Nutrición, gastronomía y revolución
Cómo la Revolución rusa transformó la relación de los trabajadores con la alimentación.
Una revolución no es una masa de gente tirada a la calle «protestando» con partidos «revolucionarios» dirigiéndolas para hacerse con el poder. Es, en nuestra época, un proceso de organización masiva que crea las consciencia de condiciones y los órganos a través de los cuales los trabajadores ganan la capacidad para re-organizar colectiva y conscientemente todo el entramado social. A poco que lo pensemos, tan tremendo estallido y desarrollo de capacidades colectivas, a contracorriente de los fundamentos mismos de la sociedad capitalista, difícilmente puede quedarse en lo meramente político. Históricamente, las revoluciones de la clase trabajadora trastocaron todos los ámbitos sociales expresando en cada una de ellos el programa implícito en su propia situación como «clase universal»: la imposición de la satisfacción de las necesidades humanas como criterio general de la organización social. La historia de los trabajadores no es una historia de estampitas épicas, batallas milagrosas y caudillos geniales como fue el relato de todas las revoluciones burguesas. Desde 1378 que se produce la primera insurrección proletaria aun antes de implantarse el capitalismo como sistema, es más bien una tentativa a saltos de gigantescas exploraciones colectivas que no dejan nada fuera de su alcance. Son movimientos aparentemente intermitentes y explosivos. Pero solo aparentemente, porque a poco que ampliemos la perspectiva, cada «salto», cada «explosión revolucionaria» se descubre deudora del anterior intento que se había considerado frustrado.
Aterricemos ésto a lo más básico: la comida. Puede parecer absurdo. La reivindicación del «pan» en las primeras fases previas a la toma del poder, no tenía nada de metafórica; y la producción y distribución de comida, dependiente de las necesariamente conflictivas «relaciones entre el proletariado y el campesinado» fue desde el primer momento un problema capital de la Revolución en Rusia, acentuado además por su aislamiento. De hecho fueron las hambrunas producidas por la guerra civil las que acabaron desbandando a buena parte del proletariado urbano a principios de los 20 debilitando decisivamente a los soviets frente al ascenso de la burocracia. Es decir, el cuadro general parecería la situación menos propicia del mundo para que millones de personas se replantearan las funciones de la comida, impulsaran la investigación sobre la nutrición e intentaran socializar la cocina y la alimentación como una prioridad universal. Y sin embargo eso fue exactamente lo que sucedió.
¡Abajo la esclavitud de la cocina!
El 27 de octubre de 1917 (9 de noviembre), día dos de la revolución, el II Congreso Panruso de los Soviets aprueba el decreto que permite a los soviets locales organizar sistemas de «cocina comunal». Un año después solo en Peters y Moscú había más de 3.000 comedores así en los que millones de trabajadores comían cada día. «Socializar» la cocina respondía a tres objetivos fundamentales.
El primero, que surgía de «la iniciativa de las masas», era la necesidad de convertir progresivamente la alimentación en un derecho universal efectivo y gratuito. Lo será de forma completa en muchos lugares y finalmente se consolidará la gratuidad para los menores de edad.
El segundo, era organizativo: poder organizar con cierta racionalidad la satisfacción colectiva de las necesidades. La idea de organizar al proletariado de cada barrio y en cada gran complejo industrial en una gran cooperativa de consumo será afirmada cada vez con más fuerza por los bolcheviques y Lenin la hará una de las banderas de la NEP en 1920. Si durante el comunismo de guerra se entendió como una forma de agrupar y calcular necesidades en medio de una escasez creciente, a partir de 1920 se presentará como la forma en que los trabajadores podían ejercer poder colectivamente frente al campesinado en el mercado de productos de alimentación creado por la NEP.
El tercero era la idea de «acabar con la esclavitud de la cocina». Una idea heredada de Bebel y su libro «La mujer y el socialismo» que tenía una fuerza excepcional entre los trabajadores. El fin de la cocina familiar -y con ella de la madre obrera cocinera- se consideraba casi universalmente como la base material -junto con las guarderías- para la reorganización igualitaria de la familia y se fundía además con la extraordinaria explosión comunal de los años veinte que involucró a millones de trabajadores en experiencias de vivienda y producción colectivas. Es difícil sobrevalorar el peso de las ideas de Bebel leyendo a Kolontai por ejemplo:
Cualquiera que sepa ver y observar reconoce que la vida cotidiana se ha modificado profundamente. En el transcurso de los últimos cuatro años, nuestra república obrera ha extirpado las raíces mismas de la esclavitud secular de la mujer. [...] Desde otoño de 1918 hemos adoptado en todas las ciudades el principio de las cantinas públicas. Las cocinas municipales y las comidas gratuitas para los niños y los adolescentes han tomado el lugar de la economía familiar. El desarrollo y la aplicación de nuestras cocinas públicas al conjunto de la sociedad han sido frenados desgraciadamente por nuestra pobreza y la falta de productos alimenticios. Pero el principio del sistema de alimentación colectiva ha entrado en la práctica, y ya estamos instalando centros de abastecimiento, aun careciendo todavía de víveres para organizar una distribución más racional, planificada y centralizada.
«El cambio revolucionario de la vida cotidiana», Alexandra Kolontai, conferencia en el Instituto Sverdlov en 1921.
¿Qué se comía en estas cantinas? Básicamente... lo que había. En las fase previa a la guerra civil sabemos que en comedor del Smolni los días que llegaban raciones de carne se engordaban en «Chuletas de condenado», la versión original del «filete ruso» español. La carne se molía con cebolla, pimienta, pan remojado en leche -si había- y perejil, el resultado se amasaba, se empanaba y se freía. Hoy se suele servir con un poco de mostaza. Rosmer nos cuenta de la escasez de la comida en el Hotel Lux, donde los sindicatos y la Internacional Sindical Roja tenían su sede. Para 1920 la mayoría de los días en que los dirigentes de la Internacional podían comer, comían sopa de arenque.
Pero eso no quiere decir que no hubiera una «reflexión gastronómica». Al revés. Otra cosa es que no era, y es lógico dadas las condiciones, demasiado hedonista. Su objetivo primordial era ir más allá del «higienismo» heredado también de la IIª Internacional para descubrir las «bases científicas de la dieta» y poder asegurar, en la escasez, una dieta mínima que respondiera a las necesidades de cada uno. Los futuristas fueron, una vez más, pioneros en ésto, pero también el Proletkult empujó. El resultado llegó tarde. En 1927, cuando los soviets ya están prácticamente destruidos -aunque no serán abolidos legalmente hasta la constitución stalinista de 1937- se celebra la «Conferencia sobre Nutrición de la Unión de Soviets» de la que habría de salir el «Instituto Estatal Central de Alimentación Pública» dependiente del Comisariado del Pueblo para la Salud de la «República Socialista Federativa de los Soviets de Rusia» (RSFSR).
La contrarrevolución culinaria
Pero para cuando esto ocurre, en 1930, la burocracia stalinista ya acapara todo el poder y se está aplicando a destruir todo lo creado durante la Revolución. Entre ellos el sistema universal de alimentación tendente a la gratuidad. Con los «salarios diferenciales» volvían los restaurantes para ricos y los infiernillos en las casas mal abastecidas de los trabajadores
Las reformas que se sucedieron a partir de junio de 1932 revelaron el verdadero rostro del régimen. Stalin empezó anatemizando una de las aspiraciones más deseadas por los obreros, una de las pocas conquistas de octubre que aún no les habían arrebatado: el principio de igualdad económica en el proletariado. Sobre un orden dictatorial, se instauró un nuevo evangelio: la jerarquía obrera, la «reforma del sistema de salarios» con el objetivo de crear «mayores diferencias en la remuneración entre grupos diferentes». Este principio esencialmente capitalista se declaró conforme al socialismo y el comunismo. ¡Al antiguo principio se le declaró una guerra sin cuartel y se le estigmatizó con el nombre de «nivelacionismo» pequeño-burgués!…
Ya no era el colectivismo ni la solidaridad, aunque fuese obligatoria, lo que debía estimular al obrero para producir, sino el viejo principio capitalista del egoísmo y el beneficio. Además se introdujo un sistema de trabajo a destajo –el «destajo con primas progresivas»– que hacía mucho tiempo que había sido abolido en occidente gracias a los esfuerzos del movimiento obrero. Tras doblar la coerción administrativa con un nuevo sweating system, los dirigentes soviéticos proclamaron que la intensidad del trabajo no tenía límites: el límite fisiológico que tiene la producción capitalista «nosotros lo hemos abolido en el país del socialismo gracias al entusiasmo de los obreros». El «ritmo de las galeras» en el trabajo en serie de los países capitalistas a partir de ahora había que… acelerarlo.
Si se esforzaban en crear «mayores diferencias en la remuneración» entre los obreros según su cualificación, ¿qué decir del abismo que existía entre los obreros y los funcionarios, fueran comunistas o no? La «vida alegre» de la que disfrutaban las capas superiores en perjuicio de las masas miserables no deja de sorprender al turista extranjero que visita la URSS y se preocupa en mirar un poco a su alrededor. Esta «vida alegre» se legalizó por vez primera tras el discurso de Stalin de junio de 1931. Para aumentar aún más los privilegios que tenían en el abastecimiento y el alojamiento se creó una nueva red de distribución cerrada y unos restaurantes reservados a los altos administradores comunistas o sin partido. En fin, se crearon «almacenes estatales» para su uso exclusivo en los que se podía comprar absolutamente todo a unos precios inaccesibles para el obrero. Los restos del «comunismo de guerra», como le gustaba llamarlos a la burocracia al comienzo del Plan Quinquenal, se tiraron a la basura. Todo esto olía a puro egoísmo de clase, y los relatos de los presos recientemente llegados a la prisión confirmaban la impresión de que esta nueva política respondía a una tendencia profunda y duradera. El pueblo no se engañaba cuando definía la situación con estas amargas palabras: «No hay clases entre nosotros, sólo hay categorías». En efecto, toda la población de Rusia estaba repartida en cinco o seis categorías desde el punto de vista de su nivel de vida, que situaban a cada uno en el lugar que le correspondía en la sociedad. Pero en la época de la que hablamos la etiqueta de «dictadura del proletariado» aún no se había reemplazado por la de «pueblo soviético»; los obreros más favorecidos aún pertenecían a la Categoría Nº 1 y la burocracia designaba sus privilegios con el anodino título de «categoría número cero».
Sin embargo el giro era tan manifiesto y brutal que quienes estaban en libertad no podían estar equivocados. Un director de una fábrica de Moscú que llegó a 1932 a nuestra prisión definía de esta forma la situación del personal comunista: «Durante el día hacemos propaganda entre los obreros a favor de la línea general y les explicamos que el socialismo está a punto de triunfar; pero por la tarde, entre colegas, mientras tomamos el té, nos preguntamos si realmente representamos al proletariado o a una nueva clase explotadora…»
La tendencia a consolidar este nuevo orden de cosas surgido del Plan Quinquenal también se manifestaba mediante un deseo de conciliar los diversos elementos que componían la élite social. Los «especialistas sin partido», a los que ayer aún se acosaba si piedad, hoy se proclamaba que eran aliados de la burocracia comunista. «Hay evidentes síntomas de que estos medios intelectuales están cambiando su actitud», decía Stalin. «Estos intelectuales que antes simpatizaban con los saboteadores hoy apoyan al poder soviético… Es más: una parte de los viejos saboteadores empieza a colaborar con la clase obrera.»
El «nuevo estilo» de las ciudades soviéticas, la reapertura de elegantes tiendas, restaurantes y clubs nocturnos, la fácil y relajada vida de los dirigentes, todo esto recordaba a la N.E.P. Pero no había iniciativa privada, ni comerciantes ni nepistas… La N.E.P. sin los nepistas era el símbolo de la nueva Rusia que sustituía el comercio privado por el estatal, al comerciante por el burócrata, ¡la N.E.P. privada por la N.E.P. de Estado!
Ante Ciliga. En el país de la mentira desconcertante, 1937
Con la perspectiva de la socialización de la alimentación cortada en seco, la mujer obrera volvió a ser considerada la «reina de la casa» y se glorificaron todos los viejos roles de género que la revolución había querido superar. Por supuesto no faltó resistencia entre las trabajadoras... pero no se enfrenta una contrarrevolución por sus consecuencias cotidianas, sino por su núcleo.
¿Qué rumbo podía tomar en ese marco el «Instituto de Nutrición»? El lógico y esperable: pasar a dependencia de la «Academia de Ciencias», rama especializada de la burocracia, y dedicarse al milagro deseado por toda burguesía del mundo: alimentar a los obreros con restos procesados. El principal objetivo del Instituto no fue otro que intentar crear lo que hoy se comercializa como «Soylent», comida sintética de restos que suple las necesidades alimentarias médicamente aconsejadas bajo la forma de una papilla líquida. No hay que perder tiempo ni en parar de trabajar para comer.
Mientras, la burocracia volvía a las modistas y a los restaurantes con recetas y gurús de la época zarista. Restaurantes «nostálgicos» de cuya evolución surgiría la mal llamada «Cocina soviética» de los sesenta y setenta. Para entonces hacía mucho que no quedaban soviets.