La degradación de la cultura
No importa dónde miremos, el conocimiento básico y el hábito de lectura decaen incluso donde aumenta el nivel de formación media. Ni hablemos de la cultura entendida como producción y experiencia artística. De hecho es casi imposible hablar del Arte, como fenómeno social y en el sentido pleno del término, desde mediados del siglo pasado. Si hablamos de cultura como ese conjunto de prácticas cotidianas que, al final, están destinadas a que las interacciones sociales no reflejen en demasía la violencia implícita en el sistema, la tendencia es hacia un extrañamiento creciente en las relaciones personales más básicas. Y si nos centramos en la cultura como forma de entender la realidad, es decir, como expresión ideológica, el resultado es aterrador.
El tema de este artículo fue elegido por los lectores de nuestro canal de noticias en Telegram (@communia) el martes pasado.
La verdad es que los productos culturales, las obras representativas de un cierto momento histórico, no son el resultado de ninguna súbita iluminación colectiva. Ninguna llegaría siquiera a grandes audiencias si no fuera antes de cualquier otra cosa, una elección de la industria cultural.
A los teóricos de la pequeña burguesía les preocupa mucho la desaparición del artista como profesional independiente, como artesano de objetos culturales. Pero no podía ser de otra manera. La acumulación en general tiende a eso en todas las facetas de la producción. Eso es lo que hay detrás de la digitalización en general. Por algo la digitalización es uno de los dos ejes, junto con el pacto verde, de las políticas anticrisis.
La digitalización de los productos culturales sirve a las grandes plataformas -sea Spotify, Amazon, Netflix- y a las viejas grandes empresas -sea Universal, Random House o Planeta- para atraer capitales porque transforma inversión en capacidad para aumentar audiencia. Lo consigue llegando sin costes extra a lugares donde cuando había que producir y transportar una copia física no era rentable. Y llegando además con el 100% del catálogo donde antes solo era rentable llevar los grandes éxitos. La llamada democratización del acceso va pareja por tanto a la concentración de capitales. Por eso la concentración de la industria cultural en torno grandes empresas y plataformas significa también una concentración del mercado en torno a los países y lenguas en las que se realiza la producción y sobre todo de las ventas alrededor de los productos más capitalizados -en medios técnicos, en promoción- de los productos que distribuyen globalmente. Resultado para la inmensa mayoría de la pequeña burguesía artística: se proletariza o desaparece.
Pero ese está lejos de ser el problema. Los ensayistas estadounidenses hablan de cómo los primeros avisos de la crisis en los setenta dieron paso a una nostalgia masiva que se convirtió en apatía cultural y acabó, a partir de los noventa, en la exaltación de una versión casi primigenia de la moral burguesa más cruda y cínica.
Es cierto que ésa fue una parte. Pero olvidan la otra, complementaria. El refugio en la exaltación identitarista. Tras décadas de incubación universitaria, el feminismo pasó ya a ser ideología de estado y el racialismo pugna por llegar a serlo; el identitarismo está saliendo con fuerza desde el mundo anglosajón y busca reencontrarse con sus orígenes románticos, esencialistas y brutales. No es casualidad que Wagner vuelva a estar de moda:
Richard Wagner: compositor, director de orquesta, dramaturgo, poeta, polemista, anarquista, nacionalista teutónico, antisemita, feminista, pacifista, vegetariano, activista por los derechos de los animales. [...] Así como Herzl vio en Tannhäuser una manera de fortalecer su visión sionista, Du Bois tomó el mito wagneriano como modelo para un nuevo y heroico espíritu afroamericano.
Es verdad que algunos viejos popes se asustan y protestan ante el desarrollo inevitablemente censor y autoritario de un puritanismo ahora multiplicado por mil identidades irredentas. Pero entre la pequeña burguesía liberal anglosajona está tan profundamente arraigado, tan normalizado ya e integrado en el chovinismo más lamentable bajo el disfraz culturalista, que un peso pesado de la academia como Joseph Henrich puede publicar una tesis según la cual las culturas anglosajonas han producido una configuración cerebral distinta en sus miembros que las hace auténticamente occidentales, educadas, industrializadas, ricas y democráticas; términos que, todos juntos, forman en inglés el conocido acrónimo WEIRD, raros, particulares.
Como si el humor de este acrónimo de psicólogos anglosajones moderara el absurdo racismo anti-histórico de Henrich. El libro fue presentado en el New York Times por todo lo alto con una advertencia contra condenas ideológicas y una invitación a la crítica científica. El mesianismo salvífico y el racismo elevado a la fantasía de una configuración cerebral superior, no merece mejor tratamiento que el terraplanismo y otros delirios. Que reclame sus derechos como resultado de la reflexión de un biólogo evolutivo y que lo obtenga del principal periódico estadounidense, es algo más que una luz roja.
Unamos todo ésto a las tendencias reaccionarias de la pequeña burguesía, ahora bien presentes por una revuelta que no termina aunque se agotara en su propia impotencia política. Démosle las inevitables notas apocalípticas inseparables de los padres de la moral burguesa. Y el resultado será sencillamente delirante.
Los expertos de los gobiernos intentan explicar el crecimiento de la conspiranoia con argumentos psicológicos. Pero deberían mirarse a sí mismos antes. La realidad es que el cinismo descarnado de un discurso oficial que se pretende más allá de la historia, que ya no aspira a nada que no sea seguir como siempre porque no puede proveer de desarrollo verdadero, ha alienado a tantos, se ha hecho tan increíble y propalado tal desesperación moral, que para una parte cada vez más relevante de la pequeña burguesía es preferible creer en cualquier cosa que seguir pretendiendo que vive en el mejor de los mundos posibles. Y eso es lo que hacen.
Pero... ¿y los trabajadores?
La cultura de una sociedad decadente esteriliza, idiotiza y mata. Y ésta, a estas alturas, es una verdadera trituradora desbocada que solo deja a su paso desolación. De la vieja cultura burguesa no cabe esperar nada ya, es tan disfuncional y está tan muerta como la matriz que le dio luz. Del resultado de identitarismos, conspiranoias, esencialismos y demás excrecencias reaccionarias solo se puede esperar más muerte y desmoralización. Nuestro terreno está muy lejos de ahí, en la lucha por la satisfacción universal de las necesidades humanas universales. Hoy enfrentamos, huelga a huelga, lucha a lucha, discusión a discusión la barbarie inconmovible de un sistema anti-humano. La necesidad de ese renovar la cultura que propusieron y promovieron las Internacionales está más presente que nunca.