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La política verde es muy sucia

14/01/2020 | Alemania

Von der Leyen anunció ayer que la Comisión europea invertirá 1 billón (1000.000 millones) de euros para transformar la industria y llegar a la «neutralidad climática» en 2050, comenzando por un «fondo de transición» para las regiones productoras de carbón, una forma de vencer la resistencia de Polonia. Mientras, BlackRock, el mayor fondo especulativo del mundo, anuncia que «pondrá el cambio climático en el centro de su estrategia de inversiones». El «pacto verde» ha echado a andar y sus consecuencias para los trabajadores y la sociedad como un todo empiezan ya a vislumbrarse.

No es solo cerrar las minas de carbón. Los capitales hoy dedicados a la producción solar piden también «ayudas», y lo que es más importante, la Comisión ha comenzando ya a repartir subvenciones para fabricar baterías en Francia, Alemania, Italia, Polonia, Suecia, Bélgica y Finlandia. Se trata de acelerar el desarrollo de las infraestructuras necesarias para la producción en masa de coches eléctricos.

Tanta «ayuda» a capitales invertidos en producciones deficitarias (carbón, fotovoltaica, etc.) podría parecer sorprendente cuando un estudio publicado esta misma semana advierte de que el cambio al coche eléctrico destruiría 400.000 puestos de trabajo solo en Alemania. A fin de cuentas qué sentido tiene «compensar» a los capitales por acelerar un cambio tecnológico que va a producir desempleo masivo en vez de, cuando menos, amortiguar su efecto. Pero es que el objetivo del «pacto verde» no tiene nada que ver con la necesidad de adaptación de los capitales a unos supuestos «imperativos» de las tecnologías limpias, sino con organizar una transferencia masiva de rentas del trabajo al capital.

El cambio de modelo energético, de transporte y de producción agraria implica poner en marcha un cambio tecnológico. Pero es importante entender que no es la tecnología la que mágicamente permitiría dar bríos a la acumulación, sino la transferencia de rentas del trabajo al capital. La tecnología es puramente instrumental y se desarrolla no por el genio de investigadores solitarios sino por la demanda y las inversiones de capital interesado. Por eso se exige a las nuevas tecnologías supuestamente más «sostenibles» que sean, ante todo, más productivas. No se refieren a la productividad física, a la cantidad de producto obtenido por hora de trabajo medio, sino a la productividad para el capital: la cantidad de ganancia producida por cada hora de trabajo contratada. Por eso la regulación estatal global es central en la «transición ecológica»: impuestos y normas no modifican la capacidad física de producción pero si la ganancia esperada por hora de trabajo social explotado.

Esa es la lógica de toda «revolución tecnológica» en el capitalismo. No es que el capitalismo se «adapte a las nuevas tecnologías», es que las tecnologías no son consideradas como viables si no aumentan la productividad desde la perspectiva de la ganancia, es decir, si no sirven para aumentar el porcentaje de rentas del capital sobre el total de la producción.

El capitalismo es un sistema de explotación de una clase por otra. Su objetivo no es producir coches y, menos aún, salvaguardar el clima. Su único objetivo es producir y aumentar a cada ciclo la explotación incrementando el capital. Bajo la promesa de verdes y utópicos paisajes urbanos modelados digitalmente, de silenciosos coches eléctricos no contaminantes, está como siempre la punzante realidad de la lucha de clases. Toda esa renovación global de infraestructuras energéticas, de transporte y de producción industrial que imaginan capaz de «reiniciar» el ciclo global del capital, no es sino la mayor transferencia de rentas del trabajo al capital desde la Segunda Guerra Mundial.

«Contra la Unión Sagrada Climática», Comunicado de Emancipación

Evidentemente no es fácil, y sobre todo no es fácil mantener el consenso social alrededor de unas medidas que van a empobrecer a los trabajadores, que son la mayor parte de la población. De ahí la «emergencia climática» y la manipulación de los informes científicos para presentarlos como prueba de una posible extinción de la especie a corto plazo. Una tensión que persigue crear alarma social y que da para todo tipo de horrores.

Ejemplo: Alemania. Mientras Merkel dedicaba su discurso de Navidad a echar leña al fuego de la emergencia climática, el país se escandalizaba por la aparición en la televisión pública de niños cantando un «villancico» titulado «el cerdo climático» en el que retrataban a sus abuelas como «cerdas» por «conducir SUV (todoterrenos) y comprar carne en oferta en el supermercado». Del espíritu de la «Cruzada de los niños>» se había pasado a una histeria puritana savonarolesca que enciende «hogueras de vanidades» en la tele pública quemando a las abuelas por un quítame allá esa oferta de Lidl.

Lejos de la autocrítica por el despropósito de la instrumentación infantil, Merkel, vieja maestra de la política más vil, hizo sus cálculos. No hay que olvidar que había sido la mismísima Merkel la que había invitado a Greta a los «Viernes por el clima» en Alemania y la que había dado a su organizadora local, Louise Neubauer el reconocimiento de líder social, animando a la prensa alemana a elogiar su «profesionalismo» y «capacidad de organización», todo un piropo en la tradición burocrática prusiana aunque suene raro para referirse a un movimiento social supuestamente «espontáneo».

En el año nuevo, con un SPD que sigue cayendo en su suelo electoral -ya va por el 13% y bajando- el peso «moral» de la movilización de niños y púberes podía servirle para acabar de consolidar un liderazgo sucesorio a su medida -la fallida AKK nunca lo fue- y de paso «saldar cuentas» con los elementos más «libres» de la burguesía alemana.

Y qué nombre mejor que el del Director General de Siemens, Joe Kaeser. Kaeser sacó los colores varias veces a Merkel en 2019, apuntando a su responsabilidad en el ascenso del AfD y empujando la crítica pública de la industria a la erosión del aparato político de la burguesía alemana. Crítica tanto más dolorosa cuanto que culpaba personalmente a Merkel de haber «perdido la confianza de la generación más joven».

Ni que decir que Kaeser además de jefe de una empresa de 385.000 trabajadores con unas ventas de 86.800 millones de euros, es un auténtico campeón del «pacto verde» y la «transición ecológica». Su último triunfo: ganar la licitación del tren que comunica la nueva mina de carbón en Queensland que abrirá una de las mayores cuencas carboníferas vírgenes del mundo. ¿Alguien dijo carbón? Louisa Neubauer y sus «Viernes por el futuro», aliados con «Extinction Rebellion» organizaron inmediatamente manifestaciones infantiles en 40 ciudades alemanas con foco en la sede central de la empresa. Kaeser respondió invitando a Neubauer a unirse al consejo de supervisión de Siemens, el órgano que reúne a los «stakeholders»: sindicalistas, feministas, grupos ecologistas y otros «representantes» de grupos sociales «concernidos» por la actuación de la empresa, una institución presentada como el culmen del «capitalismo bávaro» y la «gobernanza». Neubauer respondió diciendo que si aceptaba, se «vería obligada a representar los intereses de la empresa y nunca podría ser una crítica independiente de Siemens». En cualquier otro contexto habría sido crucificada por ello. No se pone el «modelo social» alemán en cuestión gratuitamente. Sin embargo, hasta la prensa conservadora relató el rechazo de la jóven de 23 años como un KO al directivo.

Merkel cobraba venganza: Kaeser había prometido que Siemens sería «neutral en carbono» en 2039, ante las primeras críticas en twitter a su participación en el proyecto de Queensland había asegurado que «examinaría con atención el problema» y apuntó que la eventual retractación «no sería fácil». Tuvo que convocar una reunión extraordinaria del consejo de dirección para... anunciar que seguiría adelante con el proyecto al que estaba obligado por contrato a cumplir: «Hemos evaluado todas las opciones y hemos llegado a la conclusión de que debemos cumplir con nuestras obligaciones contractuales». Con los medios y la influencia de la canciller soplando en popa, a Neubauer le bastó con declarar que la respuesta era un «tan del siglo pasado» y que «Joe Kaeser está cometiendo un error imperdonable», para poder dar por ganada, contundentemente, la partida.

La política verde es tan sucia como toda la política burguesa

Que la histeria climática sea tan fácilmente reutilizable como herramienta para las batallitas entre burgueses no es solo una anécdota. Es el modelo que hace atractivo al ecologismo a los motores del conflicto imperialista: si la ideología de la emergencia climática es capaz no solo de hacer tragar una transferencia de rentas salvaje hacia el capital sino también de encuadrar a la población en sus enfrentamientos «internos», es inevitable que se sientan esperanzados frente a tal ideología y su utilidad en las tensiones y guerras que anima ya el propio «pacto verde».

Por eso, lo único esperanzador en todas estas manifestaciones no son los carteles banales que, en Berlín pero en inglés, como si fuera un slogan publicitario de cualquier multinacional, oponen capitalismo y vida, sino que las fotos que nos llegan sean siempre de niños con sus papás en primeros planos, para encubrir la falta de seguimiento real.