La fecha importante es el 19 de julio
El 17 de julio de 1936 un golpe militar, encabezado por las tropas coloniales en África, se pone en marcha. La actitud del gobierno republicano, del Frente Popular, es primero asegurar que la República se basta con su propio ejército para derrotar a los facciosos, e inmediatamente después intentar una conciliación con ellos. Las vacilaciones gubernamentales van degradando la situación y dándole ventaja y tiempo precioso a los golpistas, animando de paso a generales y gobernadores civiles en duda a unirse a la sublevación. Finalmente, el día 19, una sublevación espontánea y masiva de los trabajadores derrota a los golpistas en más de la mitad del territorio peninsular español. Donde los trabajadores son derrotados, la represión es brutal y el estado se afirma ahora bajo mando militar. Donde los trabajadores se imponen, el estado republicano se desmorona. Es una insurrección obrera en toda regla.
Hoy, como todos los 18 de julio,nos invitarán a conmemorar aquel día como lo que no fue: una lucha entre fascismo y antifascismo, entre dictadura y democracia, entre franquismo y República. Toda la apabullante campaña de «memoria histórica» va de eso: conseguir que se pierda la memoria de la Revolución española.
Por eso hoy, publicamos un texto de uno de los protagonistas, G.Munis, relatando de primera mano y paso a paso aquellos días. G.Munis fue un militante y dirigente de la Izquierda Comunista Española que se había opuesto a la fusión de la corriente fundadora del PCE con el «BOC» de Maurín que habría de dar lugar al POUM. En los días de la insurrección, tras luchar en el cerco del Alcazar de Toledo, marchará a Barcelona donde organizará al «Grupo Bolchevique-leninista» y publicará «La Voz Leninista». Junto con un grupo de obreros cenetistas, «los Amigos de Durruti», el GB-L será la única organización que se enfrentará a la reconstitución del estado republicano alrededor de la Generalitat y se unirá a los trabajadores en la resistencia a la disolución de las milicias y el la derogación de las colectivizaciones. Derrotado y capturado en mayo de 1937 será condenado a muerte. Su vida posterior se funde con la historia de la Izquierda Comunista Española hasta su muerte en 1989.
El texto que reproducimos forma parte del libro «Jalones de derrota, promesa de victoria», publicado por primera vez en 1947 en México, cuya lectura crítica os recomendamos.
19 de julio, por G. Munis
Desde el día 17 de julio de 1936, empezó a ser oficialmente admitida por el Gobierno, la iniciación de la insurrección en Canarias y Marruecos. Pero las fechas, casi siempre cosa más formal que de interés en la historia, fueron totalmente ficticias en la ocasión. Desde principios de año existía de hecho un estado de guerra civil y la insurrección militar era notoria más de dos meses antes. La fecha representa únicamente el momento en que los militares, anunciando públicamente la rebelión, se lanzan con las tropas a la calle.
Mucho se ha hablado sobre el largo período gestatorio de la militarada; mucho se dijo anunciándola, antes de Julio, y más denunciándola después, sobre todo después. Cada personaje ligado en una forma u otra a las funciones de gobierno, ha pergueñado su escrito o su discurso abundando en la misma versión. Sin excepción, los relatos son monótonamente semejantes. Todo el mundo concuerda en que los primeros preparativos datan de la época en que Franco fue jefe del estado mayor del ejército y Gil Robles ministro de Guerra, en que se buscaron complicidades y subvenciones en Berlín, Roma y Lisboa, en que agentes alemanes e italianos colaboraron desde largo tiempo con los catizos generales, en que para nadie era un secreto que éstos, perdidas las elecciones, tratarían de adueñarse del poder de un día a otro. Añadiré únicamente que los militares salieron a la calle convencidos, por un largo período de insubordinación impune, que el Gobierno, situado entre las masas y ellos, pero más temeroso de las masas que de ellos, les cedería blandamente el terreno, sin más que una resistencia simbólica al estilo Generalidad de Cataluña en 1934. Y atinaban, pues la avalancha de masas que les hizo frente hubo de vencer antes la resistencia del Gobierno, y la maquinación que intentó prosternarse ante la espada y el crucifijo.
El Gobierno presidido por Casares Quiroga procuró desde el primer momento quitar importancia a la sublevación, con el objeto de que las masas no se pusieran en movimiento. El día 18 de julio hacía radiar oficialmente al país: «Se ha frustrado un nuevo intento insurreccional... El Gobierno declara que el movimiento está circunscrito a determinadas ciudades de la zona del Protectorado y que nadie, absolutamente nadie, se ha sumado en la península a este absurdo empeño... En estos momentos, las fuerzas de tierra, mar y aire de la República, que salvo la triste excepción señalada permanecen fieles al cumplimiento del deber, se dirigen contra los sediciosos para reducir con inflexible energía un movimiento insensato y vergonzoso». El día 19 aún insistía en una nota dada a la prensa a las tres de la mañana: «Estas medidas, unidas a las órdenes cursadas a las fuerzas que en Marruecos trabajan para dominar la sublevación, permiten afirmar que la acción del Gobierno bastará para restablecer la normalidad».
Estas últimas palabras contienen toda la conducta seguida por el Gobierno y el frente popular: evitar que las masas intervinieran tomando a su cargo la lucha militar contra la reacción sublevada. Personajes republicanos, socialistas y stalinistas han arrojado sal a los ojos de sus propios militantes, descargando sobre el señor Casares Quiroga personalmente la culpa de la conducta gubernamental que estuvo a punto de hacer triunfar desde el primer día la insurrección reaccionaria y que en efecto la hizo triunfar en buena parte del país. Pero la culpa es del sistema republicano-burgués, no del jefe del Gobierno. Personalizando lo que constituye parte inseparable de un sistema, los jefes socialistas y stalinistas se esfuerzan inútilmente en borrar su complicidad con el Gobierno, y sobre todo en desviar la hostilidad de las masas, de la república burguesa a un «mal representante» de la misma. Tanto el Gobierno como los jefes socialistas y stalinistas estaban perfectamente al tanto de lo que ocurría y no podían subestimar la extensión de la rebelión militar sin deliberado propósito. Desde un periódico de su propiedad, Indalecio Prieto había hablado ya de la insurrección de hecho y, general en que se encontraba el ejército. Mundo Obrero, el órgano stalinista, se veía obligado a constatar lo mismo. En la última reunión celebrada por la comisión permanente de las Cortes, las derechas hicieron casi formalmente una declaración de guerra. Desde hacía meses se producía una fuga continua de grandes capitales hacia el extranjero, y poco antes, Gil Robles, Lerroux y muchos prominentes reaccionarios, pasaban la frontera con sus familias. No se trataba de ignorancia, sino que Gobierno y frente popular esperaban persuadir a la «lealtad», cuando menos en el último momento, a una parte de los generales y de la oficialidad. El gobernador de Huelva, por ejemplo, inquieto por las maniobras, idas y venidas del general Queipo de Llano, pidió a Madrid autorización para detenerlo. El Gobierno se la negó: Queipo era un presunto «leal». Y sin embargo, su detención hubiese hecho abortar el movimiento militar en todo el sur, cortando el enlace directo entre los sublevados de Marruecos y los de la península. Siendo ya universal e innegable la sublevación de las guarniciones en todo el país, el Gobierno rehusaba a los gobernadores de provincias autorización para armar el pueblo. Esto, cuando los propios gobernadores no pasaban al lado de la insurrección, o le entregaban el poder sin ofrecer siquiera un simulacro de resistencia «... la acción del Gobierno bastará para restablecer la normalidad». ¿Cuál era esa acción y cuáles las «fuerzas de mar, tierra y aire», que «fieles al cumplimiento del deber, se dirigen contra los sediciosos...? Eran las tropas que el Gobierno esperaba persuadir a la lealtad, y las acciones que con ellas se proponía llevar a efecto, seguro en ese caso de poder mantener las masas a raya.
¿Qué respondían a esta mendacidad criminal los señores jefes socialistas y stalinistas, que más tarde han querido descargar sus propias culpas y las del sistema que apoyaban sobre la cabeza de Casares Quiroga? El mismo día que el Gobierno publicaba la nota citada, los comités nacionales del Partido Socialista y del Partido Comunista decían en una declaración conjunta impresa en El Sol: «El Gobierno manda y el frente popular obedece». Ahora bien, el Gobierno mandaba que nadie, excepto las pretendidas fuerzas leales, se moviese para hacer frente a la sublevación. La idea directriz del Gobierno, dictada por los intereses del sistema capitalista que representaba, en manera alguna por la incompetencia personal del señor Casares Quiroga, consistía en vencer la sublevación sin ayuda de las masas. Armarlas, aun contando con la complicidad segura de los jefes socialistas y stalinistas, era un grave peligro para el sistema. Con el objeto de impedir que las masas se precipitasen a las armas, el Gobierno tenía que mentir asegurando que no se trataba de nada grave y que las pretendidas «fuerzas leales» se bastarían para vencer a las «desleales». Como leales consideraba todas aquellas que no habían proclamado a los cuatro vientos la rebelión e inclusive las que quisieran volver al «cumplimiento del deber». Declarando y pidiendo obediencia a ese Gobierno, los jefes socialistas y stalinistas son plenamente responsables de la victoria que en una parte importante del país alcanzaron los militares. Recordemos, reafirmando esta idea, que en Oviedo —un hecho entre mil del mismo género— la dirección socialista salió garante, ante las masas, de la lealtad del general Aranda... hasta el día que éste, seguro de apoderarse de Oviedo, enarboló bandera reaccionaria.
Del mismo orden de ideas que presidió la conducta del Gobierno, o mejor dicho, de esta mecánica social en la que los partidos socialista y stalinista desempeñaban el papel de principales engranajes, se deduce la tentativa traidora del gobierno Martínez Barrio. Era una continuación lógica de la conducta del gobierno Casares, en perfecto acuerdo, por una parte, con la naturaleza del frente popular. Puesto que los esfuerzos de Casares para atraer a la «lealtad» todos o una parte de los militares habían sido baldíos, se necesitaba otro Gobierno que inspirase mayor confianza a los sublevados. Se trataba, en el fondo, no de que los militares fuesen leales al Gobierno, sino de constituir un Gobierno que satisficiese las principales demandas de los sublevados, es decir, leal a ellos. La iniciativa de entregar el poder a Martínez Barrio procedió de Indalecio Prieto1. El Presidente de la República, que sólo deseaba capitular, se precipitó sobre la ocasión, condicionando que al nuevo ministerio no perteneciesen comunistas. Tratándose en realidad de los aliados españoles de la contrarrevolución rusa, no de comunistas, la condición prestaba a éstos uno de los muchos servicios de propaganda que la estulticia burguesa ha hecho al stalinismo mundial. Los propios socialistas, sobre quienes no pesaba el veto presidencial, consideraron prudente no participar en el ministerio, con el doble objeto de no asustar a los generales y de aparecer ante las masas desligados de responsabilidad en el enjuague. La respuesta a la solicitud de colaboración hecha al Partido Socialista —refiere Martínez Barrio— «era negativa en cuanto a representación personal en el gabinete, pero de apoyo decidido y leal al Gobierno proyectado». Y comenta el discípulo de Lerroux: «Si el propósito del presidente de la República, al confiarme el encargo de formar Gobierno, era echar agua al fuego, nada lo servía mejor que la abstención del Partido Socialista». La abstención obediente, hay que añadir, porque la abstención combativa, cual correspondía a un partido revolucionario, habría impedido inclusive el intento capitulador de Martínez Barrio, y dado al proletariado su máxima capacidad de lucha contra la reacción sublevada. Cuando menos, se hubiese podido ganar tiempo e impedir el éxito de la militarada en algunas provincias. La misma actitud, esencialmente, adoptó el Partido stalinista. Martínez Barrio se abstiene de referirse a él, pero su silencio, determinado en parte por la escasa importancia del stalinismo, otorga la complicidad entre ambos. La actitud stalinista estaba inequívocamente expuesta en la nota conjunta con el Partido Socialista: «El Gobierno manda, el frente popular obedece».
A pesar de todo, el gobierno Martínez Barrio no duró ocho horas, fracasó antes de llegar a tomar posesión. Fracasó por la imposibilidad de su propio intento, así respecto de las masas como de la contrarrevolución. Las masas, ansiosas de dar cuenta de los sublevados y continuar su marcha revolucionaria, no querían conciliación. Tampoco la quería la contrarrevolución, segura de poder deshacerse sin gran dificultad del gesticulador e impotente frente popular. Los jefes de los partidos congregados en éste, he ahí los únicos conciliadores. Martínez Barrio se puso al habla con los generales. Mola, que en las primeras semanas fue el jefe más importante de la sublevación militar en territorio peninsular, estropeó la maquinación proyectada. Cuenta el ex-presidente de las Cortes, con palabras huidizas su conversación telefónica con Mola, ocultando deliberadamente cuanto en ella se dijo en concreto. Es sabido, sin embargo, que ofreció importantes concesiones, y algunas carteras ministeriales a los sublevados; ofreció, lo que en el lenguaje del cretinismo pequeño-burgués se llama una capitulación «decorosa». Los generales, que contaban con las guarniciones de Madrid y Barcelona, y sobre todo con el pánico del frentepopulismo a la revolución, no se avinieron. «Demasiado tarde» —respondió Mola—, dando a entender que las condiciones mismas de la capitulación «decorosa» no le desplacían.
En efecto, era demasiado tarde. Desde días antes, las masas, movilizadas espontáneamente, por iniciativa de la C.N.T., de militantes medios socialistas y stalinistas, y por otras organizaciones pequeñas, eran materialmente dueñas de la calle en las principales ciudades. El poder real había quedado polarizado en las masas y en los cuarteles. El choque era inevitable. Apenas notificada por la radio la constitución del nuevo Gobierno, estalló en violentas manifestaciones una explosión de cólera, al grito de ¡Abajo Martínez Barrio! Los propios partidos socialistas y stalinista hubieron de acceder al deseo de las masas, y secundar, como partidos, las manifestaciones. Así, humillantemente repudiada por la reacción, ante cuya espada se inclinaba, combatida e injuriada por las masas, la intentona capituladora de Martínez Barrio quedó ahogada en el seno del frente popular que la alentó. La situación no admitía medias tintas. Para someter a las masas desbordadas, al Gobierno le hacía falta la misma fuerza militar que se sublevaba contra las masas y contra el Gobierno; para someter a los militares era preciso armar las masas. Por intermedio de Martínez Barrio, el frente popular intentó obtener, cuando menos, el apoyo de una parte de los generales. De haberlo logrado, habría sometido con ella a la parte irreductible, si acaso quedaba, y se habría encontrado en condiciones de revolverse inmediatamente contra las masas, reprimiéndolas legalmente, con el ejército «leal». Tal fue la intención de aquel conato de Gobierno. La actitud irreductible de las masas fue lo que principalmente inspiró la negativa de los generales. Sin fuerza militar en la que apoyarse, el Gobierno quedaba a merced de aquellas. Pero el hecho de que el poder constituido, absolutamente impotente para decidir por sí mismo, buscara primero la alianza con los generales, para someterse, tras su negativa, al dictado de las masas, prueba el carácter reaccionario de las coaliciones tipo frente popular, y la no viabilidad, en nuestra época, de gobiernos estables entre el poder de la contrarrevolución capitalista y el del proletariado revolucionario. Martínez Barrio cedió el paso a Giral, y él se trasladó a Valencia, donde la guarnición militar se le declaró personalmente adicta. Durante muchos días no pudo saberse si los militares de Valencia estaban sublevados con sus colegas o no. Sólo se declararon contra ellos cuando en Madrid y Barcelona habían sido ya desbaratados por el contraataque de las masas. Y para que la gloria antifascista del señor Martínez Barrio no quede truncada, recordemos que siendo presidente de la junta delegada de Gobierno en Valencia, de turbio nacimiento, ésta envió 200 milicianos a capturar Teruel en compañía de 600 guardias civiles. Martínez Barrio impuso esa proporción contra la opinión del comité obrero, que, desconfiando, insistía en la inversa. En el camino, los 600 guardias civiles asesinaron a los 200 milicianos y pasaron al enemigo. Así quedó Teruel en poder de los militares.
Fracasada la conciliación, nada podía evitar que las masas se armaran y arremetieran contra los militares. Al contrario, los propios partidos obreros del frente popular tenían que correr de la cola a la cabeza de las masas, para no ser desarticulados ellos mismos, y para que el armamento quedara bajo su deletéreo control, en la medida de lo posible. Sin entrar en detalles descriptivos de difícil cabida en la naturaleza de este libro, recordemos los esfuerzos de los gobiernos de Madrid y Barcelona en contener a las masas, que se abalanzaban hacia las armas. En Barcelona — Gobierno más izquierdista que el de Madrid—, los obreros se habían apoderado, en la noche del 17, de las armas de los barcos anclados en el puerto y de las de los serenos de la ciudad. Por acuerdo entre la Generalidad y los dirigentes cenetistas, las armas fueron parcialmente devueltas. Ya estaba la insurrección de las tropas declarada, cuando fuerzas de la Generalidad cercaron el sindicato del Transporte con el objeto de desarmarlo. En Madrid no cedió la resistencia del Gobierno a las masas hasta que los cuarteles de Carabanchel rompieron las hostilidades. En provincias, sistemáticamente los gobernadores negaron armas al pueblo, por orden de Madrid. Así, en La Coruña, el pueblo hizo frente a los militares sin más armas que la dotación de fusiles del vapor Magallanes, unos cincuenta. El comité obrero de a bordo los entregó a los obreros de la ciudad, quienes tras una lucha extremadamente desigual de más de una semana, sucumbieron a las tropas. En Oviedo, como ya queda dicho, el general Aranda se apoderaba de la ciudad gracias a una cortesía del Partido Socialista. En Sevilla, donde el proletariado opuso una resistencia desesperada, la mayoría de las barricadas sólo poseían escasas pistolas y escopetas, y algunas ni pistolas ni escopetas: piedras nada más. Granada caía en poder de los sublevados por otra cortesía de las autoridades republicano-socialistas, quienes recibieron con los brazos abiertos varias camionetas de guardias civiles enviadas por aquellos; los fascistas se apoderaron de la ciudad al grito de ¡Viva la República! Y así sucesivamente.
Pero en Madrid, Barcelona, Bilbao, San Sebastián, Gijón, Málaga, Valencia, Cartagena, etc., y en toda una extensa zona que comprendía la mayoría del territorio, la fuerza numérica y la acometividad del proletariado arrebataron una victoria vertiginosa y aplastante. En una avalancha irresistible para el recién formado gobierno Giral, que en vano se esforzaba en seguir la política de «las fuerzas leales se bastan», las masas, venciendo las últimas resistencias en los partidos socialista y stalinista, se apoderaron de algunos depósitos de armas gubernamentales y chocaron impetuosamente contra las fuerzas militares, algunas ya en la calle, otras en los cuarteles, y contra numerosos grupos de civiles y clérigos fascistas, perfectamente armados, que habían tomado iglesias y centros políticos reaccionarios. La jornada del 19 de Julio de 1936, día en que el proletariado se bate con furia épica en las principales ciudades, fulgurando a un enemigo muy superior en armas, organización y plan de combate, permanecerá en los anales revolucionarios como uno de los más luminosos ejemplos de acción dados por los oprimidos del mundo. En los próximos años, quizás decenios, dondequiera el duelo mundial entre capitalismo y socialismo, entre contrarrevolución —burguesa o stalinista— y revolución, se plantee en sus términos polares, la obra del proletariado español el 19 de Julio se presentará como la meta clave a alcanzar: armamento del proletariado, desarme y desbande del ejército y demás instituciones del Estado. A partir de ahí comienza la revolución. Aun conseguido esto se puede perder, como lo prueba la propia experiencia posterior del proletariado español; pero sin eso ni siquiera puede ser intentada. Cuanto digan y hagan en otro sentido los aburguesados jefes «obreristas» será superchería y zancadilla.
El carácter de este libro me impide narrar los acontecimientos maravillosos que de un día para otro, cual mágico arte, cambiaron la fisonomía social de España, convirtiéndola, del país tradicionalmente embotado y retardatario que era, en avanzada de la revolución mundial, y despertando los anhelos de emancipación de los oprimidos hasta los más apartados rincones de la tierra. Las hazañas llevadas a cabo en ese mes de julio esperan aún su narrador, mejor dicho, sus narradores, dada la abundancia de episodios. Saldrán, sin duda, de entre aquella generación de jóvenes, libre de las máculas que sobre sí arrojaron los dirigentes de las organizaciones entonces conocidas, que forjó en gran parte los hechos combatiendo sin más pretensiones que la de combatir. Sólo en hombres de esa generación encontrará la victoria de Julio quienes revivan, sin patetismos mentidos, el múltiple escenario de su anónimo y grande heroísmo, trasmitiéndole un trágico sentimiento vengador del desastre a que fue conducida.
Además de su optimista ejemplificación combativa, las jornadas de Julio tienen un significado histórico que se precisa destacar —mordaza para quienes meses después hablaban de «república de nuevo tipo» y «guerra de independencia»—, y una trascendencia internacional que el movimiento revolucionario mundial deberá tener en cuenta, para evitar errores de interpretación mecánica en el ritmo de desarrollo de las crisis sociales. Su comprensión exacta será la mejor ayuda en futuras luchas.
Contemplando objetivamente el perfil político de España por los días de la sublevación militar-fascista, se obtiene el siguiente tren de posiciones: la derecha filofascista, englobando la burguesía, los terratenientes, los militares, el clero y una parte importante de la pequeña-burguesía, clamaban al Gobierno por el «mantenimiento del orden» (¡Atrás la revolución!); el Gobierno conciliaba con la derecha cuanto se lo permitía el estado precario de su autoridad; el frente popular, en bloque, soportaba la política de su Gobierno; en el seno de él existían borrosamente dos tendencias, francamente derechista la una, compuesta por socialistas a lo Prieto y Besteiro y por republicanos burgueses; ligeramente a la izquierda la otra, integrada por los restos marchitos de la antigua izquierda caballerista, más el partido de Stalin. De acuerdo ambas tendencias en la tesis general del frente popular: ni revolución socialista ni dictadura fascista, sino democracia burguesa, diferenciábanse apenas en algunas medidas prácticas. Por ejemplo, Caballero y los stalinistas hubieron de oponerse, con las masas, al intento capitulador de Martínez Barrio, y ellos fueron también, dentro del frente popular, los primeros en ceder a la necesidad de dar armas al pueblo, siquiera restringidamente.
Finalmente, la C.N.T., la F.A.I. y el P.O.U.M., oficialmente al margen del frente popular, conciliaban sobremanera con la tendencia caballerista, y por repercusión con todo el frente popular. Y a la extrema izquierda, sobrepasando con creces las organizaciones más radicales, se hallaban las masas, tan henchidas de dinamismo revolucionario como carentes de norte consciente. Corría la conciliación de un extremo a otro de las organizaciones, en mayor o menor grado y la avalancha revolucionaria avanzaba sin norte estratégico preciso.
Cierto, fueron la C.N.T., la F.A.I. y el P.O.U.M., guardando las proporciones orgánicas correspondientes, quienes de febrero a julio mantuvieron contra el régimen capitalista un fuego de francotiradores, impulsando las huelgas y los movimientos generales de las masas, que los partidos gubernamentales querían evitar a toda costa. ¿Pero de qué servían las reivindicaciones parciales cuando estaba en juego la destrucción o la supervivencia del régimen capitalista? ¿De qué los francotiradores cuando urgía presentar en regla la gran batalla? En épocas de crisis revolucionarias, las reivindicaciones parciales tienen sólo aplicación en la etapa preliminar, mientras madura la crisis, y más bien como ejercicio combativo mediante el cual se polarizan las clases y se toma posiciones para el momento decisivo. No se trata, como en las luchas obreras del siglo pasado y principios de éste, de la organización que adoptará el capitalismo, de la parte de derechos y libertades que en ella corresponderá a las masas pobres. A medida que la tensión de clases se agudiza, las reivindicaciones parciales deben ir cediendo el puesto a las reivindicaciones totales, los movimientos tácticos resolverse en el movimiento estratégico general. De lo contrario la energía revolucionaria de las masas se escapa en luchas y movimientos sin porvenir, originando, por la mecánica misma de la situación, la contraofensiva reaccionaria.
De febrero a julio, el movimiento revolucionario debió haber concentrado todas sus energías, y hecho girar todas sus reivindicaciones económicas, en torno a la lucha contra las instituciones fundamentales del Estado capitalista.
Desarme y disolución del ejército, la guardia civil, la de asalto, carabineros, etc., armamento del proletariado y los campesinos pobres, disolución del parlamento y creación de nuevos organismos de Gobierno salidos de las masas explotadas, superando así la mendaz democracia burguesa. El parlamento del frente popular era una asamblea sin objetivos ni razón histórica de existencia, producto de un timo dado a la conciencia de las masas, so capa de frente único. Tenía necesariamente que morir a manos de la burguesía o a manos del proletariado. A la primera no le daba la satisfacción de quietud que le era indispensable en aquella hora; al segundo le cerraba el camino de su acceso al poder.
La burguesía toleraba el parlamento como un ariete disimulado contra las masas, mientras disponía para el ataque su aparato armado y encontraba mejores condiciones para encomendarle el mantenimiento del orden. Pero el éxito de esta maniobra dependía enteramente de la capacidad o incapacidad del proletariado para desarticular y destruir todas las instituciones estatales existentes y crear al mismo paso instituciones propias.
En una palabra, la lógica de la situación, la necesidad imperativa del desenvolvimiento revolucionario, exigían, de febrero a julio, la concentración de todas las energías del proletariado y los campesinos en una insurrección que arrebatara el poder al frente popular. Sí, fueron las masas quienes debieron sublevarse contra el frente popular, cancelando el período capitalista. En esta falla radica la razón inmediata de la sublevación reaccionaria, como radica de modo general nuestra derrota durante la guerra civil. Los primeros responsables indudablemente son los partidos socialista y stalinista, sin los cuales no hubiera podido representarse la farsa del frente popular. Pero la C.N.T., la F.A.I. y el P.O.U.M., tampoco están exentos de culpa. Se quedaron en las reivindicaciones parciales, en ataques tácticos de objetivos limitados, con lo que tampoco en esas organizaciones logró hallar el empuje revolucionario la indispensable orientación consciente hacia el objetivo estratégico insurreccional. Gracias a esta circunstancia la iniciativa correspondió a la reacción.
Pero es también esa ausencia de objetivo estratégico consciente lo que da a la revolución española su peculiaridad, acusando más reciamente aún su carácter socialista y sentando un precedente de importancia internacional. Los líderes stalinistas y reformistas, culpablemente asidos a su traidora fórmula: ni revolución proletaria ni fascismo, silencian el significado político de la insurrección reaccionaria. Para ellos todo se explica por la intransigencia de la reacción — cuando no por la del proletariado—, o bien por el perjurio y la felonía que de unos generales que quebrantaron la promesa de defender la legalidad republicana y que buscaron ayuda en el extranjero. No les está permitido ir más allá de estas sandeces, calar en lo hondo del conflicto social, porque la acusación de felonía recaería íntegramente sobre ellos, que diciéndose representantes del proletariado, se erigieron en defensores de la legalidad burguesa. El metro de la lealtad o deslealtad no era la Constitución y las leyes de la república burguesa. Había la lealtad a la sociedad capitalista, activamente expresada por la insurrección militar-fascista, y la lealtad a la revolución proletaria, activamente expresada por las masas, a medias, hasta entonces, por la organización anarco-sindicalista y por el P.O.U.M. Pero los señores stalinistas y reformistas, en cuanto organizaciones, fueron leales a la misma sociedad capitalista como los generales; les separaban sólo modalidades de organización.
Desde el punto de vista formal, la sublevación militar-fascista era una rebelión de toda la sociedad capitalista — ejército, policía, propietarios banqueros, clero, etc.—, contra su propia legalidad; el Estado burgués insurreccionado contra sí mismo. Este aparente contrasentido es absolutamente inexplicable para los hombres de la «legalidad republicana», quienes en efecto, han sido incapaces de dar de él una interpretación medianamente racional siquiera. La teoría, mejor dicho el efugio o triquiñuela de la «guerra de independencia» —España agredida por Alemania e Italia con ayuda de unos cuantos españoles traidores—, inventada meses después de iniciada la guerra civil, no fue más que un expediente tras el cual albergar la obra destructora de la revolución, y satisfacer los deseos de Moscú, París, Londres y Washington. Sin el irreductible conflicto de clases que condujo a la guerra civil, Hitler y Mussolini, que en España buscaban tanto aplastar una revolución peligrosa para ellos, como adquirir posiciones para la futura guerra imperialista, nunca hubiesen tenido oportunidad de intervenir. Aquel aparente contrasentido se esclarece levantando el percal desteñido de la «legalidad republicana», y mirando lo que bajo él se ocultaba, lo que no lograba ocultar, más bien. De un lado encontramos las masas, elemental, pero poderosamente orientadas a la revolución social; de otro lado todas las clases reaccionarias de la sociedad y las instituciones del Estado decididas a tomar a su cargo la dictadura indispensable a su supervivencia. En medio, impotente, quedaba la «legalidad republicana», ficticia para las clases reaccionarias, reaccionaria para las clases revolucionarias. El proceso necesario de la crisis social se abría paso y culminaba en el choque de sus factores esenciales, destrozando los moldes irreales que el conglomerado del frente popular pretendía imponerle. Si hasta entonces el carácter socialista de la revolución había aparecido tapado y como embotellado en la coalición republicano-socialista y en el frente popular, el 19 de Julio, quitando de en medio todas las ficciones, lo puso en libertad y la revolución socialista inundó torrencialmente el país. La «legalidad republicana», eufemismo tras el cual se ocultan las horribles crudezas de la explotación y la opresión capitalista, encarnaba en el ejército, las guardias civiles y de asalto, los tribunales, organismos tutelares del sistema existente de producción y reparto. Era deber ineludible de la revolución destruir esos organismos si quería triunfar. Pero el proletariado no había conseguido tomar la iniciativa en ese aspecto, porque se hallaba embotellado dentro de la «legalidad republicana» por el stalinismo y el reformismo. Fue principalmente la obra de estos dos partidos lo que permitió al ejército tomar la iniciativa contra las masas. No obstante, por fortuna, fallaron en otro aspecto. Si bien impidieron que las masas tomaran la iniciativa de destruir los organismos tutelares del Estado capitalista, les faltó fuerzas y control suficiente sobre ellas para imponer la «legalidad republicana» a satisfacción de las clases reaccionarias. Eso obligó al ejército, el principal de los organismos estatales, máxima y tradicional expresión de las patrañas sobre la unidad nacional, la patria, lo español, a tomar a su cargo el mantenimiento del orden capitalista. La insurrección militar contenía esta declaración tácita hecha a los dirigentes del Partido Comunista y del Partido Socialista: «os oponéis a la revolución, sí, pero también os mostráis incapaces de meter en cintura a las masas en el grado que exigen los intereses del capitalismo. Puesto que no lográis darnos entera satisfacción, nosotros mismos nos la tomaremos». Permítaseme decir incidentalmente, porque es muy importante, que esa situación de los líderes stalinistas y reformistas, puesta de manifiesto con singular claridad por el estallido de la guerra civil española, les lleva a precipitar su evolución derechista y a perfeccionar su eficacia antirrevolucionaria, porque no tienen porvenir más que evitando la revolución proletaria y fusionándose establemente con el aparato estatal del capitalismo decadente. En suma, al entrar en acción el ejército, la ficticia «legalidad republicana» se esfumaba. El embotellamiento estaba roto. Quedaban frente a frente los organismos básicos de la legalidad capitalista y las masas; la contrarrevolución y la revolución; el pasado y el porvenir. Inevitablemente, con la violencia afirmativa de una ley física, el triunfo de las masas sobre el ejército destrozaba la organización capitalista de la sociedad y con ella la «legalidad republicana».
El valor internacional de esa experiencia se ahonda y ensancha teniendo en cuenta las condiciones en que se produjo. No existía una sola organización firmemente orientada a la toma del poder político. Como ya he dicho, todas ellas, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda anarco-sindicalista, y poumista, se eslabonaban en una cadena de conciliaciones. Cada una de las organizaciones tendía la mano y encubría a la que estaba inmediatamente a su derecha. Si existía —y la insurrección militar lo atestigua— una recia intransigencia reaccionaria faltaba enteramente, desde el punto de vista orgánico e ideológico, una recia intransigencia revolucionaria. El anarcosindicalismo, desasosegado por las nefastas consecuencias de su anterior aventura apolítica, incapaz de virar en redondo hasta el marxismo revolucionario, ponía en práctica la política de expedientes y trapicheos con los hombres de la izquierda burguesa y del reformismo obrero, que le es habitual en semejantes casos. El P.O.U.M., rebotando del frente popular a la oposición y de la oposición al frente popular, carecía de línea política propia; se guarecía a la sombra sin contornos de la izquierda socialista, o a la sombra del anarco-sindicalismo, artificialmente alargada por el ocaso automático del sol capitalista. Resultado: en el momento de la insurrección militar, las organizaciones obreras, o bien sostenían con todas sus fuerzas el Estado capitalista, cual el reformismo y el stalinismo, o bien se acercaban a él, cual la C.N.T., la F.A.I. y el P.O.U.M. Pese a todo, el Estado y la sociedad capitalista, sin que nadie se lo propusiera deliberadamente, cayeron por tierra, desmoronados como consecuencia del triunfo obrero sobre la insurrección reaccionaria.
La teoría marxista que proclama la necesidad de destruir el Estado capitalista y de crear un Estado obrero basado en relaciones de producción y distribución socialistas de las clases productoras, en posesión de los instrumentos de trabajo, recibió en España, el 19 de Julio, la más brillante demostración. En la Rusia de 1917, el doble proceso social de destrucción del viejo Estado y creación del nuevo fue consciente y poderosamente auxiliado por el Partido bolchevique. Pero en España se consumó el mismo proceso no sólo sin auxilio de ninguna organización, sino con auxilios deliberadamente adversos por parte del reformismo y del stalinismo, inconscientemente adversos, aunque en menor grado, por parte del anarco-sindicalismo y del centrismo poumista. La prueba tiene un valor irrecusable y aleccionador para el proletariado mundial. De la colisión armada salía reforzado el Estado burgués allí donde triunfaban los militares; totalmente destrozado donde triunfaba el proletariado y rudimentariamente creados los organismos básicos de un nuevo Estado proletario. Por repercusión, el hecho constituye una acusación de criminalidad para los partidos obreros infeudados a la fórmula: ni revolución social ni fascismo, sino democracia burguesa. Pues si ésta hubiese representado, por poco que fuera, una verdadera necesidad de la evolución histórica, la derrota de los militares el 19 de Julio la habría confirmado vigorizando espontáneamente el parlamentarismo, el frente popular, y en general todas las instituciones del Estado burgués. La vida fantasmal a que todas ellas quedaron súbitamente reducidas demuestra el carácter anti-histórico, reaccionario de aquella fórmula, y por consecuencia de los partidos obreros que la hacían suya.
Gráficamente, puede decirse que España era burguesa y capitalista el día 18 de julio de 1936, proletaria y socialista el día 20 de julio de 1936. ¿Qué había ocurrido el día 19? Esencialmente, que con su victoria el proletariado consumó el desarme de la burguesía y el armamento de las masas. Derrotadas y desbaratadas sus instituciones coercitivas, el Estado capitalista cesó de existir, semejante a una llama bruscamente privada del oxígeno atmosférico. El Estado no es ni puede ser una entelequia social, cual propalan reformistas y stalinistas en seguimiento de los ideólogos burgueses, sino un círculo de armas de fuego protector del sistema de propiedad y reparto existente. Y en épocas de transformación social, el círculo de armas de fuego es el principal sostén de todo el sistema. Destruyéndolo el 19 de Julio, el proletariado español se desembarazó del principal obstáculo al progreso y sus saturados sentimientos revolucionarios pudieron centrarse intuitivamente hacia la solución histórica exigida por la mecánica del proceso revolucionario. Ese hecho señala la actitud que debe asumir el proletariado de todos los países ante el Estado actual.
Sin pasar por ahí, no encontrará jamás el camino de su emancipación. Pero tendrá además que impedir la reconstitución posterior de los cuerpos coercitivos burgueses y el desarme del proletariado, cual ocurrió en España meses después.
Queda por señalar otra experiencia del 19 de Julio que tiene validez internacional. Es sin duda la más importante de todas, pues la revolución española la puso de relieve enteramente por primera vez. Se refiere a la objetividad del ritmo de desarrollo de la revolución independientemente de los factores subjetivos, el estado de las ideas y los partidos. De 1931 a 1936 las masas absorben una experiencia que las empuja continuamente a la izquierda. No existe ningún partido que condense esa experiencia, coordine la actividad de las masas y la apunte hacia el supremo objetivo histórico. Las masas se mueven hacia la izquierda, las organizaciones obreras hacia la derecha. En el preciso momento que el Estado burgués se derrumba, el anarco-sindicalismo y el P.O.U.M. se le someten, redondeando la unidad de todas las organizaciones obreras contra la organización del nuevo Estado proletario que brotaba de la entraña del movimiento. No obstante, la acción de las masas sólo supo poner por obra actos socialistas, tanto en el terreno económico como en el político. El 19 de Julio las masas irrumpieron bruscamente en el dominio de la revolución socialista, sin que ninguna fuerza consciente las impulsara o auxiliara. El desarrollo de la revolución alcanzaba su fase suprema a despecho de la carencia de un partido propiamente revolucionario. Así se expresaba por su parte, la ineluctabilidad del dilema: revolución proletaria p contrarrevolución capitalista, por otra la experiencia elemental de las masas a través del proceso revolucionario mismo.
Si en vísperas de Julio alguien hubiese querido medir el estado de ánimo de las masas, y deducir la táctica revolucionaria a seguir, guiándose por la filiación de aquéllas, habría hallado que la totalidad estaban encuadradas en organizaciones colaboracionistas, puesto que lo eran confesamente el reformismo y el stalinismo, virtualmente el anarco-sindicalismo y el poumismo2. Siguiendo un patrón revolucionario útil en otras ocasiones, ese alguien habría dictaminado que las masas españolas estaban aún impregnadas de ilusiones democráticas, y que por consecuencia no se las podía orientar directamente hacia las reivindicaciones máximas, necesitándose previamente un plan de educación que las desplazase de las organizaciones colaboracionistas hacia una organización revolucionaria: Gobierno compuesto por los líderes de las organizaciones colaboracionistas, control obrero de la producción, nacionalización de bancos e industrias, distribución de la tierra a los campesinos, etc. Nada más distante de lo posible. Esas consignas hubiesen desempeñado un cometido motor entre 1931 y 1934, cuando la relación entre el estado de ánimo de las masas, su experiencia y su filiación orgánica, tenía un contenido verídico. En 1936, sólo la de distribución de la tierra a los campesinos era parcialmente justa. Las otras quedaban ya por debajo del nivel de conciencia difusa adquirido por las masas durante los años anteriores y muy atrás de las necesidades inmediatas de acción. La relación entre las posibilidades de acción y la filiación de las masas era ficticia en sus tres cuartas partes y debida fundamentalmente a la inexistencia de una organización obrera con voluntad revolucionaria de poder. Pero ese hecho no podía mantener encajonado al movimiento de masas dentro de reivindicaciones de carácter democrático-burgués o transitorio.
Para enlazar con las masas, arrancarlas a la influencia conservadora de las organizaciones colaboracionistas, y favorecer el género de acción necesaria, un núcleo revolucionario no disponía de otros medios que las consignas máximas: no nacionalizaciones por el Estado burgués, sino expropiaciones por el proletariado; no Gobierno de líderes colaboracionistas, sino organización del nuevo poder revolucionario y destrucción del Estado burgués. Estas, precedidas por las demandas de armamento del proletariado y desarme de la burguesía, eran los únicos puntos de enlace posible entre lo avanzado del período revolucionario y el retraso orgánico por relación a él, de los elementos con voluntad de poder.
En suma, el 19 de Julio ha demostrado que cada revolución tiene un ritmo objetivo de desarrollo, cuyo nivel en cada momento no puede ser determinado por la filiación orgánica formal de las masas, sino por la experiencia de éstas mismas a lo largo del proceso revolucionario, y por la perentoriedad concreta del dilema histórico entre revolución y contrarrevolución.
Aunque la organización subjetivamente capaz de auxiliar el proceso revolucionario se encuentre reducida a una pequeña minoría, del movimiento de las masas, por su propio automatismo y de su confuso subjetivismo, brotan en cada ocasión propicia actos socialistas. Al llegar a este punto, las consignas parciales o de transición carecen por completo de aplicación revolucionaria, o bien adquieren una aplicación reaccionaria en manos de los colaboracionistas. Así se demostró en España también, donde la nacionalización y el control obrero de la producción fueron los primeros pasos de stalinistas, reformistas y gubernamentales en general, para arrebatar al proletariado las propiedades incautadas el mes de julio y siguientes. La experiencia española puso de manifiesto en el más alto grado que el ritmo de desarrollo de una revolución puede seguir una trayectoria inversa a la de los partidos que acaparan la filiación de las masas. En las condiciones modernas, el proceso concreto de una revolución es también revolucionario, es decir, procede a saltos, y quienquiera pretenda ajustarlo a una progresividad completa, evolutiva, desde cualquier punto hasta la toma del poder, corre el riesgo de ser bruscamente dejado al margen de los acontecimientos y largamente sobrepasado por un torrente ofensivo. En general, a medida que los partidos stalinistas y reformistas se adentran en su vericueto degenerativo, el proceso revolucionario, en los viejos países europeos y en los principales asiáticos, tenderá a seguir una cadencia arrítmica, por sacudidas, semejante al proceso español o más acusadamente aún. La existencia de un partido revolucionario numéricamente fuerte se hace cada vez más incompatible con la putrefacción totalitaria del capitalismo3 Las burocracias ayer aliadas al capitalismo —la reformista y la stalinista— sin dejar de ejercer su función castradora, buscarán soldarse establemente en la organización decadente de la sociedad, y lo conseguirán si no las vuelve añicos un manotazo de las masas; los semirrevolucionarios, ayer con un pie en la revolución y otro en la colaboración, se plantarán con los dos en la segunda, y besarán la bendita tierra del orden; la pequeña minoría de revolucionarios, numéricamente débil, fuerte de su temple, su conciencia y su razón histórica, deberá emerger rápidamente a la cabeza de las masas, enarbolando como consignas señeras las máximas de la revolución o será nuevamente hundida en la insignificancia y el aislamiento. Los tiempos lo quieren así. Tal es la más importante de las enseñanzas que el 19 de Julio español, última de las convulsiones revolucionarias entre las dos guerras imperialistas, brinda al caudal de convulsiones que precederán o sucederán a la paz.
Una sociedad enteramente nueva brotó del triunfo de las masas sobre militares y fascistas. Nunca la estructura real de la sociedad capitalista, basada en el monopolio burgués de los medios de producción y mantenida por medio del monopolio de las armas, había aparecido tan descarnada. Sin excepción, sus instituciones se esfumaron como un miraje ante la realidad concreta del armamento de las masas. El decreto de disolución del ejército dado por el gobierno Giral, días después, no hacía más que registrar un hecho consumado en batalla. Sin decreto desaparecieron también la magistratura y la legislación burguesas, substituidas por los tribunales populares y por las decisiones de los Comités.
Igualmente quedaron prácticamente disueltos los restantes cuerpos coercitivos capitalistas, sobre los que el Gobierno y el frente popular, cavilando ya en la oscuridad resarcirse del golpe sufrido, precavieron decir una sola palabra. Los guardias de asalto, civiles, o los carabineros que por imperativo del medio o por simpatía hacia la clase trabajadora combatieron junto con ella, arrojaban el uniforme en señal de paso a la revolución y consideraban un honor hacerse pasar por milicianos. La propiedad industrial y bancaria cayó automáticamente a manos de los trabajadores, bien por incautación deliberada, bien por fuga de sus propietarios. Otro tanto hacían los campesinos con la tierra.
De la sociedad capitalista quedaba únicamente, bamboleándose al borde del abismo, la coalición llamada frente popular. Su Gobierno era una sombra vana, cifra inmaterial de poder capitalista. Gobierno y frente popular sentían su desamparo, su inexistencia e inútilmente trataban de imponer respeto y obediencia. Sus órdenes, decretos y disposiciones eran letra muerta. Las masas lo arrollaban todo. Acababa de nacer un nuevo poder político cuya legalidad no procedía de parlamentos garrulos al margen de la historia y contra la historia, sino de la acción viva del proceso de lucha de clases, de las angustias del hombre en marcha hacia adelante, un poder que vertía hacia el porvenir las necesidades de las masas haciéndolas libertad, suprema sanción legal ante la cual toda otra es fraude. Era el poder de los Comités. Sólo los Comités tenían un poder real, sólo a ellos obedecían las masas. Habíanse constituido en todos los pueblos y barriadas de las ciudades. La misma mecánica social que había entregado a las masas la propiedad, las armas y el ejercicio de la justicia, hacía recaer sobre los Comités el poder político, completándose así las bases indispensables al triunfo de la revolución. Veremos en los capítulos siguientes cuáles eran sus defectos, cómo fue anulado su poder y destruidos ellos mismos. Pero en las semanas y en los meses inmediatos a las jornadas de Julio, los Comités se extienden y afirman sus facultades. El Gobierno oficial y su matriz, el frente popular, sabiendo que una simple palabra de los Comités bastaría para desvanecer su fantasmal existencia, se ocultan en el último rincón y piensan únicamente en rehacer los resortes coercitivos del recién destruido Estado capitalista. Una lucha terrible va a desplegarse entre Gobierno y Comités, de la que dependerá la suerte de la guerra civil y el rumbo de todo el mundo.
El día 24 de julio, el ministro de Gobernación se queja en una nota dada a la prensa de que los milicianos desacatan sus ralas fuerzas de seguridad y guardia civil, «no concediendo ningún valor a la placa y carnet que son los únicos distintivos», etc. Al día siguiente el mismo ministro publica: «A partir de las nueve de la noche de hoy, el servicio de vigilancia nocturno de Madrid será prestado exclusivamente por la fuerza pública, debiendo dejar de circular todo coche o grupo ocupado o constituido por fuerza que no sea la indicada... » «Los grupos de milicias armadas, salvo los encargados de realizar especial misión..., a partir de dicha hora se concentrarán en sus puestos y cuarteles, ya que, normalizada la vida pública en Madrid, no es necesaria mayor vigilancia que la que pueda realizar por sí sola la fuerza pública». (Subrayado por mí). Y para contrarrestar su carencia de fuerza pública «leal», el Gobierno, la semana siguiente al 19 de Julio, incorporaba a la guardia civil todos los aspirantes que no habían podido ingresar antes de la sublevación y además daba facilidades para nuevos alistamientos.
El poder fantasma busca hombres y armas en los que encarnar, para atacar al poder viviente. Aún no está acallado el tiroteo en las ciudades, apenas han salido los primeros destacamentos de milicianos rumbo a la sierra de Guadarrama y rumbo a Aragón, cuando frente popular y Gobierno inician solapadamente la destrucción de la obra realizada el 19 de Julio. Mientras las masas abren horizontes ilimitados, desde el Gobierno y desde las secretarías de los partidos colaboracionistas se urden proyectos contrarrevolucionarios.
1. Así lo declara el propio Martínez Barrio en los artículos que el año 1940 escribió en la revista mexicana Hoy. Tomo de ellos los datos sobre la intentona capituladora a que me estoy refiriendo.
2. Debido al viraje de la mayoría de la Izquierda comunista hacia el centrismo poumista, en vísperas de la guerra civil no había en España una sola organización, por pequeña que fuese, que pensara en la toma del poder. Únicamente algunos individuos aislados, entre los que me contaba yo, más reducidos grupos trotskistas, cuya voz quedaba ahogada en la celda catalana, sin ventanales, del P.O.U.M.
3. Está comprendida la putrefacción totalitaria de la casta gobernante rusa. Se ha nutrido de los escombros económicos, culturales y psicológicos del capitalismo. Expresa la reacción de esos escombros contra la obra de Octubre rojo. La revolución ha sido asfixiada por ella y es incompatible con ella.