Los orígenes socialistas del «co-living»
La verdadera masacre que hemos vivido en las residencias de mayores durante la pandemia del Covid ha puesto en valor mediático modelos de «co-living», más o menos cooperativos, cuyo funcionamiento se ha demostrado mucho más sólido que el de la media de residencias. Como siempre, tratan de ilusionarnos con la idea de que «todo podría ser mejor» sin necesidad de superar el sistema. No es verdad. La producción de cualquier cosa en esta sociedad está guiada por la colocación de capitales y la producción de ganancias. Y las residencias de mayores son excelentes colocaciones de capital. No van a dejar que pasen a ser otra cosa. Por otro lado, los modelos «alternativos» que hoy se presentan como novedosos no nacieron precisamente del capital y su estado, sino de las organizaciones obreras de finales del siglo XIX. No está mal recordar ahora su historia.
Rosa Luxemburg, August Bebel y Louise Kautsky bromean en un receso del congreso de la Internacional en Amsterdam en 1904.[/caption]
August Bebel fue uno de los últimos artesanos gremiales alemanes, padre y teórico de la socialdemocracia alemana de preguerras, dedicó en 1879 su principal obra a hacer una historia del lugar ocupado por las mujeres en cada época histórica, mostrando cómo no eran las diferencias intelectuales entre los sexos o la evolución de las ideologías morales las que habían colocado a la mujer trabajadora de su época en una situación de verdadera esclavitud doméstica, sino las herencias y las necesidades de los distintos modos de producción.
Fue la primera obra que enfocaba la «cuestión femenina» desde una perspectiva materialista. Y lo hacía en un momento en que el feminismo se reducía a unos cuantos grupúsculos de señoras pudientes en Gran Bretaña. Es difícil ser conscientes hoy de hasta qué punto resultó rompedor y tuvo impacto en toda Europa; en Rusia fue difundido incansablemente por Alexandra Kollontai y en España lo editó por sus propios medios Emilia Pardo Bazán.
«La mujer en el pasado, en el presente y en el porvenir» -reeditado hoy como «La mujer y el socialismo»- sigue siendo una obra potente hoy. En sus capítulos finales Bebel intenta imaginar una sociedad en la que desaparece el trabajo doméstico como resultado de la aplicación de la ciencia y la tecnología a las labores cotidianas. Construye por primera vez un imaginario para el socialismo a partir de lo que en la época eran tecnologías punteras.
La cocina equipada con luz y fogones eléctricos es la ideal. ¡Se acabaron el humo, las quemaduras y los olores desagradables! La cocina parece un taller amueblado con todo tipo de aplicaciones técnicas y mecánicas que rápidamente realizan las tareas más duras y desagradables. Vemos los peladores de frutas y patatas, aparatos para quitar pepitas y semillas, cortadores de carne y mantequilla, molinillos para café y especias, corta hielos, sacacorchos, sierras de pan y cientos de otras máquinas y aplicaciones, todas eléctricas, que permiten a un número relativamente pequeño de personas, sin excesivo trabajo, preparar una comida para cientos de comensales. Y lo mismo es verdad para equipos de limpieza doméstica y hasta para limpiar platos.
Cocina comunitaria en una einküchenhaus de Viena[/caption]
Bebel no olvida que el trabajo doméstico es una actividad productiva, aunque no esté mercantilizada, que la forma social de organizarla es la que está enclaustrando en un lugar subalterno a las mujeres de su época y que la clave para su emancipación, como la de toda la sociedad, está en transformar las relaciones sociales como un todo. Pero no para invisibilizar y negar el trabajo sino para liberarlo de su naturaleza asalariada bajo el capitalismo, empanciparlo de su supeditación al capital y su acumulación y convertirlo en actividad humana libre y genérica dedicada a satisfacer las necesidades humanas universales.
No deja de llamar la atención tampoco que, enfrentado a la desnutrición crónica de los obreros y campesinos europeos de su época, Bebel insistiera en la unión en la gastronomía con la nutrición, una ciencia que entonces apenas despuntaba.
La preparación de la comida ha de ser llevada a cabo tan científicamente como cualquier otra actividad humana con el objetivo de hacerla tan ventajosa como sea posible. Esto requiere conocimiento y equipo adecuados.
Bebel lleva a la cultura material la proyección del desarrollo tecnológico de su época. Pero no puede imaginar esas tecnologías más que a las escalas en que es viable entonces, lo que le lleva a postular «la abolición de la cocina privada» como corolario lógico a la de la propiedad privada de los medios de producción.
Para millones de mujeres la cocina privada es una institución extravagante en sus métodos, que las limita en tareas interminablemente monótonas y les hace perder tiempo, robándoles la salud y el buen ánimo, una institución que no es sino un objeto de angustia diaria, especialmente cuando los medios son escasos como lo son en la mayoría de las familias. La abolición de la cocina privada será la liberación para un sinnúmero de mujeres. La cocina privada es una institución tan anticuada como el pequeño taller mecánico. Ambos representan una innecesaria e inútil pérdida de materiales y tiempo de trabajo.
El movimiento Einküchenhaus
Bebel entiende, y entiende bien, que el hogar y la producción están ligados por el grado de desarrollo de las fuerzas productivas de cada sociedad y por tanto comparten una misma lógica de escala, la escala que dada una cierta capacidad productiva del trabajo permite hacer un uso eficiente de los recursos. El trabajo social necesario para fabricar una lavadora o un horno en 1879, era proporcionalmente mucho mayor que ahora y por eso, la forma de socializar el trabajo doméstico pasaba por la lavandería colectiva y la «cocina-fábrica» comunal.
El debate que abrió se fundió pronto con el urbanismo «higienista» -que bebía como el propio Bebel del experimento fourierista de Guisa– y acabó dando lugar a un pequeño movimiento que intentaba adelantar, controlado y dirigido por los propios trabajadores, la socialización de la producción doméstica que él había descrito en su libro y se había discutido masivamente a lo largo y ancho de la red de organizaciones, periódicos y clubes socialdemócratas alemanes de la época, que organizaban a más de un millón de trabajadores.
En 1901, una seguidora de Bebel, Lily Braun publicó «Frauenarbeit und Hauswirtschaft» donde defendía la «Einküchenhaus», el edificio de una sola cocina, como una forma de liberar a las mujeres obreras del trabajo doméstico. Braun organizó una campaña de donaciones en la prensa socialdemócrata que le llegó para encargar planos a un equipo de arquitectos y fundar una sociedad para financiar su construcción bajo la forma de cooperativa (Haushalts Genossenschaft). Nunca consiguió los capitales para pasar a la siguiente fase: construir el bloque de sesenta viviendas con comedor comunal, guardería y cocina cooperativizada que, visto hoy, es el primer proyecto de «cohousing» documentado de la Historia. Sin embargo, a partir del movimiento original surgieron cooperativas obreras por todo Alemania en las que los miembros eran propietarios colectivos e inquilinos. Algunas siguen funcionando hoy.
Bebel llevaba razón en que la organización del ocio y el tiempo «reproductivo» de una sociedad encaminada a la abundancia reflejan las lógicas de la organización productiva. Precisamente por eso hoy, nada queda más lejos de la abundancia que los sistemas de apoyo a la crianza, las residencias de mayores, las casas en las que vivimos y por supuesto, el trabajo doméstico que realizamos en ellas cuyo producto es nuestra propia fuerza de trabajo. Cuando cualquiera de esas necesidades puede convertirse en colocación rentable, el capital las mercantiliza y las socializa a su manera: exacerbando su escasez para generar dividendos y expandiendo una cultura de la soledad, la dependencia, la vulnerabilidad y el aislamiento, desde la guardería hasta la tumba. Y sin embargo... las posibilidades materiales de la abundancia están, como en toda la sociedad, al alcance de la mano.