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La crisis de la Teoría Económica

17/12/2017 | Crítica de la ideología

La Teoría Económica y el discurso sobre la economía y su funcionamiento son, evidentemente, algo muy delicado para la burguesía desde sus comienzos. La Economía es una parte central de la reproducción ideológica del sistema.

Debe presentarlo como algo «natural» y eterno, un producto de la «naturaleza humana» y no de la explotación y la división en clases... lo que no es tan fácil. Las clases sociales eran explícitas en los primeros intentos de una «teoría económica científica» que sirviera a las monarquías absolutas (el «Tableau Economique» de Quesnay) y la misma burguesía adoptó hasta la «revolución subjetivista» de finales del XIX, la teoría del valor-trabajo que sirvió de base a la teoría de la plusvalía de Marx.

Debe justificar y dar al sistema una apariencia científica de orden, predecibilidad y «gobernanza» que permita transmitir la posibilidad de un «capitalismo bueno». Bueno en primer lugar «espontáneamente», gracias a la acción «libre» de los individuos bajo sus reglas (de ahí nace la famosa «Mano invisible» de Smith) y más tarde -cuando el estado se convierta en la forma de vida de la burguesía- si no espontáneamente, al menos mediante «correcciones» gracias a la acción del estado.

Y al mismo tiempo debe serviir para articular las conversaciones dentro de la propia burguesía, la forma en esta se ve y pone palabras a sus intereses con una apariencia de neutralidad científica y preocupación social. Es decir, tiene que contener elementos directrices que sirvan para orientar de un modo efectivo su gobierno de la economía sin evidenciar la lucha de clases como todavía pudo permitirse hacer en los tiempos de Ricardo y las «corn laws» cuando la burguesía luchaba contra el poder de las clases feudales y terratenientes, no contra los trabajadores y las capas no explotadoras que forman la mayor parte de la población actual.

La Teoría Económica y el capitalismo de estado

Con el relativo agotamiento de los mercados extra-capitalistas el capitalismo entró en una nueva etapa caracterizada por una concentración cada vez mayor de la burguesía en el estado. Con las dos guerras mundiales -y con la contrarrevolución en Rusia- aparecerá la forma contemporánea y universal del capitalismo: el capitalismo de estado. El capital financiero centralizará al conjunto de la burguesía, se desarrollarán la hiper-concentración y la sobre-acumulación, aparecerán monopolios transnacionales y el estado se convertirá en el aglutinador y disciplinador de la clase dirigente como un todo. Con ello cambia la figura del burgués individual, cada vez más disociado de la propiedad material de un capital concreto -una fábrica, una empresa- y cada vez más dependiente en su status de decisiones políticas y estructuras «sociales» -consejos de administración, cargos públicos, alto funcionariado...- lo cual tiene evidentemente problemillas de reparto de plusvalía -como la corrupción- pero son menores frente a la necesidad de contener las tensiones centrífugas que vemos constantemente y que se multiplican en un capitalismo agotado.

En ese marco, la teoría económica clásica muta en «subjetivismo». Ya no se puede decir que el valor es generado por el trabajo. Surgen las escuelas austriaca y el marginalismo británico. Pero pronto se ve que son muy limitadas para las necesidades de la burguesía. Ambas son teorías «microeconómicas» que siguen invisibilizando o condenando a un estado que es cada vez más omnipresente y que el burgués individual ve como su casa colectiva, no como un obstáculo necesario pero incómodo para sus negocios. Se trata ahora de relatar la economía como una máquina que es posible mantener en marcha y poner en «beneficio de todos» desde el estado y sus «palancas».

Esto fue lo que esbozó el «chartalismo» y convirtió al keynesianismo en una verdadera religión para las instituciones de la posguerra (FMI, Banco Mundial, organismos de «planificación») y los «estados del bienestar» occidentales. Como toda religión de estado desarrolló pronto su vulgata (Samuelson por un lado y Lerner por otro) que dio forma al lenguaje político y a los discursos sobre el desarrollo con hegemonía absoluta durante todo el periodo de reconstrucción post-bélica.

Millones de cuadros del estado, de pequeños burgueses y cada vez más de capas proletarizadas, absorbieron en todo el mundo esta ideología en las nuevas universidades de masas que la élite burguesa británica llamaba con desprecio «red brick universities» porque a diferencia de las nobles ruinas donde ellos estudiaban -Oxford, Cambridge- estaban construidas a prisa y corriendo con vulgares ladrillos rojos.

La Teoría Neoclásica y el «Neoliberalismo»

Pero con el fin del periodo de reconstrucción era obvio que si el capitalismo hacía aguas, la Teoría Económica que había servido de lenguaje al capitalismo de estado y los «estados del bienestar» se había hundido completamente. Lo que se suele llamar «neoliberalismo» fue un intento de dar una legitimidad teórica -siquiera extremádamente frágil, contradictoria y cínica- a la necesidad del capital de ampliar mercados para dar salida a la sobre-acumulación atacando al tiempo de forma directa a las condiciones de vida de los trabajadores. Globalizanción y neoliberalismo hablaron el lenguaje de la «Teoría Neoclásica». Tan frágil que la Economía perdió poco a poco el prestigio «científico» de la postguerra y su centralidad en el discurso político. Los «científicos» que enseñaban a Keynes con bata blanca se convirtieron en «expertos» que peroraban en los medios con títulos corporativos e institucionales tan rocambolescos como los de la nobleza decadente del siglo XVIII. En las universidades la Teoría Económica paso a enseñarse de modo ahistórico, separada no solo de la Historia sino de la Historia económica y de la propia Historia de las ideas burguesas que la alimentaban. Se trataba de fingir la solidez que ya no era posible ocultar, como en los sesenta, a base de matematización y Econometría.

De este modo la matriz ideológica que se postulaba como «ciencia madre» de lo social pasó del refinamiento al credo y al tiempo del exoterismo del «científico» al esoterismo del futurólogo, de servir para vender la democracia, al postureo elitista. El cambio le hizo perder, obviamente, impacto ideológico. Una cosa era plantear que el «técnico» dijera como verdad objetiva que la empresa no era «competitiva» si no se bajaban los salarios o se reducían las pensiones, y otra que eso fuera a crear mucha confianza en las bondades del capitalismo.

Surgió así, conforme la desigualdad se multiplicaba y las contradicciones internas del capitalismo crecían a partir de los 90, un submundo de discursos económicos no académicos destinados a generar algo de ilusión y optimismo sobre el sistema. En ese ambiente cultural subalterno y sus alrededores surgieron y siguen surgiendo las mil y una teorías complementarias y marginales que tratan de explicarnos cómo convertir el capitalismo en benéfico a base de «ser buenos»: desde la inversión socialmente responsable a los discursos del «bien común», casi todas ellas actualizaciones del aporte de las iglesias cristianas al armazón ideológico capitalista, multiplicadas y reutilizadas por ONGs, obras sociales, RSCs y fondos de pensiones sindicales e incluso nacionales. La explosión de la crisis hace diez años les engordó provisionalmente, convirtiéndose en fenómenos de feria mediática: de repente nos invadieron el salón los apóstoles de la «Economía del bien común», las «divisas locales», la economía social, lo colaborativo... Y lo que ha quedado, como no podía ser menos, es capitalismo de libro.

La crisis de la Teoría Económica

La crisis actual, que lleva ya diez años, ha convertido a la Economía Neoclásica (y Neokeynesiana) en un cadaver. Ni sirve para explicar las estrategias a las que han llegado empiricamente las distintas burguesías, ni sirve para vender la infalibilidad y eternidad del sistema. Y lo que es peor: es un juguete roto con el que no se pueden imaginar ni verbalizar las nuevas perspectivas que intentan abrir las facciones proteccionistas del capital americano o las alianzas «europeistas» en torno a Francia y Alemania.

Por eso los «críticos» postkeynesianos, la Modern Monetary Theory (MMT) -heredera de chartalistas y Lerner- y toda una serie de teorías académicas alternativas salen a la palestra ahora. Hoy mismo «The Guardian» hacía un llamamiento a «herejes». La burguesía necesita desesperadamente un nuevo lenguaje con el que expresarse y embelesar a una sociedad que está destruyendo y vender como exigencia del «bien común» su ataque a las condiciones de vida de los trabajadores.

Si no se adoptan unas u otras ahora no es solo por el carácter conservador de la propia academia, sino porque las disponibles están hechas de parches y remedos de las antiguas y ninguna puede mostrar los «éxitos» que en su día mostró el keynesianismo como discurso económico útil para la preparación de la guerra. El colapso de la Teoría Económica es una muestra y una demostración más del colapso de un capitalismo cuyo futuro no está en expandirse a nuevos territorios como en el siglo XIX. Los territorios, sea el Africa profunda o Marte, por muchas riquezas naturales que tengan, no valen para dar oxígeno al capitalismo. Lo que necesita son nuevos mercados con capacidad de compra o al menos de endeudamiento, capaces de absorber el exceso de capitales que cada vez tienen más difícil reproducirse. Y lo único que se les ocurre es destruir capital fijo en masa -junto con millones de vidas- para poder reconstruir después como tras el 45. La nostalgia del keynesianismo, es en realidad la triste nostalgia que el capital siente por la barbarie.