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Reinventar la clase trabajadora a medida de las necesidades del capital europeo

17/01/2022 | Artes y entretenimiento

La burguesía europea lleva unos años ensayando un nuevo discurso sobre la clase trabajadora. La simple negación de su existencia, abrumadora desde los años noventa, empezaba a hacerse insuficiente ya antes de la pandemia. Había que renovar mensaje. La emisión a lo largo del año pasado en prácticamente toda la UE de «Le temps des ouvriers», un documental encargado originalmente por el Canal francoalemán Arte, nos da una pista de por dónde va el nuevo discurso con el que nos machacarán en los próximos años.

¿De dónde viene todo ésto?

No es casualidad que el nuevo discurso oficial sobre la clase trabajadora se ensaye en un documental francés. A finales de 2018 bastaron los primeros signos de movilización de clase, incluso dentro del molde ajeno de los «Chalecos Amarillos», para que la burguesía francesa pusiera en marcha todas sus alarmas.

En 2019 huelgas como la de ferroviarios que apuntaban a la ruptura del control sindical y las movilizaciones masivas contra la reforma de pensiones señalaron que el discurso machacado desde los años noventa sobre la «desaparición de la clase obrera» era cada vez más difícil de mantener cuando incluso una parte del estudiantado universitario empezaba a definir movilizaciones en términos de clase.

En ese momento las clases dirigentes europeas estaban ensayando la incorporación del feminismo y el ecologismo a la ideología de estado... pero además de que el molde identitarista importado de EEUU les genera no pocas contradicciones, ni feminismo ni ecologismo servían para enfrentar directamente el impacto que tendría lo que más temen: una ola de luchas y huelgas que se extendiera por el continente superando a los sindicatos.

De repente, las invocaciones a una supuesta «clase media y trabajadora» llenaron los discursos de todos los políticos europeos. Macron aparecía en Douai rodeado de sindicalistas, para vender una nueva «unión sagrada» por la «repatriación» de cadenas productivas. La UE resucitaba su olvidado «compromiso social» para decorar su agenda precarizadora. Incluso en los países donde los sindicatos son más débiles, como España, el «diálogo social» con sindicatos y patronal se recuperó y pasó a primera línea para legitimar los nuevos paquetes contra pensiones y condiciones laborales.

El esbozo de un nuevo discurso sobre la clase trabajadora

La economía fue más o menos siempre lo mismo, lo importante es la fábrica

Recuperar las imágenes de la explotación pasada para no ver la presente, es parte del nuevo discurso sobre la clase trabajadora.

Cualquier operación ideológica que trate de desdibujar o negar la existencia del proletariado como clase tiene que negar la vigencia del capitalismo e incluso negar la existencia de modos de producción diferenciados a lo largo de la historia.

Hasta la forma más básica de definir el capitalismo incomoda para ese objetivo. Caracterizar el sistema como el modo de producción basado en la explotación del trabajo asalariado implica necesariamente la existencia de una clase masiva de trabajadores asalariados. Si, como es evidente, el salariato sigue siendo la institución fundamental de la sociedad y está universalmente extendida, sigue existiendo capitalismo y sigue existiendo una clase trabajadora universalmente explotada.

¿Cómo lo resuelve el nuevo discurso sobre la clase trabajadora? En dos movimientos:

Desdibujando sin pudor las diferencias entre modos de producción y presentando un capitalismo eterno «hacia atrás». Es la línea abierta por ejemplo por Piketty en su libro y documental «El Capital en el siglo XXI». Que arranque diciendo que el capital antes de la Revolución francesa era «la tierra» es, evidentemente una barbaridad conceptual: la tierra ni siquiera era mercancía, no podía comprarse y venderse. ¿Cómo iba a ser capital?

Algo parecido venimos viendo en toda la reciente «preocupación» de los medios por la esclavitud en Roma. No sólo reducen torticeramente el porcentaje de esclavos de la población del imperio romano -limitándolo al porcentaje de la ciudad de Roma e invisibilizando el campo en un modo de producción agrario- sino que vienen a negar el carácter central de la institución de la esclavitud y presentar la economía del esclavismo y el feudalismo como lo que no eran: economías mercantiles.

La realidad es que ni el esclavismo ni el feudalismo estaban centrados en la producción de mercancías, aunque hubiera un cierto circuito comercial marginal y tuvieran algunas islas de trabajo asalariado. La forma dominante de explotación no era en ninguno de los dos sistemas fundamentalmente económica, no se basaba en intercambios «libres». Era la exacción directa del trabajo y sus frutos.

Por eso la esclavitud en el modo de producción esclavista no tiene nada que ver con la esclavitud feudal ni, mucho menos con la esclavitud bajo el capitalismo que floreció en el Sur de los EEUU y el Caribe y que, bien inserta en el conjunto de relaciones capitalistas que se estaba estableciendo globalmente sirvió a la burguesía para acelerar la acumulación.

Hacerlas equivaler, por supuesto, no es inocente. A pesar de la imagen ahistórica que transmiten las producciones audiovisuales anglosajonas, la esclavitud antigua no tuvo un carácter «racial». La feudal, hasta muy tarde tampoco. Todavía en el siglo XVI había más europeos y norteafricanos en los famosos «baños» de Argel -cárceles masivas para negociar secuestros y esclavos- que víctimas negras del entonces naciente comercio ultramarino de esclavos.

En ésto, «Le temps des ouvriers» supone una cierta innovación tampoco inocente y desde luego no menos falsificadora en términos históricos. Presenta el boom del algodón como origen de la industrialización y lo explica sobre el auge de la esclavitud en el Sur de EEUU.

Es cierto que la industrialización tuvo su primera gran industria en el textil, pero no de algodón, sino de lana. Fue la llegada masiva a las ciudades de campesinos expropiados al parcelarse las tierras comunales, la que ya desde el siglo XVI empieza a crear la mano de obra cuasi gratuita que sirvió de base a la industrialización del XVIII, no la existencia de esclavos al otro lado del Atlántico.

De hecho el algodón siguió siendo hasta el siglo XIX un producto de lujo, mucho más caro que la lana. Fue precisamente la subida del coste de los esclavos americanos la que propició la invención y extensión de la desmotadora de Whitney que bajaría drásticamente los precios del algodón transformando la materia prima principal de una industria textil que ya era masiva, fabril y capitalista desde casi un siglo antes.

¿Por qué una falsificación tan burda? En primer lugar para dar entrada al racialismo anglosajón en el nuevo discurso sobre la clase trabajadora, ligando el esclavismo americano al nacimiento de la clase obrera y la industrialización. Sin esclavitud en el Sur de EEUU, nos vienen a decir, no habría habido industrialización masiva ni proletariado.

Pero el objetivo de torcer tanto el relato histórico va más allá: desdibujando el capitalismo y sus orígenes el nuevo discurso sobre la clase trabajadora puede plantear la redefinición del proletariado que da sentido a todo el esfuerzo.

Sería la fábrica y no el capitalismo, la que crearía y definiría a la clase trabajadora

Fábrica de Volkswagen en Wolfsburg (al frente el Ritz-Carlton). La fabrica emplea 60.500 trabajadores que producen más de 850.000 coches al año en una superficie de 6,5 millones de m2.

Llamativamente, en «Le temps des ouvriers» no hay una sola referencia al proletariado agrario ni a los obreros de talleres y pequeñas empresas, mayoritarios durante el siglo XX en el conjunto de Europa, mucho menos al de las empresas de servicios. Sus cuatro entregas insisten una y otra vez en presentar a la clase trabajadora del capitalismo, el proletariado, como una clase exclusivamente fabril.

De esa manera el documental puede presentar sin ambages al proletariado como producto de la fábrica, no de las relaciones capitalistas. Este es el núcleo del mensaje. Si la clase trabajadora es una clase fabril, el fin de la centralidad de la fábrica en la estructura productiva europea significaría el fin del proletariado.

Aunque el mensaje es explícito en el documental, de hecho su última entrega se llama «la destrucción», el director e ideólogo tras el trabajo quiere dejar, convenientemente, la cuestión abierta... al tiempo que remacha la idea principal: la clase trabajadora es ahora, en Europa, una «minoría».

¿Ha desaparecido la clase obrera? Todos hacen la pregunta, nadie tiene la respuesta. Esta es en parte la razón por la que quería descubrir qué podría enseñarnos esta historia y cómo podría sorprendernos.

Quería renovar la mirada convencional que tenemos sobre ella y encontrar lo que tiene de vivo, pero no esperaba encontrar ecos tan fuertes de la realidad contemporánea. La explotación, en todo caso, no ha desaparecido; sin duda lo que ha retrocedido es la conciencia colectiva que tenemos de ella, y por tanto los medios para combatirla.

Estadísticamente, en Francia, los trabajadores aún constituyen una quinta parte de la población activa.

Stan Neumann, director de «Le temps des ouvriers» en Arte.

¿Cómo que la clase trabajadora es un quinto de la población francesa? Las cuentas sólo salen si reducimos los trabajadores a los trabajadores fabriles. Después de quitarse de un plumazo a jornaleros, riders, administrativos, camareros, dependientes de comercio, programadores, limpiadores, enfermeros, trabajadores técnicos, etc. etc. la clase trabajadora pasa a ser una minoría social en Francia. Pero en esos términos ¿cuándo y dónde no lo habría sido?

De hecho, toda la operación depende de algo que a poco que lo pensemos resulta absurdo. El capitalismo es un sistema de explotación de una clase por otra. El conjunto de la clase dirigente, a través de un complejo sistema que une el estado, los mercados de mercancías y los de capital, organiza el trabajo social y explota el conjunto del trabajo. La clase de los trabajadores explotados es por eso mismo, una sola.

¿Es menos parte de la clase explotada un trabajador al que «le cae» trabajar en el mantenimiento de las condiciones de explotación -sanidad pública, enseñanza, etc.- o en tareas que no están orientadas a la producción de mercancías para el mercado -como limpiar casas- que un trabajador fabril? La mirada del entomólogo que clasifica insectos clavados con alfileres atendiendo a pequeñas diferencias morfológicas, nunca sirvió para entender las realidades sociales y las divisiones de clase. Aunque encante a los académicos.

Lo que definiría a la clase trabajadora sería una cierta subjetividad, una identidad, no una situación social

Trabajadores de los muelles del Sena en 1936.

Si la «primera cuchilla» restringe arbitrariamente la clase trabajadora a Europa y la segunda intenta separar a los trabajadores fabriles del resto de la clase, la tercera, sobre esa base arbitrariamente fragmentada y atomizada, convierte la alienación y el sometimiento ideológico que por definición carga toda clase explotada en un argumento para poner entre interrogantes su existencia, o cuando menos, para negarle la posibilidad de protagonismo político.

Pero la naturaleza del trabajo ha cambiado. La atomización, la individualización han destruido las viejas solidaridades, la vieja cultura obrera; al menos en sus aspectos más visibles, porque sigue irrigando nuestra concepción del «convivir».

Stan Neumann, director de «Le temps des ouvriers» en Arte

Vuelta a un viejo lugar de la pequeña burguesía académica: lo «admirable» de la clase trabajadora es la «cultura de la solidaridad» que supo desarrollar en la fábrica.

Lo que hace al proletariado clase revolucionaria es lo que ha de hacer para sacar adelante la lucha por las necesidades humanas universales, las únicas que su posición le permite reivindicar. Dicho de otro modo, el proletariado es revolucionario no por lo que haga o piense en un momento dado, sino por llevar en sí, como negación de todo aquello con lo que el capitalismo la define, la necesidad del comunismo, el salto a una sociedad de trabajo liberado y abundancia regida por las necesidades humanas universales.

Es su reivindicación en la práctica de un mundo organizado para la satisfacción directa de las necesidades humanas, lo que hace a la clase trabajadora clase histórica, sujeto político. No su presente y su pasado de explotación expresado en una cultura de resistencia.

La exaltación de una «cultura obrera», su identificación con la conciencia de clase «realmente existente», es mucho más que un error miope y una excusa para «nacionalizar» a la clase trabajadora. Si toda «cultura» cumple siempre un papel conservador porque limita a aquellos que participan de ella, reproduciendo las condiciones que le dieron lugar, identificar a la clase revolucionaria con la cultura de la que participó en tanto que clase explotada es sencillamente reaccionario.

La «cultura obrera» ata los trabajadores a su pasado -la explotación- distanciándoles de su futuro -el comunismo.

«Identidad obrera» no es conciencia de clase, 5/7/2018

Toda la reivindicación de la «cultura perdida de la fábrica» en la que se explaya «Le temps des ouvriers» no puede sonar más hipócrita. El documental insiste en un momento dado en que la clase obrera es una «identidad» y que sin identidad no hay «conciencia».

¿Pero a qué consciencia se refiere? Viendo el documental, parece que se refiere a una cierta estética, a un cierto orgullo de pertenencia colectiva. Pero nada más. Desde luego no a la consciencia de clase. Porque consciencia de clase significa sobre todo tomar consciencia de las «las necesidades y posibilidades máximas abiertas históricamente», y eso, es lo que al final el nuevo discurso sobre la clase trabajadora, como no podía ser de otra forma, viene a negar.

La revolución de los trabajadores fue un fracaso histórico... y no volverá

Manifestación el martes pasado de profesores en Marsella durante la huelga de enseñanza.

Porque al final no podía sino coger el toro por los cuernos -bien afeitados por todas las operaciones previas- y enfrentar el tema tabú: la revolución...

Al menos, en su revisión histórica hay una novedad. Se reconoce como tal la Revolución española, a pesar de adjudicársela al anarquismo; Berlín 53, Budapest 56 y las huelgas de masas en el Este se reconocen como insurrecciones obreras dejando claro el antagonismo entre stalinismo y proletariado aunque se escabulla su naturaleza como expresión y ariete de la contrarrevolución en Rusia, en España y en el mundo...

Esta historia es inseparable de la idea de revolución. De punta a punta, de generación en generación, la memoria de trabajo transmite la historia de la insurrección, desde 1789 hasta 1985, año de la última gran huelga de los mineros británicos, derrotada por Margaret Thatcher cuatro años después del aplastamiento de Solidarnosc en Polonia.

Stan Neumann, director de «Le temps des ouvriers» en Arte

Pero este conato de honestidad, tan diferente de la ideología de los canales anglosajones de documentales históricos, tiene corto vuelo. Se trata, al fin de «reconocer el legado» para intentar reencaminarlo hacia el tranquilo y seguro terreno de la «justicia social» y la democracia.

Todas estas revoluciones han fracasado. Sin embargo, en esta larga sucesión de derrotas, la energía nunca desaparece. Hay algo indestructible en lo que cuenta esta historia, todas estas historias. Estos valores que el mundo del trabajo ha promovido y hecho oír -la solidaridad, la justicia social, la exigencia de tratar a todo ser humano como tal...- me parecen más imprescindibles que nunca.

Stan Neumann, director de «Le tems des ouvriers» en Arte

El programa de siempre: fracturar y encuadrar a la clase trabajadora

Cartel de «Le temps des ouvriers»

Todo este esfuerzo para retorcer la historia y todas estas complicadas operaciones ideológicas acaban dando un resultado inevitablemente confuso. ¿Qué quiere contarnos en realidad la burguesía europea? Tiene todo el aspecto de un primer intento, de un «work in progress» en el que algunos elementos todavía están por decantar.

Pero se esboza ya una jugada parecida a la del tronco principal del stalinismo durante sus intentos de reconversión en los noventa: la clase trabajadora no ha desaparecido pero no ocupa ya una centralidad social que le permita tener una expresión política propia y menos aún, un proyecto revolucionario.

La consecuencia es conocida y forma parte de la melodía que cantan hoy desde Biden a Sánchez, desde el peronismo a la UE: resucitar a los sindicatos e integrar «valores» y «cultura» con las nuevas ideologías de estado: feminismo, ecologismo y hasta indigenismo y racialismo si se tercia.

Resumiendo: fracturar, negar y encuadrar; redefinir la clase sobre la fábrica, reconvertir situación de clase en identidad ideológica y reenviar lo que quede a los sindicatos. Objetivo: dinamitar desde dentro y reencauzar lo que ya empiezan a dudar que puedan contener indefinidamente desde fuera simplemente negando su existencia.