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22/09/2019 | Crítica de la ideología

Entre promesas electorales e intentos de presentar a una generación como la «generación Greta», los periódicos y telediarios españoles descubren «de repente» que la juventud existe y se aplican a describirla en gamas del rosa. La realidad, sin embargo, no podía ser menos optimista y pastelosa.

Los jóvenes y las condiciones de trabajo

Quien compara los ingresos de los jóvenes con los de sus padres en Alemania, Irlanda o España, descubre que la relación ha caído en picado. La causa es que por un lado cada vez menos jóvenes tienen trabajo, y por otro que los trabajadores jóvenes cobran un porcentaje cada vez menor de lo que sus padres cobraban por hacer el mismo trabajo.

La dilación de los ataques sobre los salarios y las condiciones de trabajo, su concentración en las generaciones más jóvenes, es una estrategia iniciada en los ochenta por los gobiernos de Felipe González en España. La fórmula «mantenimiento de condiciones y buena prejubilación para los padres, precarización y salario mínimo para los hijos» fue fundamental para hacer tragar el fin de la generalización del trabajo fijo, la seguridad laboral y las protecciones al despido.

Treinta años después de las reconversiones de Felipe González, el gran «aporte» de Sánchez en España y Costa en Portugal ha sido descubrir que en un marco general de precarización de los contratos y despidos baratos, subir el salario mínimo baja el total del coste laboral. Dicho de otro modo: subir el salario mínimo, permite pagar en conjunto menos a los trabajadores.

¿Por qué? Porque las empresas despiden a los trabajadores con salarios medios y los sustituyen por otros de igual formación a los que pagan el nuevo salario mínimo. El resultado, como se ve en el gráfico de arriba, es una aceleración de la tendencia a la implosión de los salarios medios. La distribución salarial que se concentra en los polos: los trabajadores cada vez están más alrededor del mínimo, la pequeña burguesía corporativa -que cobra en forma de salarios- se da una fiesta y el capital ahorra en el total. Todos felices... a nuestra costa.

Los jóvenes, peor parados

La esencia del modelo que produce «reformas» que solo aplican a las nuevas contratos/generaciones, es concentrar generacionalmente los ataques a la clase trabajadora. Cuanto mayor sea la diferencia entre padres e hijos más fácil es hacer tragar un empeoramiento de los jóvenes, incitando a los padres a aceptar los «sacrificios» impuestos por el capital como una redistribución dentro de la familia, como un sacrificio de los padres por sus hijos y no de las familias trabajadoras frente al capital como un todo.

El último ejemplo: un número creciente de las familias que habían ahorrado en una segunda vivienda -en la mayoría de los casos para descanso y jubilación- la están cediendo a los hijos porque si no, no hay ni sitio en casa para que se queden ni posibilidades de que puedan mantenerse y pagar un alquiler con los salarios que pueden encontrar en el mercado de trabajo. Y éso a pesar de que el número total de jóvenes sigue cayendo. El número de jóvenes total entre 18 y 21 años se ha reducido de 2.200.000 personas en 2002 a 1.780.000 en 2018. Una consecuencia perdurable en el tiempo de las precarizaciones felipistas y aznaristas que elevaron ya en su día la edad de emancipación e hicieron de tener hijos la epopeya que es hoy para una familia trabajadora.

La Universidad como refugio

Los que no tienen esa opción, se encuentran en la dicotomía de trabajar para pagar el salario íntegro como alquiler y arrastrar una vida precaria en su conjunto o quedarse con los padres un poco más en espera del curso milagroso que les sitúe un poquito por encima del salario mínimo. Resultado: muchos de ellos retrasan la edad de integración en el mercado de trabajo. El nuevo informe del Banco de España sitúa la tasa de actividad de los jóvenes menores de 30 años en el 53%. En 2007 era del 70%. Y no existe una integración en el mercado laboral más o menos estable hasta bien pasada la treintena.

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Sobre el modo de vida de la juventud trabajadora

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Visto el panorama, es normal que las familias trabajadoras se sacrifiquen y presionen a los hijos haciendo una causa de que obtengan un título universitario. Según el mismo informe del Banco de España, la cantidad de jóvenes con estudios universitarios aumentó 10 puntos relativos con respecto a 2007. Y si los hijos de trabajadores lo intentan con el grado y los ciclos formativos superiores de FP, una buena parte de los hijos de la pequeña burguesía lo intenta con el master: según un informe de una de las fundaciones de Ana Patricia Botín, los masters oficiales han crecido en 74.300 matriculados y son hoy ya más de 190.000.

Pero la verdad es que como estrategia para tener un trabajo mejor, siquiera sea pagado a mínimos, no funciona. El 35% de los contratos de trabajo firmados por graduados universitarios a lo largo de 2017 eran de puestos con «ocupaciones de baja cualificación». El último censo de becarios, en su mayoría fuera incluso del estatuto del trabajador y con salarios medios de unos 300€ mensuales, los cifraba en uno de cada quince puestos de trabajo.

La nueva función de la Universidad: adiestramiento laboral y adoctrinamiento identitarista

Por eso, cuando se reclama hoy una «educación más orientada al trabajo real», lo que se está pidiendo es que la Universidad se haga cargo de las necesidades inmediatas de formación de las grandes empresas monopolistas a cambio de unas cuantas plazas de becario y unos contratos temporales más; cuando se le opone la reivindicación de una «formación humanista», se está pidiendo en realidad más bombardeo ideológico en línea con el capitalismo de estado. Unas y otras reivindicaciones adornan el verdadero sentido de la formación universitaria de hoy: adoctrinar y adiestrar a los jóvenes para los trabajos cada vez más precarizados que un capitalismo crónicamente enfermo genera.

Visto lo visto, los estudiantes deberían estar dejando de creer que el grado -o el master- les van a facilitar un utópico ascenso social y empezando a movilizarse no por lo que son a día de hoy -consumidores de enseñanza- sino como aquello en lo que se van a convertir: precarios. Pero no es así. Y no lo es, en buena parte, porque las mismas condiciones que han convertido a la Universidad en un gran contenedor de parados inconfesos son las que abonan su función como «fábrica ideológica» y «lanzadera» de nuevas ideologías de estado.

En un mundo donde la vida sexual se inicia alrededor de los 15 años, pero la emancipación económica se retrasa hasta los 29. El resultado es que hay más de una década en cada biografía de vida adulta en la que la relación directa con el trabajo y el ‎modo de producción‎ no existe y se vive de segunda mano, a través de los padres. Si es que la comparten. Por eso las «identidades», la adhesión a subjetividades a las que se atribuye historia, esencia y carácter al margen de intereses materiales y clases sociales, son el centro del adoctrinamiento universitario. Hace poco una profesora de la Universidad de Autónoma de Barcelona comentaba que el machaque estaba siendo útil porque «las chicas nuevas que llegaban a la Universidad no se sentían oprimidas y discriminadas por ser mujer, se sentían iguales a sus compañeros», algo terrible, sin duda que, como aseguraba la misma profesora, ya han corregido en parte aunque «queda mucho por hacer».

Lo cierto es que como apuesta ideológica es un hallazgo, el adoctrinamiento identitarista encuentra suelo fértil en las deformidades sociales creadas por la crisis perenne del sistema en un ambiente en el que las divisiones de clase entre estudiantes solo son visibles en el consumo y permanecen ocultas en las relaciones interpersonales. Como alumnos son iguales entre sí frente al aparato burocrático, entre ellos no hay relaciones de poder institucionalizadas causadas por diferencias de clase. Bajo la consigna de que «lo personal es político», cualquier trabajador normal se huele el totalitarismo puritano. A los más viejos les podrá recordar incluso el horror del control moral de la iglesia y sus censores en el franquismo. A cualquiera de un grupo u otro con una experiencia de huelga, le parecerá en el mejor de los casos, una marcianada individualista. Pero para una generación que ha sido excluida de la producción y por lo tanto de las posibilidades más básicas de conflicto político real, que «lo personal sea político» le suena «empoderante», porque lo que entiende es que el único ámbito en el que existe y tiene una mínima apariencia de soberanía, el «personal», tiene significado.

El cambio de significado de «ser joven»

Y es que lo que ha cambiado es la definición de la categoría «juventud». Para empezar, ahora un joven es una persona entre los 14 y los 30 años cuando antes lo era entre los 16 y los 23. Si antes se consideraba a los jóvenes en transición hacia el trabajo, ahora se les entiende ajenos a él y en general, dependientes económicamente de sus padres en mayor o menor grado. La consideración de este nuevo perfil, es la de un adulto a tiempo parcial cuyas experiencias vitales se confinan a las relaciones interpersonales y vivencias «turistificadas» compradas en el mercado -cursos, viajes, aventuras- preparadas especialmente para no dañar su identidad o su esencia con los terrores del mundo material.

¿Responde la categoría a la realidad? Tal vez para ciertas clases sociales. Pero la verdad es que cada vez menos familias trabajadoras pueden permitirse «tener jóvenes» en esa acepción. Más bien, los jóvenes trabajadores viven acosados en un mundo laboral que reduce toda su capacidad de elección a elegir entre quedarse con los padres en barrios que se degradan por semanas y vivir en mini-casas tan miserables como los contratos y las perspectivas laborales que las acompañan. Si el capitalismo da cada vez menos lugar a los jóvenes, no es por los vacíos existenciales del primer perfil, el que nos cuentan los medios. Sino porque el segundo, al que invisibilizan, es la gran mayoría y sus necesidades materiales chocan directamente con él.