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09/09/2022 | Crítica de la ideología
Pompa, ceremonia… e ideología

Isabel I de Inglaterra ha muerto. Las cancillerías y la prensa mundial emiten y repiten ditirambos intentando crear un clima de luto colectivo que, al fundirse con la propaganda de guerra, acaba contagiando a los coloniales vocacionales más desubicados de ultramar. «Entendía el trono casi como un sacerdocio» destacan varios periódicos. Las televisiones ensalzan la figura en términos propios de una deidad protectora a la que toda Gran Bretaña, el mundo quizás, debiera décadas de benevolencia. El ambiente atávico se completa con una súbita abundancia de fetiches conmemorativos. Se prepara el gran momento: las ceremonias funerarias, summum de la pompa monárquica y del papel ritual de la figura real.

Pero, ¿cuál es esa divinidad innominada a la que la fallecida reina habría dedicado una vida de sacerdocio? ¿Son todas estas pompas un resto histórico conservado y ampliado desde tiempo inmemorial?

La invención de una tradición

Jubileo de diamante de la reina Victoria de Inglaterra

Jubileo de diamante de la reina Victoria de Inglaterra, primera expresión de una «tradición» que estaba inventándose bajo presión expresa de Gladstone.

La monarquía de la decadencia feudal llevó la ritualización y la ceremoniosidad hasta el extremo... en los espacios cerrados de las cortes reales. Pero esas ceremonias eran en realidad de consumo interno, sólo accedían a ella los nobles cortesanos, porque a fin de cuentas remarcaban equilibrios, dependencias, lealtades y favores dentro de la propia clase dirigente.

Los rituales públicos, las ceremonias masivas de magia dinástica, como las de toda clase dominante, eran mucho más mundanas.

Durante el absolutismo, una parte nada despreciable del apoyo social a la monarquía -y tenia mucho mas del que podría esperarse a primera vista- era debido a creencias sobre los supuestos poderes mágicos de sanación de los reyes. A través de mitos religiosos sobre la santidad de sus dinastías (con los monarcas franceses supuestamente emparentados con santos sanadores) y sobre el efecto sobre la «salud» del reino del propio cuerpo del rey.

Enormes rituales atraían a miles de personas de toda Europa, generando un ingreso extraordinario para la hacienda dinástica. El propio Carlos II llegó a practicar rituales de sanación a 96.000 enfermos después de la derrota de la revolución inglesa en 1660.

Sin embargo, el mundo había cambiado completamente apenas medio siglo más tarde, cuando ya nadie creía en los poderes mágicos del rey y se practicó el último ritual sanador en Inglaterra. La nueva generación ya vivía en un mundo distinto. Algo idéntico ocurrió en Francia postrevolucionaria, cuando Carlos X acabó cancelando el ritual al no creer ya la gente en sus poderes sanadores mágicos.

Señores de las aguas, 23/2/2019

El fin del mito sanador con el ascenso al poder -y a la creación de ideologías de estado- de la burguesía y, en el caso británico, con el aburguesamiento de buena parte de la aristocracia, redujo las prácticas ceremoniales de la monarquía a la práctica inexistencia. Incluso después de la subida al trono de la reina Victoria de Inglaterra...

Los monarcas eran políticamente activos pero personalmente impopulares, desplazándose dificultosamente por las calles miserables de Londres, eran mas la cabeza de la sociedad que la cabeza de la nación. Así, el ritual real que los acompañaba no era tanto un momento festivo para agradar a las masas, sino un ritual de grupo en que la aristocracia, la Iglesia y la familia real reafirmaban de modo corporativo su solidaridad (o su animosidad) a puerta cerrada. [...]

No había, como había habido [antes del capitalismo], ningún lenguaje ni pompa, ninguna sintaxis de espectáculo ni un idioma ritual. EI todo no era mayor que la suma de sus partes. [...]

Entre finales de los años setenta del siglo XIX y 1814, sin embargo, se produjo un cambio fundamental en la imagen publica de la monarquia britanica, a medida que su ritual, hasta entonces inepto, privado de gusto o limitado, se convirtió en espléndido, publico y popular.

Hasta cierto punto, el retiro gradual de los monarcas de la polftica activa facilitó las cosas. [...] Este cambio en la posición del monarca, que sitúa a la reina Victoria y a Eduardo VII por encima de la política como figuras patriarcales para toda la nación, se había hecho cada vez mas urgente a causa del desarrollo económico y social que tuvo lugar durante el ultimo cuarto del siglo XIX. [...] Fue al final, mas que al principio, del siglo XIX cuando Gran Bretaña se convirtió en una sociedad de masas preponderantemente urbana e industrial, con lealtades y conflictos de clase que se situaban en un marco genuinamente nacional por vez primera.

La monarquía británica y la invención de la tradición. David Cannadine (destacado nuestro)

El redescubrimiento del ceremonial monárquico no fue ni siquiera una ocurrencia regia, sino un hallazgo de las clases dirigentes británicas como un todo. Será Gladstone en persona el que imponga a Victoria aceptar deberes ceremoniales públicos a pesar de sus conocidas y reiteradas resistencias.

De materializar la gracia de dios a representar el cuerpo místico de la nación

A las puertas de Buckinham

La experiencia de la fraternidad en un luto compartido, hoy en las puertas del palacio de Buckinham

La creación de un ritual de paseos, balconeos y procesiones reales con participación de grandes masas de público como forma de nacionalizar a la monarquía para que esta nacionalizara a su vez a las clases subalternas, tenía fuentes claras de inspiración en el continente, especialmente tras la aparición de un nuevo tipo de ceremoniosidad de masas en Alemania.

Grandes mítines, desfiles y concentraciones en lugares sagrados de la entonces recientemente creada Historia alemana, sirven para nacionalizar a la nueva población urbana como antídoto a su organización en estructuras de clase. Se trata de una nueva forma de representación democrática (=interclasista), en el sentido teatral de representación, que seculariza las formas del culto religioso y que con el tiempo llegará a concebirse como alternativa a la representación parlamentaria por delegación. Los grandes ballets de masas -y a partir de ellos la invención del deporte- promueven una fraternidad muscular, pre-bélica, que abiertamente se identifica con la pertenencia nacional.

Sin llegar a esos extremos democráticos, el impulso ceremonial gladstoniano, que inventa la tradición ceremonial monárquica actual se enmarca en el mismo esfuerzo por dar corporeidad a la nación, por crear experiencias nacionales de fraternidad y orgullo colectivo, para amortiguar las tensiones de clase.

Pero para que la monarquía -una institución obviamente aristocrática feudal- pueda representar a la nación, es decir, la unión sagrada de las clases en la defensa del capital nacional y sus intereses, tiene que secularizarse al mismo tiempo que insinúa de nuevo benévolos poderes protectores mágicos.

Hay que deshacer hasta cierto punto lo que los historiadores de la burguesía habían emprendido durante el siglo anterior: crear una historia nacional separada y autónoma de las historias dinásticas de la clase dirigente feudal. El resultado será una proyección hacia atrás de la figura real como sacerdocio proctector del progreso. Los reinados pasan a representarse e identificarse con épocas y humores de la historia nacional. Se reinventa el pasado inmediato, como época victoriana y se empieza a hablar de la Inglaterra isabelina, por mucho que bajo los mismos reinados se dieran regímenes políticos y correlaciones de poder muy diferentes.

Las imágenes, mil veces machacadas estos días, que presentan el reinado de Isabel II como una unidad de tiempo con carácter propio por encima de los gobiernos y como una unidad de imaginario progreso social, tratan de establecer precisamente eso. Delimitan y remarcan un territorio emocional común a todos los británicos y ordenan la memoria asociando las vidas familiares y los recuerdos personales a las evoluciones de una figura pública que los conectaría a todos dándoles dimensión histórica.

Fue la roca sobre la que se construyó la Gran Bretaña moderna. Nuestro país ha crecido y florecido bajo su reinado

Liz Truss, primera ministra británica sobre Isabel II

El parecido con el dispositivo cristiano de la comunión no es casual. El ritual cristiano crea a través de una asociación individual al cuerpo del Cristo, un cuerpo místico que agrupa a todos los creyentes en una fraternidad de creencia que hace posible la paz que se dan al final de la misa.

Su secularización, en el caso británico a través de la monarquía, persigue una experiencia de fraternidad regeneradora del cuerpo de la nación que evoque y condicione los ánimos hacia la paz social. Tampoco es casualidad que los sindicatos ferroviarios británicos desconvocaran inmediatamente las huelgas previstas para estos días.

Los dioses del capitalismo y sus poderes mágicos

Carlos, príncipe de Gales y heredero al trono

Carlos de Inglaterra, heredero y supuesta encarnación de una «nueva era»

Debajo de todo el relato machacón de estos días, debajo de los elogios fúnebres a la gran sacerdotisa fallecida, está el culto al capital nacional, esa forma de organización del trabajo social basada en la explotación y cada vez más violentamente antagónica con el desarrollo humano1.

Por eso hay pocas cosas más ridículas que escuchar a los críticos de la monarquía rechazar por atávicas las pompas y ceremoniales de estos días. Los mismos que denuncian la irracionalidad de los juegueteos mágicos de los últimos monarcas europeos, afirman como lo más natural del mundo que los propietarios (se refieran a empresas, empresarios, inversionistas o al estado) crean riqueza. Ese relato, que es la base común de la ideología de toda clase explotadora a lo largo de la historia, subyace tanto en el discurso de monárquicos como de republicanos.

Pero no se vayan todavía, el ritual prosigue relatado en tiempo real por la BBC. Culminará en una nueva coronación a la que los medios de todo el mundo ofrendan ya el relato de la «inauguración de una era».

Pero no hay era ni cambio posible que puedan traer la nación ni sus sacerdotes. Lo que viene -una espiral de destrucción de capacidades productivas, la primera de ellas nosotros mismos, la clase de los trabajadores- no va a ser detenido por ninguna evocación mágica ni ninguna ceremonia ni tradición. Sólo los trabajadores colectivamente, luchando y organizándonos, podemos imponer el quiebre hacia una sociedad centrada y organizada para la satisfacción directa de las necesidades humanas universales.