Las causas de la desigualdad
¿Qué ha pasado en España?
Según el Banco de España, el 1% más rico posee el 20% de la riqueza patrimonial del país. Esta concentración tiende a su vez a aumentar, si en 2008 el 10% más acaudalado atesoraba el 44% de la riqueza patrimonial total, en 2014 la cifra subía al 53% y algunas fuentes lo sitúan ya en el 57%. Y sin embargo es relativamente modesta en términos internacionales. La causa es la debilidad relativa del capitalismo español en el escenario global. A falta de destinos rentables para el capital, incluso las familias más ricas, las de la burguesía española, colocaron una buena parte de su ahorro en propiedades inmobiliarias. Al estallar la crisis todos los activos inmobiliarios se devaluaron brutal y simultáneamente... y eso redujo sobre el papel la desigualdad patrimonial.
Pero si la desigualdad en patrimonio es menor por la debilidad del capitalismo español, esa misma debilidad se traduce en el lado de los ingresos en una propensión a aumentar la explotación absoluta con mayor urgencia cuando las crisis estallan. Por eso lo realmente sangrante de estas cifras es que muestran cómo los salarios reales de los trabajadores no cualificados se hundieron un 30% en un país donde las desigualdades de ingreso ya estaban entre las más altas de su entorno. El 20% de las familias con menores ingresos perdió un 15% de lo que ingresaba en estos años y redujo su consumo en un porcentaje similar. En el curso de la crisis, los asalariados con rentas medias respondieron como pudieron. Básicamente «se comieron los ahorros», intentando reducir el consumo lo menos posible durante los primeros años. Y después, endeudándose para sostenerlo.
¿Qué hay debajo de la desigualdad?
Los dos fenómenos que definen el capitalismo de hoy son pauperización del trabajo y sobreacumulación de capital. Son las dos caras del mismo problema de fondo: de nada sirve producir más valor si nadie lo compra y por definición, los asalariados solo pueden comprar una parte del valor producido, la que cobran como salario. La imposibilidad del capitalismo para encontrar, globalmente, nuevos mercados y con ellos, ocupaciones rentables para el capital, es la que lleva a los nuevos capitales que se forman a convertirse en especulativos -es decir, dedicarse a apostar sobre el resultado del capital productivo- y al capital productivo a empobrecer a los trabajadores mejorando la productividad bajando salarios directamente o automatizando procesos, lo que en un marco de mercados menguantes, se traduce en desempleo.
El capital que se destina a apuestas especulativas, el capital ficticio, es ya tres veces superior al capital productivo. Con esos volúmenes, las «productividades» diferenciales de un buen apostador frente a otro con menos aciertos son altísimas en un entorno en el que la volatilidad crece conforme se separa más y más de la producción real. Dicho de otro modo, Con los mercados financieros convertidos en casas de apuestas, el diferencial entre un buen tahúr y un apostador medio es gigantesco en resultados absolutos. Por eso los financieros, los especuladores, los gestores de fondos, la burguesía gestora en general, ve aumentar sus ingresos y patrimonios personales a toda velocidad. Cuanto mayor sea la sobreacumulación, y es imparable, mayor será la tendencia del patrimonio a concentrarse en pocas manos... en todos los países.
Con un capital muy concentrado, es decir con una composición orgánica del capital muy alta, la tasa de ganancia, la rentabilidad del capital es cada vez más baja. La ausencia de mercados suficientes acelera este proceso que funciona como una ley básica del capitalismo. El estado entero se vuelca en arañar condiciones para retardar el proceso: desde ganar posiciones en guerra comercial -al punto de supeditar a los objetivos de balanza de pagos la estrategia militar- hasta los salarios mínimos. Este es también el motor último de las políticas de «austeridad» y reducción del tamaño del estado: reducir los costes del trabajo no es otra cosa que aumentar la plusvalía absoluta, pagar menos por hora realmente trabajada. Un estado «más barato» es una mayor proporción de plusvalía para los inversores y por tanto un aumento -siquiera mínimo- de la tasas de ganancia. Por eso, las políticas de precarización y austeridad van de la mano: tienen los mismos objetivos directos. Y también un impacto directo en la desigualdad dado que empobrecen a los trabajadores.
El informe del Banco de España reconoce que los «recortes» en el sistema sanitario y en educación infantil y primaria tienen un impacto directo sobre la desigualdad por ser vectores de pauperización inmediata y masiva. Es obvio cuando hablamos de cuidados infantiles o sanidad. Curiosamente, no ocurre así con la educación universitaria según el Banco, y es lógico, porque cuando hablamos de educación superior entramos en territorios en los que el protagonismo es todavía de la pequeña burguesía en proletarización. Pero es brutal en sanidad. Esta misma semana el New York Times mostraba con el ejemplo de Gran Bretaña cómo la austeridad es una pendiente que, de la mano de la precarización, conduce directamente a la masificación de la pobreza.
Las causas de fondo de la desigualdad creciente están en tendencias estructurales del capitalismo que no pueden «corregirse» dentro de él. Eso sí, siempre pueden agravarse liberando de impuestos a las rentas más altas como ha hecho el gobierno de Trump en EEUU. Pero el problema real para los trabajadores no es que el 1% pague unos cuantos millones menos... ni más. Ni siquiera en la «próspera» y exportadora Alemania, las medidas «sociales» pueden contener esa tendencia impuesta por las necesidades acuciantes del capital. Al centrar el debate en la desigualdad todo esto se invisibiliza y se genera la falsa impresión de que solo es cuestión de hacer nuevas «políticas redistributivas» inútiles y paralizantes. Valga de ejemplo la famosa «Renta Básica Universal», una de muchas «soluciones» que no tocan en absoluto los fundamentos del problema y que incluso pueden generar fácilmente, según como se financien y vía repercusión en los precios, aun mayor pauperización de los trabajadores.
En todos los países la desigualdad no ha hecho más que aumentar desde hace décadas. La virulencia depende del papel y la trayectoria histórica de cada uno en el proceso global de acumulación. Pero la tendencia es común a todos. Nada la ha revertido en ningún lugar. No hay un «cambio de políticas» que la pare, no hay «soluciones mágicas» que permitan un capitalismo «amable» o «menos desigual», del mismo modo que no hay capitalismo «igualitario», «no discriminador» o «ecológico» posible.