo. Lo que define al capitalismo es una relación social nueva: la relación capital-trabajo.
El trabajo en el capitalismo es una mercancía más. Una mercancía que tiene un precio de mercado, el salario. Y que tiene una propiedad única: genera el incremento de valor de los productos respecto al coste de sus componentes, incluido el trabajo (cuyo coste es el salario). Es ese incremento de valor (la plusvalía), el que al realizarse (venderse la mercancía a un precio mayor que el de sus componentes sumados) produce la ganancia, el beneficio... beneficio que se acumula en una nueva forma: el capital. Capital que a su vez tendrá que «rentabilizarse» aplicándolo (invirtiéndolo) a nuevos ciclos de producción que generen nuevas plusvalías y por tanto beneficios engrosando de nuevo el capital.
Marx entonces estudia cómo son las dinámicas de evolución del capital en el supuesto de una economía ideal 100% capitalista. Esa reducción le permite aislar las tendencias más importantes, entre ellas la de la baja de la tasa de ganancia (rentabilidad del capital) que conlleva el aumento de la masa de productos fabricados y el del peso relativo del trabajo muerto (el capital) sobre el trabajo vivo (trabajo realizado por personas). Todo esto es importantísimo porque explica cómo y por qué en su propia lógica interna el capitalismo empuja, acerca a la humanidad hacia la abundancia, desarrollando sus capacidades productivas y el conocimiento entre los estremecimientos y miserias propias de un sistema que en cada ciclo tiende a pauperizar a más y más trabajadores hasta llegar al absurdo de la super-producción capitalista en tiempos de crisis.
Pero eso no quita para que Marx sea plenamente consciente de que entre crisis y crisis hay algo más y que ese algo más está relacionado precisamente con el sector no capitalista de la economía mundial: todos esos campesinos independientes que no explotan trabajadores, los artesanos, etc. Los sectores productivos que habían sido mayoritarios hasta la llegada del capitalismo y a los cuales el capitalismo parasita. ¿Por qué los parasita? Porque dado que la plusvalía es trabajo no pagado, por definición los trabajadores no pueden pagar el total de la producción. Darles crédito para hacerlo, solo deja el problema, agravado por intereses, para más adelante. Que la propia burguesía «consuma» la plusvalía total producida eliminaría la rentabilidad del capital. Mover los excedentes de unos sectores más capitalizados a otros tampoco podría hacerse si no es a costa de destruir el capital una vez más.
Como las «restringidas bases» del sector capitalista solo puede haber «sobreproducción», es decir, los salarios no son suficientes para comprar todo lo producido... el capitalismo necesita desde el primer momento expandirse. En primer lugar hacia sus mercados no-capitalistas internos. En segundo lugar hacia los exteriores. Ese fue el motor material de la expansión mundial del capitalismo. Marx es muy explícito en varios textos pero en especial en el capítulo XV del libro III de «El Capital» (1867)-
Puesto que el fin del capital no es la satisfacción de las necesidades, sino la producción de ganancias, y puesto que sólo logra esta finalidad en virtud de métodos que regulan el volumen de la producción con arreglo a la escala de la producción, y no a la inversa, debe producirse constantemente una escisión entre las restringidas dimensiones del consumo sobre bases capitalistas y una producción que tiende constantemente a superar esa barrera que le es inmanente. Por lo demás, el capital se compone de mercancías, y por ello la sobreproducción de capital implica la sobreproducción de mercancías. De ahí el curioso fenómeno de que los mismos economistas que niegan la sobreproducción de mercancías, admitan la de capital. Si se dice que dentro de los diversos ramos de la producción no se da una sobreproducción general, sino una desproporción, ello no significa sino que, dentro de la producción capitalista, la proporcionalidad entre los diversos ramos de la producción se establece como un proceso constante a partir de la desproporcionalidad, al imponérsele aquí la relación de la producción global, como una ley ciega, a los agentes de la producción, y no sometiéndose a su control colectivo como una ley del proceso de producción captada por su intelecto asociado, y de ese modo dominada. Además, de esa manera se exige que países en los cuales el modo capitalista de producción no está desarrollado, hayan de consumir y producir en un grado adecuado a los países del modo capitalista de producción. Si se dice que la sobreproducción es sólo relativa, ello es totalmente correcto; pero ocurre que todo el modo capitalista de producción es sólo un modo de producción relativo, cuyos límites no son absolutos, pero que sí lo son para él, sobre su base. ¿Cómo, de otro modo, podría faltar la demanda de las mismas mercancías de que carece la masa del pueblo, y cómo sería posible tener que buscar esa demanda en el extranjero, en mercados más distantes, para poder pagar a los obreros del propio país el promedio de los medios de subsistencia imprescindibles? Porque sólo en este contexto específico, capitalista, el producto excedentario adquiere una forma en la cual su poseedor sólo puede ponerlo a disposición del consumo en tanto se reconvierta para él en capital. Por último, si se dice que, en última instancia, los capitalistas sólo tienen que intercambiar entre sí sus mercancías y comérselas, se olvida todo el carácter de la producción capitalista, y se olvida asimismo que se trata de la valorización del capital, y no de su consumo. En suma, todos los reparos contra las manifestaciones palpables de la sobreproducción (manifestaciones éstas que no se preocupan por tales reparos) apuntan a señalar que los límites de la producción capitalista no son limitaciones de la producción en general, y por ello tampoco lo son de este modo específico de producción, el capitalista. Pero la contradicción de este modo capitalista de producción consiste precisamente en su tendencia hacia el desarrollo absoluto de las fuerzas productivas, la cual entra permanentemente en conflicto con las condiciones específicas de producción dentro de las cuales se mueve el capital, y que son las únicas dentro de las cuales puede moverse.
La consecuencia por tanto es que efectivamente hay un límite al desarrollo progresivo del capitalismo. Como había descubierto ya en todos los modos de producción anteriores y relataba en el prefacio a su primera «Contribución a la Crítica de la Economía Política», en enero de 1859, existe un momento a partir del cual las relaciones de producción capitalistas...
de formas de desarrollo de las fuerzas productivas que eran, estas relaciones se convierten en trabas de estas fuerzas. Entonces se abre una era de revolución social.
Cuando Rosa Luxemburgo empezó el primer estudio científico del imperialismo, «La acumulación de capital» (1913), partió precisamente de estos apuntes de Marx. Se dio cuenta ya entonces de que esa carencia crónica de mercados solo podía llevar a alcanzar tal límite y que el momento se expresaría «con vientos de catástrofe» bélica.
La existencia de adquirentes no capitalistas de la plusvalía es una condición vital directa para el capital y su acumulación. En tal sentido, tales adquirentes son el elemento decisivo en el problema de la acumulación del capital. Pero de un modo o de otro, de hecho, la acumulación del capital como proceso histórico, depende, en muchos aspectos, de capas y formas sociales no capitalistas. (…) El capitalismo necesita, para su existencia y desarrollo, estar rodeado de formas de producción no capitalistas. (…) La segunda condición previa fundamental, tanto para la adquisición de medios de producción, como para la realización de la plusvalía, es la ampliación de la acción del capitalismo a las sociedades de economía natural.(…)
El imperialismo es la expresión política del proceso de la acumulación del capital en su lucha para conquistar los medios no capitalistas que no se hallen todavía agotados. Geográficamente, estos medios abarcan, todavía hoy, los más amplios territorios de la Tierra. Pero comparados con la potente masa del capital ya acumulado en los viejos países capitalistas, que pugna por encontrar mercados para su plusproducto, y posibilidades de capitalización para su plusvalía; comparados con la rapidez con la que hoy se transforman en capitalistas territorios pertenecientes a culturas precapitalistas, o en otros términos: comparados con el grado elevado de las fuerzas productivas del capital, el campo parece todavía pequeño para la expansión de éste. Esto determina el juego internacional del capital en el escenario del mundo. Dado el gran desarrollo y la concurrencia cada vez más violenta de los países capitalistas para conquistar territorios no capitalistas, el imperialismo aumenta su agresividad contra el mundo no capitalista, agudizando las contradicciones entre los países capitalistas en lucha. Pero cuanto más violenta y enérgicamente procure el capitalismo el hundimiento total de las civilizaciones no capitalistas, tanto más rápidamente irá minando el terreno a la acumulación del capital. El imperialismo es tanto un método histórico para prolongar la existencia del capital, como un medio seguro para poner objetivamente un término a su existencia. Con eso no se ha dicho que este término haya de ser alegremente alcanzado. Ya la tendencia de la evolución capitalista hacia él se manifiesta con vientos de catástrofe.
La catástrofe vino en la forma de una guerra mundial que abrió también la era de las revoluciones proletarias porque como seguía el estudio de Rosa Luxemburgo:
El capitalismo es la primera forma económica con capacidad de desarrollo mundial. Una forma que tiende a extenderse por todo el ámbito de la Tierra y a eliminar a todas las otras formas económicas; que no tolera la coexistencia de ninguna otra. Pero es también la primera que no puede existir sola, sin otras formas económicas de qué alimentarse, y que al mismo tiempo que tiene la tendencia a convertirse en forma única, fracasa por la incapacidad interna de su desarrollo. Es una contradicción histórica viva en sí misma. Su movimiento de acumulación es la expresión, la solución constante y, al mismo tiempo, la graduación de la contradicción. A una cierta altura de la evolución, esta contradicción sólo podrá resolverse por la aplicación de los principios del socialismo; de aquella forma económica que es, al mismo tiempo, por naturaleza, una forma mundial y un sistema armónico, porque no se encaminará a la acumulación, sino a la satisfacción de las necesidades vitales de la humanidad trabajadora misma y a la expansión de todas las fuerzas productivas del planeta.
La guerra es la forma de vida del capitalismo en su decadencia. Aunque en los primeros momentos el imperialismo apareciera tan solo con claridad en las naciones más desarrolladas, es decir, aquellas con grandes masas de capital incapaces de encontrar colocación dentro de sus fronteras, se evidencia pronto como global bajo la forma de guerra mundial. Lo que da paso a una primera guerra mundial es precisamente lo que caracteriza el paso a la decadencia y es la base misma del imperialismo: la ausencia de mercados internos suficientes en los que realizar la plusvalía producida mundialmente por el capitalismo como un todo.
La causa última del primer imperialismo fue que el mercado mundial no-capitalista se estaba tornando demasiado pequeño ya para las necesidades de la acumulación capitalista. Pero si esto lo sufrieron antes y rápidamente los estados con capitales más concentrados, en realidad era un fenómeno global que se hizo abiertamente omnipresente con el estallido de la guerra. Por algo es la primera guerra mundial. Si faltan mercados extracapitalistas suficientes para los grandes, en realidad faltan para todos. El imperialismo, aunque pudiera parecerlo en un primer momento, no es un grado de desarrollo de un capital nacional determinado, es una fase, un estadio que se va consolidando conforme el capitalismo se acerca al momento en el que se torna incapaz de desarrollar las fuerzas productivas como hasta entonces y comienza a ser un corsé para ellas.
Esta cuestión que es obvia a poco que se piense, es importantísima desde el punto de vista de los trabajadores y sus alianzas. Porque quiere decir que no existe posibilidad para que ninguna fracción de la burguesía pueda ser ya progresista. Todas ellas chocarán frente al mismo muro. Si hablamos de liberación nacional, descubrirán la imposibilidad de un desarrollo independiente del capital nacional. Si hablamos de los sectores «democráticos» de la burguesía, acabarán impulsando la guerra como los más autoritarios. Todo apoyo a una sección de la burguesía nacional en cualquier lugar llevará indefectiblemente al encuadramiento y la matanza de trabajadores en pos de un capital nacional necesariamente imperialista.
Como había sabido prever ya Rosa Luxemburgo en «La cuestión nacional y la autonomía» (1908) criticando la consigna de la «autodeterminación», el famoso «derecho a decidir» no acerca hoy ni un ápice a un desarrollo capitalista «progresivo» pero sí al imperialismo y la guerra imperialista.
La «autodeterminación», la existencia autónoma de las mini y micronaciones, es cada vez más ilusoria. Este retorno a la existencia autónoma de todas o, al menos, de la gran mayoría de las naciones actualmente oprimidas solo sería posible si la existencia de pequeños estados tuviera posibilidades y perspectivas de futuro en la época capitalista. Por ahora son tan necesarias las condiciones económicas y políticas propias de un gran estado en la lucha por la existencia de las naciones capitalistas, que incluso los pequeños estados políticamente independientes, formalmente iguales en derechos, que existen en Europa, solo desempeñan un papel simbólico y la mayor para de las veces son títeres de otros estados.(…)
El segundo aspecto fundamental de la evolución reciente, que hace utópica esta consigna, es el imperialismo capitalista. (…) Teniendo en cuenta esta evolución y la necesidad que tienen los grandes estados capitalistas de la lucha por la existencia en el mercado internacional, de la política universal y de las posesiones coloniales, «lo más adecuado para realizar sus funciones en las condiciones actuales», es decir, lo que mejor corresponde a las necesidades de la explotación capitalista, no es el «estado nacional» -como supone Kautsky- sino el estado imperialista. (…)
Tal como lo entienden los socialistas, este derecho [la autodeterminación] debe tener, por su misma naturaleza, un carácter universal, y el solo hecho de reconocerlo así basta para poner de manifiesto que la esperanza de realizar este «derecho» en el sistema existente es una utopía en contradicción directa con la tendencia del desarrollo capitalista, sobre cuya base se ha constituido la socialdemocracia. Volver al objetivo de dividir todos los estados existentes en unidades nacionales y limitarlas mutuamente según el modelos de los estados y los pequeños estados nacionales es una tentativa desesperada y, desde un punto de vista histórico, reaccionaria.
Ni hablemos de «guerras de liberación nacional», que no pueden ser sino guerras imperialistas por diferentes que sean las formas que tomen. Y es que ya en 1914 la guerra no solo era la expresión de la contradicción permanente en que se había convertido el capitalismo, era también la peculiar vía de solución hacia la que se orientaba la burguesía, el único camino al que recurrirá una y otra vez en un ciclo perverso de crisis, guerra, reconstrucción y nueva crisis que solo la clase trabajadora puede romper. Como apuntaba Amadeo Bordiga desde prisión allá por 1929:
Es interesante considerar cómo una solución «conservadora», es decir, que prolongue los tiempos del ciclo capitalista, consiste en la destrucción del capital constante producido, es decir, instalaciones y recursos, y en la reducción de países ya ricos, avanzados en el sentido industrial, a países verdaderamente devastados, destruyendo sus instalaciones (fábricas, ferrocarriles, barcos, maquinaria, construcciones de todo tipo, etc.). De este modo la reconstitución de esa enorme masa de capital muerto permite una ulterior carrera alocada en la inversión de capital variable, es decir, de trabajo humano viviente y explotado.
Las guerras llevan a la práctica esta eliminación de instalaciones, recursos y mercancías, mientas que la destrucción de brazos obreros no sobrepasa a su producción, debido al incremento del prolífico animal-hombre.
Se entra después en la civilizadísima reconstrucción (el mayor negocio del siglo para los burgueses: un aspecto todavía más criminal de la barbarie capitalista que la propia destrucción bélica) basada en la insaciable creación de nueva plusvalía.
Por eso de 1914 en adelante da igual quienes sean los bandos burgueses enfrentados en una guerra. Todo el que llama al reclutamiento, sea en un ejército estatal, sea en una «resistencia» nacional o «partisana», está sirviendo de proveedor de carne para la matanza imperialista y desviando a la clase de elevar su propia respuesta independiente, la única que puede parar la carnicería igual que hizo en 1917.
El capitalismo de estado es la forma de organización característica de la burguesía en el capitalismo decadente. El primer imperialismo, aparentemente limitado a los grandes estados capitalistas europeos, Japón y EEUU, mostrará los primeros signos también de una nueva forma de organización de la burguesía y el estado que se generalizarán en la etapa decadente del capitalismo. Poco a poco la competencia capitalista es sustituida por pequeños grupos de grandes empresas nacidos de fusiones y concentraciones gigantescas de capital. Estas, hasta entonces dueñas de los bancos, se convierten en propiedad de estos. Y todos se entreveran con el estado en lo que no es sino una forma de socialización, es decir, de orientación organizada de toda la sociedad hacia un único objetivo: la reproducción del capital. Con ella cambia la estructura misma de la burguesía: las fronteras entre las viejas clases latifundistas, los capitanes de industria, los banqueros y la alta burocracia del estado se harán borrosas. Buena parte de la burguesía dejará de tener «la» propiedad de una gran industria para convertirse en accionistas de consorcios financieros. Otros ni siquiera eso, las rentas que mantienen e incentivan a la burguesía contemporánea en todo el mundo, han perdido la centralidad productiva de otrora a pesar de la desigualdad infame de ingresos y toman formas extremadamente diversas y a veces imaginativas que a veces se clasifican simplemente como «corrupción». En buena parte de los nuevos estados producto de revoluciones nacionales, comenzando por Turquía, el primer país que consiguió su «liberación nacional» en la época imperialista, la nueva burguesía nacional estará formada fundamentalmente por militares, altos burócratas, gestores, banqueros y miembros del propio aparato político del nuevo estado... que generarán también burguesías empresariales. Aunque hoy resulte lejano es algo muy parecido a lo vivido desde 1914 por la burguesía española o la argentina, cuyas principales facciones industriales vienen de la absorción de algún fenómeno empresarial exitoso, es decir con capacidad monopolista e imperialista -como ha pasado recientemente con Inditex en España- pero con aun más frecuencia, de la privatización compañías públicas y la creación de compañías privadas monopolísticas bajo el ala del estado y los bancos (Repsol, Telefónica, Prisa, etc.).
Ese es el capitalismo en el que vivimos hoy en día, en el que la burguesía de estado es descrita incluso por la prensa burguesa como una amalgama de «castas», «oligarcas», «aparatchiks» y «redes de poder». Lenin nos contaba en su famoso folleto «El imperialismo, fase superior del capitalismo» (1916) cómo todo esto comenzó a tomar forma a principios del siglo XX:
Esta transformación de la competencia en monopolio constituye uno de los fenómenos más importantes, -por no decir el más importante- de la economía del capitalismo en los últimos tiempos. (…)
(…)La competencia se convierte en monopolio. De ahí resta un gigantesco progreso de socialización de la producción. Se socializa también, en particular, el proceso de los inventos y perfeccionamientos técnicos.
Esto no tiene nada que ver con la antigua libre competencia de patronos dispersos, que no se conocían y que producían para un mercado ignorado. La concentración ha llegado a tal punto que se puede hacer un inventario aproximado de todas las fuentes de materias primas (por ejemplo, yacimientos de minerales de hierro) de un país, y aun, como veremos, de varios países y de todo el mundo. No solo se realiza este cálculo, sino que asociaciones monopolistas gigantescas se apoderan de dichas fuentes. Se efectúa el cálculo aproximado de la capacidad del mercado, que las asociaciones mencionadas se «reparten» por contrato. Se monopoliza la mano de obra capacitada, se contratan los mejores ingenieros, y las vías y los medios de comunicación -las líneas férreas de América y las compañías navieras en Europa y América- van a parar a manos de monopolistas. El capitalismo en su fase imperialista, conduce de lleno a la socialización de la producción en sus más variados aspectos; arrastra, por decirlo así, a los capitalistas, en contra de su voluntad y su conciencia, a cierto régimen social nuevo, de transición de la absoluta libertad de competencia a la socialización completa.(…)
Nos hallamos en presencia, no ya de la lucha competitiva entre grandes y pequeñas empresas, entre establecimientos atrasados y establecimientos adelantados en el aspecto técnico. Nos hallamos ante la estrangulación por los monopolistas de todos los que no se someten al monopolio, a su yugo, a su arbitrariedad.(…)
El desarrollo del capitalismo ha llegado a un punto tal que, aunque la producción mercantil sigue «reinando» como antes y es considerada base de toda la economía, en realidad se halla ya quebrantada y las ganancias principales van a parar a los «genios» de las maquinaciones financieras. Estas maquinaciones y estos chanchullos tienen su asiento en la socialización de la producción; pero el inmenso progreso de la humanidad, que ha llegado a esa socialización, beneficia… a los especuladores. Más adelante veremos cómo, «basándose en esto», la crítica pequeñoburguesa y reaccionaria del imperialismo capitalista sueña con volver atrás, a la competencia «libre», «pacífica» y «honrada». (…) La supresión de las crisis por los cárteles es una fábula de los economistas burgueses, los cuales ponen todo su empeño en embellecer el capitalismo. Al contrario, el monopolio que se crea en varias ramas de la industria aumenta y agrava el caos propio de toda la producción capitalista en su conjunto.(…)
Los capitalistas dispersos vienen a formar un capitalista colectivo. Al llevar una cuenta corriente para varios capitalistas, el banco realiza, aparentemente, una operación puramente técnica, únicamente auxiliar. Pero cuando esta operación crece hasta alcanzar proporciones gigantescas, resulta que un puñado de monopolistas subordina las operaciones comerciales e industriales de toda la sociedad capitalistas, colocándose en condiciones -por medio de sus relaciones bancarias, de las cuentas corrientes y otras operaciones financieras- primero, de conocer con exactitud, la situación de los distintos capitalistas, después, controlarlos, ejercer influencia sobre ellos mediante la ampliación o la restricción del crédito facilitándolo o dificultándolo, finalmente decidir enteramente su destino, determinar su rentabilidad, privarles de capital o permitirles acrecentarlo rápidamente y en proporciones inmensas, etc.(…)
Paralelamente se desarrolla, por decirlo así, la unión personal de los bancos con las más grandes empresas industriales y comerciales, la fusión de los unos y de las otras mediante la posesión de las acciones, mediante la entrada de los directores de los bancos en los consejos de supervisión (o directivas) de las empresas industriales y comerciales, y viceversa.(…) La «unión personal» de los bancos y la industria se completa con la «unión personal» de unas y otras sociedades con el gobierno. «Los puestos en los consejos de supervisión -escribe Jeidels- son confiados voluntariamente a personalidades de renombre, así como a antiguos funcionarios del Estado, los cuales pueden facilitar en grado considerable (!!) las relaciones con las autoridades». (…)
Resulta, de una parte, una fusión cada día mayor, o según la acertada expresión de N.I. Bujarin, el engarce de los capitales bancario e industrial y, de otra, la transformación de los bancos en instituciones de un verdadero «carácter universal». (…)
En los medios comerciales e industriales se oyen con frecuencia lamentaciones contra el «terrorismo» de los bancos (…) En el fondo, se trata de las mismas lamentaciones del pequeño capital con respecto del yugo del grande, solo que en este caso la categoría de «pequeño» capital corresponde a ¡todo un consorcio! La vieja lucha entre el pequeño y el gran capital se reproduce en un grado de desarrollo nuevo e inconmensurablemente más elevado.(…)
Concentración de la producción; monopolios que se derivan de la misma; fusión o engarce de los bancos con la industria: tal es la historia de la aparición del capital financiero y lo que dicho concepto encierra. (…) La gestión de los monopolios capitalistas se convierte indefectiblemente, en las condiciones generales de la producción mercantil y de la propiedad privada, en la dominación de la oligarquía financiera (…) [Mientras] los apologistas del imperialismo y del capital financiero no ponen al descubierto sino que disimulan y embellecen el mecanismo» de la formación de las oligarquías, sus procedimientos, la cuantía de sus ingresos «lícitos e ilícitos», sus relaciones con los parlamentos etc., etc.
Una tendencia que recordaba la pertinencia de las críticas de Marx contra aquellos oportunistas alemanes que confundían la meta socialista con un eventual «socialismo de estado». Ni que decir tiene que la expansión del modelo capitalista de estado stalinista, muchas veces con aspectos y formas monstruosas, a partir de los años cuarenta en Asia, Africa y el Caribe llevó esta tendencia hasta la parodia más cruel y sanguinaria bajo las banderas de la liberación nacional y de la misma gran mentira actualizada: presentar como socialismo lo que no era sino la particular forma de capitalismo de estado resultante de la contrarrevolución rusa.
El comunismo no es un capitalismo de estado. Ni siquiera el capitalismo de estado es la forma de llegar a él. El comunismo es un modo de producción en el que, tras liberarse las fuerzas productivas hoy aprisionadas y tornadas destructivas por el capitalismo, la desmercantilización total es un hecho extendido y la abundancia total lo es con ella. Es una sociedad sin estado y sin ningún tipo de trabajo asalariado ni «esclavo de la necesidad»; una sociedad no fracturada en clases, pero que tampoco divide entre trabajo manual e intelectual, entre campo y ciudad, entre ramas del conocimiento.
El periodo de transición es tal, como todo lo que hace al movimiento de clase, precisamente en la tensión hacia ese futuro. Socialismo es solo ese periodo en el que el capitalismo de estado -forma concreta de organización del capital nacional hoy día- se ve erosionado no solo por la sustitución del estado burgués por otro basado en asambleas y comités electos y revocables bajo control de la clase, sino sobre todo por la subversión y la negación permanente, estratégica, desde el primer momento, de la ley del valor. Como dice el «Pro segundo Manifiesto Comunista» (1961)
Se ha hecho imperativo establecer que la transición del capitalismo al comunismo, la dictadura del proletariado, es un concepto sociológico marxista, inseparable de la más completa democracia en el seno de las masas trabajadoras, ellas mismas en proceso de desaparición como clase. La emancipación de los trabajadores es obra de los trabajadores mismos. Le vuelven la espalda cuantos la identifican con la dictadura de un partido o siquiera de varios, cual la dictadura capitalista llamada democracia parlamentaria. Sólo la desaparición de la ley mercantil del valor, basada toda ella en el trabajo asalariado, acarreará la extinción del Estado. Sin adentrarse en ésta desde el principio mismo de revolución, el Estado se transforma rápidamente en el organizador de la contrarrevolución.
El capitalismo de estado absorbe todas las «instituciones representativas obreras». Comenzando por los grandes partidos de masas, como se vio ya en la primera guerra mundial, cuando el SPD y con él todos los grandes partidos socialistas de la II Internacional cerraron filas en torno a «sus» burguesías y llamaron a filas a los trabajadores a degollarse y masacrarse de a millones. Con ellos moría la posibilidad también de una «representación parlamentaria» de los trabajadores. Entre otras cosas porque esa concentración de la burguesía en el estado ha vaciado también a los parlamentos mismos. Otrora eran lugar de encuentro de los grupos y tendencias de las clases dominantes, hoy representan los sabores de su aparato político, no las tendencias de los distintos grupos de capital, fundidas hace tiempo en un metabolismo no menos contradictorio, pero común, que recorre en canal toda la maquinaria directiva del estado, la comunicación, las finanzas y las grandes empresas.
Tres cuartos de lo mismo ha pasado con los sindicatos. Aunque se olvide a menudo, los sindicatos no solo fueron parte del esfuerzo de guerra y abanderados del reclutamiento bajo banderas burguesas en todas las guerras desde 1914, cuando llegó la primera gran oleada revolucionaria, se pusieron en contra de la revolución y desde entonces, los sindicatos han sido constantemente un freno al desarrollo político de las luchas de clase. El capitalismo decadente que comenzaba entonces, es un capitalismo de estado, con sus monopolios y organizaciones industriales en cada sector. Todo lo que había pasado es que los sindicatos obreros habían pasado de instituciones mediadoras a organizaciones monopolísticas -ligadas al estado por tanto- de la fuerza de trabajo.
Lo hemos visto en estos meses: en tanto que institución estatal especializada, los sindicados se integran en la determinación estatal de los salarios en todas las ramas de la producción: primero calculan con el gobierno un salario mínimo que se adapte a los objetivos de inflación, a partir de ahí crean un marco con la patronal y finalmente este marco se adapta en cada empresa, teniendo en cuenta su situación particular, en «mesas de negociación» entre el comité de empresa y la dirección. Como escribían G. Munis y Benjamin Peret en 1947 en «Los sindicatos contra la revolución»:
El recorrido de los sindicatos y el del capitalismo individual se funde y confunde en la centralización suprema, estatal, del capital y del poder político. La experiencia rusa precisamente, nos mete por los ojos el dicho recorrido sindical ya cumplido. Allí, los sindicatos no conviven con la burguesía inexistente, ya no son vendedores sino compradores de la fuerza de trabajo obrera, como parte constituyente que son, de la depositaria general del capital, que es el Estado. En suma, su función cerca del capital variable (el proletariado) les ha llevado a la copropiedad indivisa del capital constante. El siervo de ayer se ha transformado en señor, meta anhelada de los sindicatos y sus mentores políticos en el mundo occidental.
Todos los sindicatos del mundo Occidental y «neutro», sin excepción, están en trance de pasar de la «libre» concurrencia entre la oferta y la demanda de la fuerza de trabajo a la fase de regimentación de la oferta por la demanda, o sea, de la clase obrera por el capital monopolista o estatal, monopolio exclusivo. (...)
Es el burócrata sindical quien paraliza la acción obrera. La primera consigna de los revolucionarios debe pues ser: «!Fuera los burócratas sindicales¡» pero el principal enemigo lo constituye el stalinismo y su aparato sindical, por ser partidario del capitalismo de estado, es decir, de la fusión completa del estado y del sindicalismo. Es pues el más clarividente defensor del sistema capitalista, ya que señala, para tal sistema, la forma más estable que pueda concebirse hoy.
No se podrá, empero, destruir un organismo existente sin aprontar otro adaptado a las necesidades de la revolución social. Esta misma se ha encargado de mostrarnos, cada vez que ha hecho aparición, su instrumento predilecto, el comité de fábrica directamente elegido por los trabajadores en sus lugares de trabajo, de componentes revocables en todo momento. Es el único organismo que puede, sin cambiar, dirigir los intereses obreros en la sociedad capitalista sin dejar de apuntar a la revolución social, dar cumplimiento a ésta y, una vez su victoria asegurada, constituir la base de la sociedad futura. Su estructura es la más democrática que cabe concebir, puesto que elegido en los lugares mismos de trabajo por el conjunto de los trabajadores, que controlan cotidianamente su acción y puede destituirlo siempre para nombrar otro. Su constitución ofrece el mínimo de riesgos de degeneración debido al control constante y directo que los trabajadores pueden ejercer sobre sus delegados. Además, el contacto permanente entre responsables y electores favorece al máximo la iniciativa creadora de la clase obrera, llamada así a tomar sus destinos en sus propias manos y a dirigir directamente sus luchas. Tal comité, que representa auténticamente la voluntad obrera, está llamado a gestionar la fábrica, a organizar su defensa contra la policía y las bandas reaccionarias del stalinismo o del capitalismo tradicional. Una vez victoriosa la revolución, a él tocará indicar a la dirección económica regional, nacional, e internacional después, (estas también directamente elegidas por los trabajadores), la capacidad de producción de la fábrica, sus necesidades en materias primas y de mano de obra. En fin, los representantes de cada fábrica se verán llamados a constituir en las escalas regional, nacional, e internacional, el nuevo gobierno, distinto de la dirección económica, cuya principal tarea consistirá en liquidar la herencia del capitalismo y asegurar las condiciones materiales y culturales de sus propia desaparición progresiva.
Es el organismo revolucionario por excelencia a la vez político y económico, por lo cual su simple constitución representa una especie de insurrección contra el estado capitalista y sus esbirros sindicales, puesto que aglomera todas las energías obreras contra el estado capitalista, incluso el estado investido de poderes económicos. Por esa razón misma lo vemos surgir espontáneamente en momentos de crisis social aguda, pero en nuestra época de crisis crónica, es preciso que los revolucionarios lo preconicen desde ahora si quieren terminar con la injerencia de los burócratas sindicales en las fábricas y devolver a los trabajadores la iniciativa de su emancipación. Destruyamos pues los sindicatos en nombre de los comités de fábrica democráticamente elegidos por la asamblea de obreros en cada lugar de trabajo y revocables en cualquier momento.
Algunas consecuencias
El texto anterior ya se nos hacía demasiado largo para este medio y abre muchas preguntas para discusiones posteriores. Sin embargo muestra a las claras lo que a nuestro juicio es central en la situación actual: el comunismo no es un ideal ni un sueño profético de unos cuantos iluminados, sino una necesidad material de la especie humana que solo los trabajadores podemos llevar a hacer realidad. Usando un lenguaje querido a las viejas generaciones: las condiciones materiales están dadas por el desarrollo decadente del capitalismo durante más de un siglo. Las condiciones subjetivas están lastradas por la gran mentira que presentó machaconamente al capitalismo de estado stalinista como «comunismo», mentira que se impuso como verdad social con el concurso de todas y cada una de las burguesías de estado, la máxima implicación de sus medios de comunicación, educación y propaganda y todo su aparato político desde la ultraizquierda a la ultraderecha pasando por la universidad. Ser útiles a que nuestra clase venza esa trampa sigue siendo la primera batalla a la que estamos llamados para superar el capitalismo.
El legado nefasto del período anterior, que se entrama a las rivalidades interimperialistas exige, para que se desate una ofensiva persistente por encima de las fronteras, la presencia de una o varias organizaciones que hayan puesto en claro la copiosa experiencia del pasado y suficientemente conocidas para atraer la atención del proletariado en lucha. Las condiciones objetivas de la revolución comunista no bastan para garantizar su victoria, y la condiciones subjetivas no serán necesariamente engendradas por las primeras. Las condiciones subjetivas no son otra cosa que la conciencia teórica de la experiencia anterior y de las posibilidades máximas ofrecidas al proletariado; es el conocimiento anhelante de acción humana y listo para mudar su existencia subjetiva en existencia objetiva. Ahora bien, jamás la preparación teórica ha estado tan descentrada, tan en zaga de la experiencia y de las posibilidades como hoy. Es otra consecuencia, directa e indirecta, de la superchería aún vivaz de la contrarrevolución stalinista. Y tal retraso explica que la práctica esté tan alejada de las posibilidades inmediatas.
Partido-estado, stalinismo, revolución. G. Munis, 1976