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La apisonadora y los trabajadores

01/05/2019 | Comunicados

Cuando el capitalismo comienza a implantarse por primera vez en un país, Inglaterra, la jornada de trabajo de los asalariados era de 17 o 18 horas diarias sin días de descanso. En 1848, cuando los trabajadores aparecemos por primera vez como fuerza política, los países más desarrollados -Francia y Gran Bretaña- concederán la jornada de 60 horas. La lucha por la jornada de 8 horas que recordamos cada 1º de mayo, llevará a principios del siglo XX a la extensión de la jornada de 48 horas semanales. A partir de ahí: frenazo y vuelta atrás. Las 48 horas tardarán todavía medio siglo más en convertirse en una jornada -teórica- de 40 horas que, en la práctica, ni siquiera llegan a éso: la tendencia es a jornadas más largas y más precarias («flexibles») forzadas por el miedo al paro y la inestabilidad. Nuestra vida.

Es decir, durante los 200 primeros años en los que el capitalismo conquista y transforma el mundo, los trabajadores, país a país y no sin luchar, se desarrollaron con él: se reduce la jornada, aumenta el consumo, crece el acceso a la cultura y se garantizan nuevas libertades. A partir de ahí, en la era de las guerras mundiales, la nuestra, incluso los periodos de «desarrollo económico», es decir los años de mayor rentabilidad del capital, la jornada laboral se estanca, la cultura cotidiana de las grandes mayorías se degrada y el fantasma de guerras más y más internacionalizadas reaparece una y otra vez en cada rincón del globo.

Una apisonadora en mitad de la multitud

Hoy el sistema es una apisonadora que avanza renqueante en mitad de la multitud. Da igual quién la conduzca, da igual hacia dónde, da igual que el motor aumente o baje sus revoluciones. Lo importante es que nos triturará y triturará todo a su paso porque aquello para lo que existe -rentabilizar el capital- está ya en oposición directa a las necesidades de la Humanidad entera.

La salida está a nuestro alcance

Y sin embargo la tecnología de hoy, las capacidades que el sistema mismo ha creado pero que derrocha o pervierte, son inmensas. La posibilidad de una sociedad de abundancia, de una economía dirigida por las necesidades integrales de las personas está al alcance de la mano. Pero no basta con «orientar» el capitalismo de «otra manera». Ni a través del mercado, ni siquiera concentrando toda la propiedad en el estado, cambia la lógica del sistema: reproducir el capital, rentabilizar las inversiones… en otros términos: explotar el trabajo para mantener el ritmo de acumulación.

Se sale por el camino opuesto: produciendo en función de las necesidades conscientes de consumo, primando la reducción de la jornada de trabajo, aumentando la libertad y el desarrollo de las personas. Eso es lo que significa de verdad socialismo. Y el lugar hacia el que apunta se llama comunismo: una sociedad donde el trabajo asalariado y la explotación desaparecen, donde la productividad no se enfrenta a la Humanidad y la Naturaleza sino que libera a las personas convirtiendo la «economía» -hoy una máquina ciega de acumular- en un metabolismo común con la Naturaleza.

Cómo no salir

No se trata de llevar el capitalismo a otro sitio. Porque lo que el capitalismo significa es precisamente aquello que produce todos los desastres. No se trata de paliar sus efectos porque estos solo pueden ser cada vez peores globalmente. No se trata de elegir «sabores», porque no va a cambiar la naturaleza de lo que nos está destruyendo. Esto no va de «derecha contra izquierda», por radical que la izquierda quiera presentarse porque ambas solo se diferencian en cómo mantener la máquina económica de los beneficios en marcha y cómo reinvertirlos. La máquina es el problema y tanto derecha como izquierda son parte de él.

Nadie va a venir a rescatarnos. Ni un mesías político ni una catástrofe social o medioambiental que «obligue» al sistema a ser lo que no es y no puede ser. El capitalismo es la gran máquina de los desastres. En el último siglo lleva dos guerras mundiales, multitud de guerras locales, ha causado la marginación y miseria de millones, ha normalizado la violencia a todos los niveles y culpabiliza cada día a sus propias víctimas con una moral de «ganadores» y «perdedores», de santificación de la rapiña y el «sálvese quien pueda». Nada va a conmover al sistema y nada ganaríamos tampoco reproduciendo su moral, al revés. Los estallidos desorganizados, los saqueos, la afirmación de necesidades particulares… solo nos atomizarán más.

Cómo poner el mundo al derecho

El camino de salida está escondido… delante de nuestros ojos. Cuando los trabajadores nos enfrentamos a la empresa en la que trabajamos, se enfrentan dos lógicas opuestas. Nosotros luchamos por satisfacer necesidades. Son necesidades humanas -bienestar y condiciones decentes de trabajo. Necesidades que querríamos ver satisfechas para todo el mundo y para las que no resta el bienestar de nadie. Las empresas oponen a eso la importancia de pagar un dividendo al capital invertido en ellas. Dividendos que salen del trabajo de todos.

Defendiendo nuestras necesidades en cada huelga, en cada empresa, los trabajadores mostramos que es posible y necesario un mundo «al derecho», un mundo organizado en función de las necesidades humanas y no en función del dividendo. Esa sociedad organizada en función de las necesidades de todos, es lo que se llama «comunismo». Es justo lo opuesto de las dictaduras totalitarias, del militarismo y del nacionalismo.

¿Nos valen los sindicatos para eso?

El capitalismo de estado nos deja a los trabajadores y lo que ellos llaman nuestras «legítimas reivindicaciones» un espacio muy angosto: la discusión mediada por los sindicatos y sus comités, del precio de nuestra hora de trabajo, empresa por empresa y sector por sector. Discusión que todas las partes -sindicatos, patronal y estado- aceptan supeditada a la existencia de ganancias.

Lo que da potencia a las huelgas es precisamente lo que sale de ahí: no aceptar el sometimiento de las necesidades humanas universales a los resultados del capital. Pero eso no puede hacerse aisladamente en una empresa porque el capitalismo es un sistema de explotación de una clase por por otra. Por eso mismo es aun más contraproducente dividir cada plantilla entre hombres y mujeres, entre precarios y fijos, entre contratas y plantilla. La supeditación de la Humanidad al beneficio solo puede superarse cuando superamos la división por sexos, por tipos de contrato, por empresas, por sectores industriales o por cualquier división de las muchas que el sistema mismo nos impone para organizar mejor nuestro sometimiento.

¿Hay alternativa al sindicato?

Hoy lo que da fuerza a toda huelga, pequeña o grande, como a cualquier lucha de clase es que, aunque sea de manera potencial, materializa a un sujeto colectivo. Un sujeto que es mucho más potente que cualquier simple suma de individuos cuyo nivel de compromiso y cohesión nadie conoce. Si la asamblea lo decide vamos todos a la huelga, si no, por mucho que creamos en su necesidad, tendremos que aceptarlo y seguir luchando por convencer a los compañeros. La idea de huelga como un derecho individual limitado a seguir o no a los sindicatos, hace de la huelga lo opuesto de una afirmación de clase. La huelga se convierte de esa manera en ejercicio de ciudadanía, aislándonos, atomizándonos y, como en cualquier mercado o parlamento, reduciendo nuestra soberanía a elegir entre las opciones que nos ofrecen las instituciones pensadas para sostener el sistema que causa todos los problemas. Instituciones entre las que se cuentan los sindicatos, grandes monopolistas de la mano de obra necesarios para determinar el precio de nuestra hora de trabajo, el salario.

La alternativa al sindicato no es un modelo abstracto, es una experiencia práctica. Y este mismo año lo hemos visto en las huelgas masivas en Irán y México. Las huelgas que obtienen concesiones sustanciales hoy son las que se extienden de una empresa otra en un territorio, coordinándose entre sí y uniendo asambleas a través de comités de delegados elegidos y revocables por ellas. Las huelgas así auto-organizadas no tienen nada que ver con una huelga general sindical. Y de hecho, solo surgen cuando los trabajadores, hartos de los sindicatos, pasamos por encima de ellos y nos organizamos por nosotros mismos.

Ese es el camino de salida. Solo los trabajadores podemos llevar a la sociedad por él. Solo saliendo por él hay un futuro.