Imperialismo lingüístico
El imperialismo lingüístico es parte del conflicto global. Como él, nos rodea y se introduce en la vida cotidiana: desde la documentación oficial a la publicidad. ¿Es posible superarlo?
En este artículo
El imperialismo lingüístico cotidiano
Documentar la actualidad italiana resulta chocante: el italiano de los medios se ha convertido en un dialecto neocolonial grotesco en el que incluso las leyes reciben de forma incomprensible nombres en inglés. La misma burguesía italiana que exacerba el nacionalismo parece complacerse en la descomposición de la lengua que fue un día su bandera para homogeneizar y cohesionar a la península. Portugal va por el mismo camino.
Y por España las cosas solo son en apariencia mejores. Todos los medios hablan del discurso de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, ante los patrocinadores y el rey en el «World Mobile Congress». Pocos sin embargo comentan que lo hiciera en inglés. Su partido, como C's y según los días PP, PSOE y PNV, presentan el inglés como «superación» de un supuesto conflicto «de lenguas» entre el español, el catalán y el vasco. El inglés, presentado a menudo como la «lengua internacional» o incluso como «el nuevo latín», parecería ser la lengua común del futuro.
Y sin embargo, parecería que el imperialismo lingüístico es cada día más contestado. Conforme las potencias anglosajonas abandonan o se enfrentan a los organismos que habían articulado su hegemonía internacional, la prensa norteamericana y sobre todo la británica anuncian el fin de la omnipresencia global del inglés. Mientras, Juncker y los dirigentes de la UE han dejado de usar el inglés en sus comparencias públicas y el nacionalismo alemán, a través de la nueva hornada merkeliana, se escandaliza de que en los barrios bohemios de Berlín «se escuche más el inglés que el alemán».
La burguesía británica habla de su propia política como «suicidio». La burguesía europea descubre -¡ahora!- que el inglés ha sido durante décadas una herramienta fundamental del control por el capital financiero anglosajón de los organismos multinacionales, es decir imperialismo lingüístico canónico, además de un costoso señalizador de clase, una barrera que excluía sobre una base fundamentalmente de clase al 49% de los europeos. Solo la burguesía y la pequeña burguesía, que viene a coincidir con el 20% que tiene más ingresos, vería excluida del acceso a los programas UE a menos de un tercio de sus miembros.
Por supuesto, todo esto es pura hipocresía. Siempre fue obvio el imperialismo lingüístico de la potencia dominante en cada momento y región a la hora de señalizar alianzas y distribuir el poder. La lengua administrativa y comercial internacional ha sido siempre parte del conflicto imperialista. Entre otras cosas porque el que impone su lengua como terreno de negociación siempre juega en casa, y el que adopta la del otro siempre parte en desventaja.
Lo que pasa ahora es que buena parte de la burguesía hizo una mala apuesta. Porque cuando la burguesía manda a sus hijos a estudiar en colegios en el extranjero hace una apuesta sobre el futuro del imperialismo. Y ese futuro ya no es lo que querían creer hace solo un par de años.
¿Otro idioma global es posible?
Aunque hubo todo un movimiento obrero esperantista en el cual germinaron incluso pequeñas fracciones de la oposición comunista en los 301, los marxistas nunca apoyaron el movimiento por hacer oficial en cada país una lengua internacional auxiliar.
No fue porque no fueran conscientes del imperialismo lingüístico ni porque no pudiera crearse una lengua artificial fácil de aprender, útil y rica. Estaba creada, era y es un hecho, fue todo un hito tecnológico de la lingüística de su época que fue seguido de decenas de propuestas a lo largo de los años. Muchos marxistas la aprendieron y fue lengua de trabajo de las juventudes socialistas y comunistas hasta el triunfo de la contrarrevolución stalinista.
El problema es que pretender eliminar el imperialismo lingüístico convirtiendo una de esas lenguas, por bien diseñada que esté, en lengua de uso universal por los estados capitalistas, ignorando qué es lo que hace que un idioma pueda convertirse en lengua internacional era -y es- sencillamente utópico.
Lo que en la fase imperialista del capitalismo permite a un idioma convertirse «lengua internacional» no depende de su facilidad de uso, ni de la riqueza de su literatura, ni siquiera de su número de hablantes o las simpatías que suscite, sino de la pura y simple correlación de fuerzas entre los imperialismos.
No hay «buena idea» que no se convierta en reaccionaria cuando ignora la realidad del sistema social en que vivimos: por un lado se convertirá en irrealizable, por otro generará irremediablemente ilusiones sobre el propio sistema que la hace imposible, convirtiéndose así en útil a su sostenimiento.
Disponer de una lengua auxiliar internacional neutral, renunciar al imperialismo lingüístico, acabar con las discriminaciones o terminar con las guerras son estupendas ideas tan irrealizables bajo el capitalismo como abolir la pobreza. Y tan reaccionarias como defender que es posible un capitalismo sin imperialismo, discriminaciones, guerras ni pobreza.
Nacionalismo e imperialismo lingüístico
Es muy probable que se esté abriendo un periodo en el que el inglés perderá peso internacional a favor de otras lenguas. Es muy posible que a las burguesías más anglificadas les cueste un tiempo renunciar al inglés en sus intercambios. Aun más a los académicos, especialmente en algunas disciplinas cuyas referencias seguirán estando en países anglosajones. Pero a medio plazo el uso preferente de una lengua u otra en cada región o en cada campo industrial, tecnológico o científico tenderá a reflejar la correlación de fuerzas entre las distintas potencias imperialistas en ellos.
A fin de cuentas, la anglificación de las burguesías nacionales, más exagerada en las burguesías más débiles, es una expresión cultural, ideológica, de la imposibilidad de un desarrollo independiente del capital nacional en la etapa imperialista.
Por eso los nuevos estados europeos -desde las repúblicas bálticas a Kosovo- y los que menos capacidad tienen por sí mismos de asegurar mercados exteriores propios -desde Suecia a Finlandia, desde Irlanda y Holanda hasta Italia- son los que más han visto convertidos sus sistemas de enseñanza y esa «cultura nacional» otrora deificada por el nacionalismo, en ecos subalternos de la producción cultural anglosajona.
Si no hay desarrollo independiente del capital nacional tampoco lo hay de la cultura nacional al que éste intenta dar forma. No deja de ser significativo que nacionalistas corsos, catalanes, flamencos o georgianos se apresuraran durante estos años a colocar el inglés como segunda lengua en los nombres de las calles y hasta en sus liturgias públicas. Y que incluso los más fuertes, como Francia o Alemania, impusieran «cuotas de pantalla» para intentar cultivar el imaginario nacional y ser parte, aunque fuera anecdóticamente, de los consumos culturales de sus vecinos.
Estamos condenados pues a un multilingüismo siempre asimétrico y siempre significado por la divisoria de clase y el conflicto imperialista permanente. No, no vamos a poder ver una lengua auxiliar internacional neutral, fácil, igualadora y realmente útil, hasta que las lenguas no dejen de ser un terreno más de la batalla imperialista. Pero como todos los estados nacionales son -y solo pueden ser- imperialistas, ninguno va a renunciar a las ventajas del «imperialismo lingüístico».
Así que superarlo solo se conseguirá superando de una vez el capitalismo. Es una condición exigente, es cierto, pero no utópica sino necesaria para la salir de un atolladero en el que la lengua es, hace mucho, lo de menos.
Notas
1. Véase «Permanenta Revolucio». Cinco de los seis primeros números pueden descargarse pinchando sobre su imagen abajo.