La descomposición de la democracia
La «Agencia Europea de Derechos Fundamentales» presenta hoy su informe «Qué representan los derechos fundamentales para la gente en la UE». A pesar de las categorías y las preguntas, sesgadas hasta la contorsión, emerge con claridad que el descreimiento hacia la democracia y su supuesta capacidad para representar los intereses de los trabajadores, están puestos en cuestión. El 60% (58% en España) asegura que los partidos de estado no se preocupan por «gente como yo».
Pero no nos hagamos ilusiones: tras el descreimiento no siempre hay una crítica de clase ni están los trabajadores. El eco de las manifestaciones estadounidenses de BLM ha sido orquestado en Francia por lo que llaman «racialismo», un racismo victimista que está tomando el liderazgo de lo que originalmente fue el «antiracismo» republicano promovido por el propio estado. El «racialismo» o «indigenismo», hermano siamés del «comunitarismo» étnico de la ultraderecha, utiliza las categorías de la pequeña burguesía negra americana como el «privilegio blanco» para cuestionar el sistema político. De una manera u otra afirma que los sujetos de derechos no serían los individuos sino colectivos definidos en torno a la raza o la religión. Es decir, la vieja categoría de «pueblo» de la pequeña burguesía democrática se fractura en «comunidades» de raza, religión o «cultura». Ya que no son grupos territorializados, no se plantea la liberación nacional como independencia estatal, sino como segregación («espacios seguros», «leyes comunitarias») supuestamente necesaria para que cada pequeña nación doliente pudiera «afirmarse» con «orgullo». Por supuesto la forma de articular ésto requeriría la elevación de la pequeña burguesía «comunitaria» a capa dirigente de una parcela de mercado, poder corporativo y parcelita en el estado. Es decir, una burocracia propia y «representantes» en la clase dirigente, para gestionar y mediar las relaciones con un estado y otras «comunidades» esencialmente ajenas y dañinas para su identidad. Es obvio el carácter de clase de este tipo de planteamientos y su origen en las facciones más débiles de la pequeña burguesía. También su coincidencia estructural con el feminismo... lo que resulta en una cierta incomodidad para la clase dirigente en un momento en que eleva el feminismo a ideología de estado.
Resumiendo, la revuelta de la pequeña burguesía en Europa tiene -desde Le Pen y Orban a los Hermanos Musulmanes y el «indigenismo», desde el independentismo clásico al feminismo- un componente ideológico creciente que apunta a la transformación del aparato político de una democracia de «ciudadanos» a una «democracia de las identidades». Si este componente sigue desarrollándose, la revuelta pequeñoburguesa se convertirá pronto en la principal brecha del «consenso democrático» europeo.
¿Qué es ésto de la democracia?
En 1796 Babeuf, buscando una expresión política para los sans-culottes, el proletariado urbano que fue el ala izquierda de la Revolución Francesa, escribe una carta a su amigo Bodson que suele considerarse la primera afirmación de su programa.
El robespierrismo es la democracia y estas dos palabras son absolutamente idénticas. Si se resucita al robespierrismo, se puede estar seguro de resucitar la democracia.
¿Robespierre sinónimo de democracia? ¿La cabeza del Terror? ¿El dictador burgués por antonomasia?
La «confusión» se agrava cuando recordamos que en 1848, en el Manifiesto Comunista se afirma abiertamente que «el primer paso de la revolución obrera es la elevación del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia». Y aun resulta más chocante si vamos a la Revolución Rusa. ¿Qué entendía un obrero o el dueño de un taller por democracia en 1917? Un conjunto social, no una forma de organización y gobierno. No es tan extraño: todavía hoy la palabra «aristocracia» puede significar una forma de gobierno -y así aparece en los manuales de bachillerato cuando describen la Historia griega clásica- o una clase, la formada por los aristócratas en el Antiguo Régimen. Del mismo modo, en el lenguaje político de 1917 -como en Babeuf o Marx- democracia no era una forma de gobierno sino el control del estado por las clases oprimidas, es decir, las que se encuentran oprimidas bajo el capitalismo por estar desprovistas de poder político real por la dictadura que supone la supeditación de toda medida de gobierno a los intereses de la acumulación de capital.
En 1913 Rosa Luxemburgo haciendo un balance de la década anterior y los efectos de la crisis financiera de los años 90 escribía:
En lugar de reformas sociales se vieron leyes sobre la sedición, leyes penales para el encarcelamiento; en lugar de la democracia se vio la poderosa concentración industrial del capital en los cárteles y las asociaciones de empleadores y la práctica internacional de los cierres gigantes patronales. Y en lugar del nuevo desarrollo ascendente de la democracia en el Estado, se vio un colapso miserable de los últimos vestigios del liberalismo burgués y la democracia burguesa.
Como se ve, en primer lugar opone «democracia» a concentración industrial. Está comparando la acumulación de poder en dos grupos: el capital y la «democracia», es decir, las clases que viven de su trabajo. Y por si no quedaba claro contrasta el «desarrollo ascendente de la democracia en el Estado», es decir, la esperada influencia creciente de las clases trabajadoras en las instituciones, con la erosión de las libertades civiles. Tampoco era algo característico de los revolucionarios. El famoso discurso de Kerenski ante el soviet el 29 de marzo de 1917, comenzaba diciendo: «En nombre del gobierno provisional del país, saludo y me inclino ante la democracia: Los trabajadores, soldados y campesinos». No era una concesión al lenguaje de los obreros y sus organizaciones. La editorial de la Duma, el parlamento que disputó el poder a los soviets hasta octubre, publicó un diccionario de términos políticos orientado a la educación política popular. En él se definía democracia como: «Todas aquellas clases que viven de su propio trabajo: Obreros, campesinos, funcionarios e intelectuales».
Incluso, cuando los mencheviques y eseritas convocan en septiembre de 1917 la «Conferencia Democrática Panrusa» con el objetivo de elegir un «pre-Parlamento», invitan a todos los partidos socialistas incluidos los bolcheviques, los sindicatos, las organizaciones campesinas y de soldados... pero no a los kadetes (liberales) ni a representantes de los propietarios agrarios, simplemente porque «democrático» y «democracia» tenían un significado de clase, no de procedimiento. De hecho, cuando tras el intento de golpe de estado de Kornilov en agosto, las asambleas de fábrica van pidiendo una a una al soviet que tome el poder en solitario y rompa con los partidos burgueses, lo harán en nombre de la democracia porque por democracia se entendía el poder de las clases oprimidas y sus intereses. Democracia en el lenguaje de la revolución -y como hemos visto de la socialdemocracia de las décadas anteriores- no es un método o un procedimiento que pone en común al conjunto de grupos sociales e intereses de la nación, es sinónimo de clases oprimidas.
Y cuando en 1918 estalla la revolución en Alemania y la dicotomía social se materializa, como había pasado entre febrero y octubre en Rusia, entre consejos de obreros y soldados de un lado y parlamento de otro, la acepción de democracia como gobierno exclusivo de las clases laboriosas se hace aun más clara: democracia significa separar de la estructura de poder a aquellas clases que no viven de su trabajo y entre ellas, especialmente, a la burguesía. El mensaje socialista del momento es que la democracia como conjunto social está formada por las clases no explotadoras... es decir, se excluye incluso a la pequeña burguesía, y solo puede alumbrar la democracia en el sentido político (el gobierno de los intereses mayoritarios) a través de instituciones propias y excluyentes, no a través de las instituciones de la democracia representativa en cuyo seno había crecido hasta entonces.
La democracia, el gobierno del pueblo, comenzará cuando el pueblo trabajador tome el poder político. (...) Se trata de hacer realidad por primera vez el lema de la burguesía francesa en 1789, «Libertad, Igualdad, Fraternidad», mediante la supresión de la dominación de clase de la burguesía. Y el primer paso ante el mundo entero y la Historia, es dejar claro en el orden del día que lo que hasta ahora se pretendió base de la igualdad de derechos y la democracia -el Parlamento, la Asamblea Nacional, incluso el derecho universal al voto- fue una mentira y un engaño. Todo el poder a las manos de las masas trabajadoras como arma revolucionaria para extirpar el capitalismo, ¡esa es la única igualdad de derechos verdadera, esa es la verdadera democracia!
Resumiendo, hasta tiempo después de la Revolución Rusa, «democracia» no era un «significante flotante». Las partes en conflicto tenían muy claras sus definiciones. Cuando hoy leemos que entre febrero y octubre la revolución vivió en Rusia su «fase democrática», seguramente muchos entenderán algo muy distinto de lo que los protagonistas entendían con esa expresión. La idea de democracia entendida como el gobierno de los intereses del trabajo, como hemos visto, cruzaba la frontera entre los partidarios del poder soviético (bolcheviques, eseritas de izquierda, anarquistas) y los partidarios de un régimen que hiciera la revolución burguesa pendiente (mencheviques, eseritas de derecha). Solo los eseritas y mencheviques de derecha, los kadetes y los restos de la autocracia pretendían que un gobierno parlamentario y división de poderes pudiera ser todavía democrático en 1917.
Democracia y socialismo
Marx no fue el descubridor de la lucha de clases. La experiencia de la Revolución francesa la había hecho evidente antes para los historiadores burgueses. La lucha entre grandes clases sociales por el poder político y el control del estado implicaba que lo esencial para caracterizar a un régimen o gobierno no eran sus procedimientos internos ni sus mecanismos de elección de cuadros, sino los intereses cuyas leyes, políticas y estructuras promocionaban.
Desde ese punto de vista, que es tan importante que sin él toda otra perspectiva se convierte en mistificación, todo gobierno del conjunto social en una sociedad dividida en clases es una dictadura. Si lo que se ponía como criterio social imperativo, por delante de cualquier otra consideración era la necesidad del capital para realizar beneficios, estábamos ante una dictadura de la burguesía. Si eran los intereses de las clases hasta entonces oprimidas los que -temporalmente- se imponían desde el estado, estábamos ante una «dictadura democrática», es decir, interclasista. Y si son las necesidades universales, genéricas las que se imponen sobre todo lo demás, incluido especialmente la lógica de la acumulación, estaríamos ante una dictadura del proletariado. Y por supuesto, resultaba evidente que ninguna clase social podía esperar que otra realizara otra cosa que imponer las necesidades que representaba.
Tanto Marx en 1848 como los bolcheviques en la Rusia de 1917 intentaban orientar el accionar político de la clase trabajadora en revoluciones democráticas -donde la pequeña burguesía, especialmente la campesina eran fundamentales- que pretendían evolucionaran hacia revoluciones socialistas. Marx llamó a ese desarrollo «revolución permanente» y se basaba en la idea de un cierto recorrido común con la pequeña burguesía, básicamente acabar con el poder feudal para propiciar el desarrollo capitalista que desarrollaría una clase obrera masiva y acercaría el capitalismo a una fase en la que superarlo sería una necesidad universal. La peculiaridad de la Revolución rusa es que habría sido la última revolución permanente y el primer acto de la primera revolución socialista mundial. Es decir, tras ella -la primera gran oleada de la revolución mundial entre 1917 y 1937- simplemente no se darían las condiciones para otra revolución de ese tipo. O lo que es lo mismo, para una «dictadura democrática» de los trabajadores y la pequeña burguesía.
Ya hemos visto como Rosa Luxemburgo excluía a la pequeña burguesía de la democracia en la Alemania de 1919. El propio Engels lo había visto claro ya décadas antes para el caso alemán, donde la particular evolución del capitalismo, a pesar de haber sido dirigida por una burguesía apoyada en un estado autocrático todavía marcado por restos feudales, había dejado atrás ya la perspectiva de una nueva revolución permanente como la de 1848. En una carta a Bebel fechada en 1884 deja claro que la pequeña burguesía entiende ya «democracia» como «democracia pura», es decir como mero juego de formalismos y procedimientos electivos de representación en el aparato político del estado. Y que eso marca precisamente el momento en el que la «democracia» a secas, el gobierno de una alianza de intereses de las clases oprimidas, se hace imposible. En adelante, el proletariado alemán, estaría solo y no compartiría ningún trecho en su lucha por el socialismo.
Sea como fuere, nuestro único adversario el día de la crisis y el siguiente, será toda la reacción colectiva, la que se agrupará en torno a la democracia pura, y creo que esto no debe perderse de vista.
Democracia y crisis
No debería sorprendernos. En los últimos años hemos visto como la revuelta de la pequeña burguesía, que comenzó como una respuesta a la crisis de 2008, manifestaba cada vez más claramente que sus objetivos eran participar del nuevo flujo de rentas que el gran capital estaba extrayendo de los trabajadores a base de precarización y gracias a las cuales estaba «saliendo» de la crisis. Ya fuera sobre discursos separatistas, en Cataluña, Córcega, Hong Kong o donde fuera; bajo el auge de las derechas nacionalistas xenófobas, o bajo la forma de «revueltas populares democráticas», todos los movimientos se aplicaron a evitar, cuando no reprimir cualquier expresión propia de intereses de clase por parte de los trabajadores. El único movimiento que mostró una posibilidad de servir de apoyo o al menos de alerta fue el de los chalecos amarillos y solo mientras estuvo protagonizado por los sectores más débiles y proletarizados de las periferias rurales. Con un poco de ayuda gubernamental y mediática, corrigió pronto. Es más, todos estos movimientos llamaron abiertamente al sacrificio patriótico a los trabajadores en nombre de la «transversalidad», cuando no los pusieron a las puertas de una guerra. Y mientras, soñaban nuevas estructuras gubernamentales con las que mejorar su situación y en las que colocar a su prole.
Difícilmente se podía calificar tales movimientos de «democráticos». Como hemos visto, democracia implica intereses conjuntos expresados bajo consignas coincidentes. Y no hay intereses coincidentes con una clase que a estas alturas hace bandera de las tendencias a la guerra y que lo que disputa es un pedazo de la sobre-explotación que el capital impulsa para zafar la recesión.
La descomposición de la democracia
Políticamente, la revuelta de la pequeña burguesía ha sido un verdadero show de impotencia. Ha puesto palos en la rueda a las clases dirigentes, es cierto, llevando en los últimos años a un estancamiento de los parlamentos en varios países y a una grave crisis de aparato político -generadora de fracturas con el estado en muchos casos- desde Chile hasta España. Pero no ha conseguido en lo esencial salvar su situación. Lo que es peor para sus objetivos, la crisis del Covid está sirviendo a la burguesía para remozar su aparato político y redefinir su hoja de ruta... y están quedando fuera.
Es decir, están descubriendo que frente a la clase dirigente la «democracia pura» no les basta: ni los nuevos partidos llegaron a desplazar a los viejos lo suficiente (Salvini, M5S) ni toda esa sarta de reivindicaciones sobre «democracia directa», «puertas giratorias» y demás les salvó de la crisis económica y la quiebra con el Covid. Y frente a los trabajadores el discurso democrático universalista -el «derecho a decidir», el «proceso constituyente»- no les llega como bandera bajo la que encuadrar porque los intereses económicos son simplemente opuestos. A fin de cuentas se ha hecho evidente, por ejemplo, que los «recortes» en el sistema sanitario y educativo de los gobiernos del «procés» independentista catalán han agravado las consecuencias de la pandemia en Cataluña.
¿Solución? Bajar la escala para garantizar control de «los de abajo» y capacidad de resistencia frente a «los de arriba». Redefinir la democracia al modo en que la «izquierda identitaria» anglosajona y la «derecha comunitarista» francesa venía haciendo: acabar con el chato e hipócrita universalismo de la Revolución francesa para... ir para atrás hacia identidades esenciales de sexo, raza, religión, etnia, territorio... Difícilmente podría pensarse en algo más reaccionario. Un nuevo caciquismo nos viene encima. Una democracia de caciques de género, raza, nacionalidad.... aliados entre si en «confluencias» a derecha e izquierda con el pegamento victimista de la «interseccionalidad» y encuadrando a fuerza de recibir poderes delegados del estado e invocar «transversalidades» de clase.
El descreimiento
Pero no todo bajo el descreimiento en la democracia es reaccionario. La crisis del Covid ha dejado algunas lecciones importantes sobre el papel del estado y lo que viene... que están madurando en sectores muy amplios de los trabajadores, entre otras cosas por la masiva experiencia de luchas de estos meses, que sigue en marcha. Hay una consciencia de la opresión de clase creciente, propiciada por las reacciones de los estados frente a la recesión y hay una desconfianza en alza hacia la «naturalidad» con la que pretenden hacernos el truco de convertir la resistencia a la discriminación sexual en feminismo, a la destrucción medioambiental en ecologismo y al racismo en «racialismo». Esta resistencia no depende ni surge de procesos ideológicos. Surge de la práctica y la necesidad de las luchas que se están prodigando. Ese es el camino de la alternativa, a la dictadura de la acumulación... y a los delirios anti-democráticos de la pequeña burguesía.