Cuando estudiamos las primeras huelgas de la Revolución rusa o las que precedieron a la Revolución española llama la atención que en muchas tablas de exigencias, lo primero que aparecía era una reivindicación de la «dignidad de los trabajadores».
Las medidas concretas que materializaban esa dignificación del trabajo variaban según el sector: el fin de las propinas entre los camareros, disponer de jabón y zonas de baño, áreas para fumadores, asistencia médica y maternidad para las tejedoras, libertad de horarios para los impresores, etc. Pero una y otra vez, en todos los sectores aparece una reivindicación que es común a todos: «recibir un trato cortés» por parte de los patronos.Con la Revolución de febrero los trabajadores comenzaron a exigir un trato socialmente igualitario. El «usted» se hizo obligatorio en el trato de técnicos y gestores a los trabajadores y los títulos académicos y gremiales dejaron de usarse en favor del republicano tratamiento de «ciudadano», sustituido cada vez más, a partir de julio, por el de «compañero» («tovarich»). Los directores de fábrica solo empezaron a usar de nuevo el «tu» para dirigirse a los obreros con la contrarrevolución, cuando el estado instituyó de nuevo el uso generalizado del «ciudadano» en la vida social y el «compañero» quedó relegado a los miembros del partido-estado. No fue casualidad.

Mitin de Liebknecht durante la revolución alemana. Los obreros se jugaban la vida vestidos con su ropa de domingo y bien duchados a pesar de las carencias de jabón. Mostraban así su respeto por sí mismos, su clase y su misión histórica. El mismo fenómeno se dio en la Revolución rusa donde además diferenciaba a los obreros de los campesinos (pequeña burguesía pobre rural).
Lejos quedaban los tiempos en que los dirigentes revolucionarios entendían que el lenguaje cotidiano era una parte de la lucha por mantener la revolución en pie y superar tanto la desesperanza del oprimido como la cultura del abuso del poderoso. La desesperanza y desarraigo tanto como el poder señorial vivían en la lengua cotidiana a través de la grosería, del humor hiriente, de la humillación simbólica del otro, eran por tanto, frenos objetivos al desarrollo de la consciencia tanto como las imágenes de obreros en traje tomando las calles y derribando al zarismo en febrero habían hecho su aporte para crear una confianza creciente de la clase en sí misma en toda Europa.
¿Puede crearse aún de forma parcelaria y limitada una nueva vida fundada en el mutuo respeto, en el respeto hacia uno mismo, en la igualdad de la mujer, en una verdadera preocupación por los niños, en medio de una atmósfera en la que resuena, ruge, estalla el lenguaje grosero de señores y esclavos, un lenguaje que nunca ha sido escatimado por nadie? Es tan necesario para la cultura del espíritu luchar contra la grosería del lenguaje, como preciso para la cultura material combatir la suciedad y los piojos.

La mezcla de signos de infantilización/ inferioridad y vindicación de la violencia verbal y la humillación, característicos de la propaganda contrarrevolucionaria de los años treinta ha vuelto, modernizada, a la prensa y las redes sociales.

Durante la Revolución y la guerra civil la reacción utilizó la «sátira» contra los bolcheviques a menudo con contenidos antisemitas y ánimo humillante.
Pero no solo se trata de eso. La humillación a través del lenguaje es una herramienta de opresión, una forma de abuso que refuerza el miedo y la atomización. Por eso existe y la alimentan los medios, para evitar la conversación y esterilizar el debate, para alimentar el silencio temeroso ante el que es lo suficientemente poderoso como para publicar en un medio o tener un cargo político.
En cambio, todas esas cosas que tanto desprecian los pequeñoburgueses «radicales» y «demócratas» con su culto permanente a la fuerza, dan una oportunidad exactamente a lo contrario. El lenguaje respetuoso, el humor que no busca zaherir sino rasgar la mirada impuesta, las buenas maneras, el cuidado de la higiene personal… ayudan a crear los ambientes de fraternidad y discusión franca, fértiles para el desarrollo de la conciencia de clase. Sí, la buena educación es, modestamente, revolucionaria.