Lecciones del «fin de la Historia» treinta años después
La semana pasada se celebraba el aniversario de la Caída del Muro de Berlín. La burguesía estrenó entonces, entre augurios de crecimiento y desarrollo global, una consigna mil veces repetida en aquellos años: «El fin de la Historia». Treinta años después, donde nos aseguraron crecimiento no hay más que una crisis sin más a la vista que una nueva recesión; donde prometieron desarrollo, pauperización; y lejos del supuesto fin de los cambios políticos y sociales, vivimos un goteo constante de choques de clases, en el que, de momento, la pequeña burguesía lleva la voz cantante y la dirección hacia ningún lado. La Historia humana, lejos de terminar, ni siquiera ha comenzado.
En noviembre de 1989 el régimen de la RDA colapsaba. Bajo el colapso local era sin embargo evidente el de todo el bloque ruso. Un bloque basado en el modelo stalinista de capitalismo de estado y por tanto pretendidamente planificado pero decadente como el más, y de hecho cada vez más belicoso e incompetente. Pinzado, en todo el bloque, entre una guerra total, que nunca tuvo opción de ganar, contra su principal rival imperialista y un proletariado que desde el primer momento había plantado cara con una larga de serie de luchas de clase, huelgas e insurrecciones desde los Urales a Berlín, pasando por Gdansk.
La «caída» del muro, vista desde la RFA significaba la doble oportunidad de una expansión territorial y de poner fin a la bipolaridad de la guerra fría. La primera chocaba contra la movilización obrera y su evidente peligro... tanto al Este como al Oeste de la frontera de bloque. La segunda contra las resistencias de la burocracia dirigente de la propia RDA -herida de muerte por las huelgas de masas y la generalización de la revuelta- y las reticencias de los dos cabezas de bloque imperialista. La «solución» les llevaría un año y fue una combinación de bombardeo democrático-nacionalista y promesas económicas a las masas -que a dia de hoy aun no se cumplieron-, intercambios de impunidad por rapiña entre las burocracias de las dos alemanias y equilibrios entre Washington y Moscú.
Tras la feliz reunificación, vendría el rosario de revueltas (Rumania) y colapsos (Checoslovaquia, Hungría) que acabaría con la parte central del bloque ruso, que se proyectaría en el golpe de estado del 91 que sirvió de detonante a la descomposición de la «URSS». Al año siguiente Fukuyama publicaba su famoso libro. Y todos los propagandistas compraron la tesis: la «lucha de ideologías» había muerto, la democracia liberal y el libre mercado habían triunfado. ¿El comunismo? Se reducía en el relato oficial al stalinismo, una tiranía explotadora fracasada y pauperizante. ¿Cómo iba a ser eso alternativa o superación de nada? El fin de la historia significaba también el fin de las clases sociales como sujetos políticos: un último servicio del stalinismo al capitalismo global del que era parte. Fin de la Historia. Fin de la clase obrera. Literalmente.
Pero este relato no hubiera tenido la más mínima oportunidad si no hubiera venido precedido de un estancamiento de la lucha de clases. En el Este el ariete había sido la «ilusión democrática» con la consiguiente disolución del proletariado en el pueblo y el inevitable sacrificio por la nación. Sirvan de ejemplo las tres huelgas de masas en Polonia (1970, 1976 y 1981) capturadas por «Solidarnosc» y la Iglesia. En el Oeste el camino había sido recorrido bajo la vara sindical. Si, como decían los sindicatos, «solo con beneficios la empresa puede satisfacer las necesidades de los trabajadores», frente a las reconversiones nada se podía hacer más que entregarles la organización del entierro.
La reorganización mundial de las cadenas productivas (vivida en Europa y EEUU como «deslocalización») que siguió al desmoronamiento de las estructuras de bloque, se apoyó en esta impotencia nacida del «sentido común» sindical, reforzando el nacionalismo en las dos europas y América. Los discursos sobre «la muerte del proletariado» sonaban convincentes en un paisaje industrial apocalíptico en el que los cierres de minas y fábricas se sucedían sin remisión desde los 80.
La reducción, obsesiva en el «pensamiento» contrarrevolucionario stalinista, del proletariado al proletariado industrial hizo el resto. «Los obreros son una especie en extinción», nos decían, dando por hecho que el precario -una situación en ascenso- o el trabajador de servicios no era obrero. El ambiente político se sintonizaba con el nuevo lenguaje. El propio stalinismo desaparecía del panorama al cesar el flujo de dinero desde Rusia. Los restos de los PCs se diluían en alianzas «eco-socialistas-feministas». La izquierda -que en su propio nombre se reconoce parte, ala excéntrica del sistema- empezó a hacer mohines cuando se hablaba de «proletariado», «clase trabajadora» o «capitalismo». Para la derecha eran «términos desfasados». Poco a poco pasaron a descalificar a quienes lo usaban. Un ostracismo invisible pero potente aisló cualquier pensamiento de clase con más fuerza que en las décadas anteriores. Una desmoralización no exenta de vergüenza, se extendió entre los propios trabajadores. Ser un trabajador era ser «un fósil», si apretabas, un «fracasado». Los padres dejaron de compartir con los hijos sus experiencias de las décadas anteriores. Había que ser clase media. La propaganda daba las pautas de una reinvención masiva del pasado. En España, por ejemplo, no había habido luchas de clase desde la huelga minera de Asturias 62, sino luchas por la democracia y el estado del bienestar; los abuelos no habían hecho la revolución sino luchado por defender la república frente fascismo. Empezaba la batalla por «la memoria histórica», verdadera memoria implantada para borrar el recuerdo de la Revolución española.
Las bases históricas de la «desaparición» de las luchas de la clase
Pero, ¿cómo pudo la burguesía invisibilizar a la clase trabajadora hasta el punto de permitirse negar la existencia misma de la clase que explotaba y que le había puesto en jaque una y otra vez? Porque desde los años 30, solo las huelgas de masas han producido organización masiva de clase y solo temporalmente, mientras la lucha se desarrollaba. Pero la precariedad organizativa, la ausencia de espacios de clase, no es una característica intrínseca de la decadencia capitalista, sino la principal herencia de la contrarrevolución en sus dos formas características: el fascismo y el stalinismo.
Aquí comienza la misión histórica del fascismo. Vuelve a meter en cintura a las clases que se encuentran inmediatamente por encima del proletariado y que temen ser precipitadas a sus filas, las militariza gracias a los medios del capital financiero, bajo la cobertura del Estado oficial, y las envía a aplastar las organizaciones proletarias, desde las más revolucionarias hasta las más moderadas.
El fascismo no es solamente un sistema de represión, violencia y terror policiaco. El fascismo es un sistema particular de Estado basado en la extirpación de todos los elementos de la democracia proletaria en sociedad burguesa. La tarea del fascismo no es solamente destruir a la vanguardia comunista, sino también mantener a toda la clase en una situación de atomización forzada. Para esto no basta con exterminar físicamente a la capa más revolucionaria de los obreros. Hay que aplastar todas las organizaciones libres e independientes, destruir todas las bases de apoyo del proletariado y aniquilar los resultados de tres cuartos de siglo de trabajo de la socialdemocracia y los sindicatos. Porque es sobre este trabajo sobre lo que, en última instancia, se apoya el partido comunista.
León Trotski. «¿Y ahora? - Problemas vitales del proletariado alemán», 25 de enero de 1932.
Tras la segunda guerra imperialista mundial, las clases capitalistas del capitalismo de estado de Occidente y de Oriente, no estaban ni están por permitir la reconstrucción del «colchón» del que la clase trabajadora se había dotado durante el capitalismo ascendente. Cuando aparecen expresiones organizativas de clase todos los brazos del aparato político capitalista, por enfrentados que estén entre ellos, se unen y coordinan para destruirlas, poniendo en segundo plano los conflictos entre ellos por sangrientos que fueran. Ejemplo: la gran huelga salvaje y de masas de Asturias de 1962, que vuelve a poner al proletariado español sobre el escenario histórico tras la derrota de la revolución en 1937. La huelga se organiza en asambleas abiertas y comités, llamados «comisiones», de representantes elegidos y revocables por la asamblea. Son las famosas «comisiones obreras» asturianas, que siguen la pauta y la forma de lucha característica de nuestra época. La represión estatal y la penetración del PCE stalinista se combinarán para... vaciarlos, cooptarlos y convertir las comisiones obreras en CCOO, un sindicato que durante años será «correa de transmisión» del partido stalinista y que incluso, «tácticamente», se confundirá en el sindicato vertical franquista todavía en los 70. Lo mismo pasará en el Este y el ejemplo simétrico serán los sindicatos «independientes» en que derivarán las huelgas mineras del Donbass ruso unos años más tarde.
Controlados por stalinistas y socialdemócratas, por nacionalistas o iglesias, los antiguos espacios de democracia obrera estarán ahogados y esterilizados en el aparato político de los estados. En España, Argentina, Chile o los países del Este de Europa que pasaron de regímenes políticos autoritarios a democracias parlamentarias, la promesa de que los nuevos aparatos políticos permitirían esa vida obrera fue una parte fundamental de la «ilusión democrática» que descarriló genuinas aspiraciones de clases hacia el encuadramiento estatal-nacional. Por eso todas aquellas organizaciones -desde los sindicatos a las asociaciones de vecinos pasando por las cooperativas y los ateneos- fueron muriendo por falta de afiliación... que a su vez sirvió cinicamente de argumento al «fin de la clase trabajadora». Este es el contexto de los años 90. Desaparecidas las huelgas de masas, inexistentes desde hacía demasiado espacios de clase independientes, los trabajadores vieron descomponerse el tejido productivo que habían conocido durante toda su vida. Las generaciones nacidas después de 1985 desconocieron no solo las luchas masivas sino la historia de las movilizaciones de clase con las que sus padres y abuelos habían marcado la política de su tiempo.
¿Y ahora?
El impacto y la dimensión de la crisis abierta en 2008 llevó al mismo Fukuyama a afirmar que era un error argumentar que «la historia hubiera terminado». La propia burguesía confiesa su incapacidad para imaginar un futuro para la Humanidad bajo su sistema, sectores de la pequeña burguesía amplifican su desesperanza histórica con nuevos movimientos milenaristas. Y de hecho lo que vemos desde hace más de dos años y últimamente semana tras semana, es un despliegue global de revueltas pequeñoburguesas incapaces de llevar a la sociedad a ningún lado que no sea su propia instrumentalización por imperialismos en conflictos cada vez más abiertos y peligrosos.
No, no vendrá desde ahí la recuperación de un sentido histórico en el conflicto social, sino del desarrollo de las luchas de los trabajadores sobre reivindicaciones de clase y por tanto universales. Luchas como las que hemos visto la semana pasada en Francia marcan el camino. Pero hace falta algo más. Hace falta organización y vida de clase más allá de las luchas. Y como hemos visto, construirla no será más fácil ni encontrará menos resistencia que las que el capitalismo opone a las luchas mismas.