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07/07/2018 | Artes y entretenimiento

Las generaciones actuales tenemos difícil imaginar qué fue «el arte» y qué significó la música como «alta creación». Aunque partamos de la interpretación histórica de algunas obras y entendamos hasta qué punto se relacionaban son su presente1, hoy resulta terriblemente difícil lo contrario: entender hasta qué punto influían en la comprensión del mundo de aquellas generaciones. Para nosotros es casi imposible separarlas del marco del «entretenimiento» y el «consumo cultural» en que luego las colocó el capitalismo decadente. Pero ¿cómo se llego allí? ¿Cómo llego a convertirse el capitalismo en una sociedad en la que el Arte, tal y como la propia burguesía lo había definido hasta entonces, había desaparecido?

Coloquémonos en las décadas que cierran el siglo XIX. La burguesía está en su mejor momento. Tiene el poder en casi toda Europa y no tiene ya urgencia revolucionaria alguna. Si la presión del proletariado en las revoluciones del 48 le había advertido del peligro que ella misma estaba incubando al formar una clase universal, la experiencia de la Comuna de París, le ha enfrentado brutalmente a su destino. Temerosa de las fuerzas que ha despertado, no puede sino sentir el viejo «fantasma del comunismo» como un siniestro y brutal espectro que amenaza la civilización burguesa, la única que puede imaginar. Por eso las masas dejan de ser el «buen pueblo» de su época revolucionaria, ahora le parecen irracionales, peligrosas, brutales. Y sin embargo la pequeña burguesía intelectual no deja en ningún momento de sentir una oscura atracción por el proletariado masacrado en la Comuna e insultado hasta el día de hoy con la construcción del horrible pastiche del «Sacre Coeur». Reaparece un romanticismo tardío que en su exotismo muestra esa tensión entre ajenidad y atracción nunca superada. Un espíritu que podemos percibir claramente en la «Danza Macabra» de Saint-Saëns, ejecutada por primera vez en 1875 y plagiada luego mil veces en toda Europa.

https://youtu.be/YyknBTm\_YyM

El deseo de conjurar el fantasma de la revolución convierte los años 80 y 90 en una exhibición simultánea y contradictoria de progreso tecnológico acelerado y culto al nuevo ceremonial arcaizante adoptado por las grandes monarquías europeas. El nuevo ideal burgués es la conjunción de «Orden y Progreso» como se inscribe en la bandera de Brasil a los pocos días de proclamarse la república en 1889. En Europa son los años de la primera Exposición Universal de París y del jubileo de la Reina Victoria.

Erik Satie, es un joven normando que tiene solo 21 años años en 1887. Ese año se presenta en París no como compositor, sino como «fonometrógrafo» o «fonometra», un término de su propia invención que buscaba situarle tan lejos de la bohemia como cerca de la ciencia, como un técnico, un ingeniero de sonidos equivalente a aquellos ingenieros de la industria que forman el elemento más prestigioso de la joven pequeña burguesía integrada en la gran industria y satisfecha con la república conservadora nacida de la contrarrevolución. Al año siguiente presenta su Gymnopédie Nº1.

Pero la verdad es que el capitalismo está llegando al límite objetivo de su capacidad de expansión, entramos en la era imperialista y la ilusión del progreso ilimitado bajo el capitalismo se va haciendo cada vez más difícil. Incluso las obras de Verne se hacen más oscuras en el umbral del nuevo siglo. La ciencia pierde protagonismo en el relato justificativo del sistema. La Wagner-manía se pone en marcha acompañada de una espesa mezcla de nacionalismo y esoterismo paganizante que presagia ya una decadencia general.

https://youtu.be/SCkn0Qjm0Ho

Un último impulso queda sin embargo en los EEUU, gran ganador a la postre de la Guerra en Europa. Allí la burguesía hace gala aun durante los 20 de su capacidad para encuadrar a la joven clase trabajadora local, incluidas algunas de sus expresiones musicales de resistencia, como el jazz. La orquestación retoma un protagonismo forzado como la sonrisa del levantador de pesos al límite. El contenido renuncia a la complejidad de la música heredada y se llena de melodías y percusión que homenajean y dan un lugar a los ejecutores del trabajo mecánico. Estamos en 1924. Gershwin estrena «Rhapsodie in blue» celebrando el ritmo febril recuperado por la nueva metrópolis del capital financiero mundial.

https://youtu.be/ynEOo28lsbc

Pero una nueva embestida brutal de la crisis peremne está a la vuelta de la esquina. La gran oleada revolucionaria sigue dando pasos adelante en Europa, aunque cada vez más en contradicción con el estado ruso surgido de la revolución. El capitalismo de estado se desarrolla país por país y toma formas cada vez más autoritarias. La capacidad de integración de las masas trabajadoras a través de un mercado en expansión del siglo anterior, se ha tornado capacidad de encuadramiento pura y dura en el estado. La orquestación vuelve, pero la percusión ya no es fabril, sino inevitablemente militar. Estamos en 1928 y Ravel estrena su famoso «Bolero».

https://www.youtube.com/watch?v=r30D3SW4OVw

No hay manera. La «gran música», en general ausente del centro de la vida social durante los cuarenta y la Segunda Guerra Mundial, se escindirá inevitablemente de las grandes audiencias en la posguerra. Los intentos de convertir el jazz en «la nueva clásica», perecerán miserablemente dejándolo en el mismo atasco formalista de la música sinfónica del primer tercio de siglo. No es solo la música. Toda la «alta cultura» se está descomponiendo en esos años conforme desaparece del horizonte la alternativa revolucionaria a la decadencia histórica del sistema que le insuflaba de vida.

El declive actual de la sociedad burguesa provoca una agravación insoportable de las contradicciones sociales. Estas se transforman inevitablemente en contradicciones individuales, haciendo más ardiente aún la exigencia de un arte liberador. El capitalismo decadente se muestra, sin embargo, absolutamente incapaz de ofrecer las condiciones mínimas de desarrollo de corrientes artísticas que en algún modo respondan a nuestra época. Hay un miedo supersticioso de cada palabra nueva, pues no es un problema de correcciones y de reformas el que se le plantea, es el problema de la vida o de la muerte. Las masas oprimidas viven su propia vida y la bohemia es una base demasiado estrecha: es por lo que las nuevas corrientes artísticas tienen un carácter cada vez más convulso, oscilando entre la esperanza y la desesperación. Las escuelas artísticas de las ultimas décadas, el cubismo, el futurismo, el dadaísmo y el surrealismo se suceden sin alcanzar su pleno desarrollo. el arte, que representa el elemento más complejo, el más sensible y, al mismo tiempo, el más vulnerable de la cultura, sufre muy particularmente de la disgregación y putrefacción de la sociedad burguesa.

Es imposible encontrarle salida a este atolladero por los medios propios del arte. Toda la cultura está en crisis, desde sus cimientos económicos hasta las más altas esferas de la ideología. El arte no puede ni salir de la crisis ni mantenerse al margen. No puede salvarse solo. Perecerá inevitablemente como pereció el arte griego bajo las ruinas de la sociedad esclavista, si la sociedad contemporánea no logra transformarse. El problema tiene pues un carácter totalmente revolucionario. De ahí que la función del arte en nuestra época se defina por su relación con la revolución.

León Trotski. Arte y revolución, 1938

Por supuesto el «fin del Arte» bajo el que hemos crecido las generaciones presentes no significa el fin de la creación artística ni la imposibilidad de una expresión formalmente innovadora. No faltan ejemplos, pero ninguno de ellos ha podido aspirar ya recuperar el significado social del arte como realidad y lenguaje presente, consensual e interpelante en la vida de los contemporáneos que un día tuvieron la pintura de un Delacroix o un Turner, las novelas de un Dovstoieski o un Zola, o la música de un Bethoveen o un Verdi. En nuestros tiempos Malaquais no podía ser Chernichevski, aunque lo superara literariamente. Es más, ni siquiera Piazzola, que lleva el tango mucho más allá de donde Gershwin había llevado al jazz, podía convertirse en una referencia para la comprensión del mundo comparable a los artistas de épocas anteriores.

https://youtu.be/x6Jv\_JrjJIY

La realidad que hacía posible la llamada «alta creación» artística como fenómeno social relevante e influyente, ha desaparecido definitivamente bajo el capitalismo de estado y el régimen creativo impuesto por las «industrias culturales»2. El Arte, como todas las expresiones genuinas de lo humano, solo es posible hoy como futuro.

Notas


1. Los compositores no son organillos, traducción mecánica de un registro histórico a sonidos. Y sin embargo la música, en tanto que representación y por tanto conciencia condicionada -y distorsionada- de la realidad, en tanto que ideología, traduce si no en cada obra y cada autor específico, si desde luego en cada época, el momento histórico; respondiendo al estado y el curso de la lucha de clases vista desde las esperanzas y angustias de la clase dominante. Entre otras cosas porque el «reconocimiento» de una obra tiene que ver con muchas más cosas que el «gusto». Y si el gusto de época es necesariamente el gusto de aquellos que controlan los medios de producción artística en ella, reflejo en el mercado del entretenimiento de sus valores e intereses generales; el reconocimiento es, específicamente, la exaltación de algunas de las «propuestas artísticas» surgidas en esa concurrencia, por el aparato ideológico del estado que hace posible, cuando no sustituye, a tal mercado. Es ese papel del estado en la definición de lo que forma parte y lo que no de la historia del arte, el que estila su evolución para que parezca «autónoma», para generar la ilusión de una «historia del Arte» con lógicas distintas y propias de la Historia en general, reinterpretándola de paso en esencia y «cultura nacional».


2. En futuros artículos trataremos cómo la llamada «industria cultural» apareció como expresión del desarrollo monopolista del capitalismo, ligada a las necesidades de encuadramiento del capitalismo de estado. En ese marco nacen la «industria audiovisual» y la «música popular» se convierte en materia prima del «pop», transformando formas tradicionales en formatos industriales y acelerando hasta el límite la obsolescencia de las creaciones.