Gramsci no irá a Eurovisión
Mientras Costa deglutía a sus aliados de la jerigonça y la izquierda francesa se desvanecía del panorama electoral francés dividida entre un decadente Melenchon y unas complejas «primarias populares» sin casi participación, la izquierda española lo ponía todo en un agónico Götterdämmerung: Benidorm Fest, fase local de Eurovisión 2022. Si hacemos caso a sus propios lamentos, fue más doloroso y trascendente que los 14 diputados (de 19) perdidos por «O Bloco» en Portugal. Años de Gramsci, «teoría de marcos» y «espíritu 15M», colapsaban de la forma más banal posible.
¿Cómo se convirtió Eurovisión en una «batalla cultural» del feminismo y la izquierda podemita?
A finales de los noventa, Eurovisión era un festival caduco, un resto de otros tiempos mantenido por la inercia de las cadenas públicas que mandaban la celebración a sus segundas y terceras cadenas aduciendo la pérdida de audiencia. La revivificación vendría de la incorporación del voto por SMS y la movilización del mundo gay de Tel Aviv. Su ariete: Dana International y su «Viva la Vida». Era 1998 y Eurovisión volvía a fabricar un éxito de ventas que marcaba una época.
A partir de ahí, abiertamente ligado a la celebración de lo gay, Eurovisión resucitó como una versión para toda la familia de la fiesta del Orgullo, una ocasión para disfrutar con los amigos, boles de palomitas y SMS irónicos. Por supuesto no dejó de molestar a algunos. En 2008 la coalición de una famosa productora catalana y un nido de trolls (el famoso forocoches) saboteó la fiesta eligiendo como representante español al Chikilicuatre. Sin consecuencias. El cambio cultural era innegable y continental y ahí estaba en 2014 Conchita Wurst para dejarlo bien sentado.
En 2018 sin embargo, el triunfo de la cantante israelí Netta con una canción contra el bullying, creó una nueva alianza de censores. El gobierno húngaro -buque insignia de la ultraderecha identitarista europea- retiró a su cadena del festival por considerarlo «demasiado gay» y la nueva izquierda identitarista entonces ascendente se aplicó a boicotear a la cantante por ser israelí.
Para la «nueva política», Eurovisión se estaba convirtiendo en una manifiestación cultural demasiado importante como para permitir que fuera una mera y banal fiesta. Para la izquierda identitarista toda la base de lo que en algún momento llamaron su «perspectiva post-marxista» les llevaba a éso, del mismo modo que la ministra de Igualdad y entonces cabeza pública de Podemos se había introducido en los programas-espectáculo de celebridades con su «toma de partido» sobre las acusaciones retrospectivas de Rocío Carrasco contra su expareja.
Las clasificatorias españolas para Eurovisión 2022 venían ni que pintadas. Entre las candidatas estaba Rigoberta Bandini, una diva de los ambientes de la pequeña burguesía intelectual de Madrid y Barcelona que llegaba tras una larga temporada de hypes en la televisión pública, el País y otros medios. Se presentaba además con una canción supuestamente reivindicativa y rompedora que desde el primer momento fue tomada por bandera e inflada por más y más ditirambos desde El País a los nidos de opinadores podemitas de twitter.
La resignificación que se estaba dando al Benidorm Fest se hizo ruidosa y evidente. La ministra Irene Montero repitió el verso de la canción que se preguntaba «por qué les dan tanto miedo nuestras tetas» como si codificara toda política social. La izquierda nacionalista e independentista se sumó al juego con sus propias candidatas: Tanxugueiras, una propuesta neofolk en la onda de las tendencias que florecieron estos años en el Este de Europa. El portavoz parlamentario de ERC, Rufián, planteaba votar tras saber «que cabrearía más al facherío», si la teta de Bandini [¿?] o el gallego de Tanxugueiras [¿?].
Para la «opinión feminista y progresista» el resultado, estaba claro, iba a quedar en familia y proporcionar una victoria simbólica pero valiosa a las izquierdas del PSOE. Eurovisión llevaba todo el camino de redimirse de la sospechosa banalidad gay y sus peligrosas desviaciones fiesteras hacia Tel Aviv. Todo iba a ser convenientemente remachado por un simbólico bajo puesto para Varry Brava y su nostalgia de la movida Chueca de los noventa. Ya bastaba de «arte degenerado», España volvería ser un «país serio» y representarse en Eurovisión desde el «realismo feminista».
Pero... RTVE había modificado el sistema de voto. El voto por SMS -que a imagen del mercado daba un voto extra al que lo pagara- se ponderaba este año por encuestas. En teoría debía favorecer a las canciones más publicitadas por los medios y por tanto a Bandini en primer lugar. Pero no... consagró a la canción disco de Chanel, apoyada de paso por el jurado... que resultó finalmente ganadora.
Lo que siguió fue la violenta frustración y el troleo masivo a la ganadora. El vestuario de la pobre chica se convirtió en supuesto epítome del machismo y su cuerpo en representación de toda esa odiosa clase social que trabaja en «talleres de chapa y pintura» y otros templos de la reacción patriarcal empeñados en rechazar «los cuidados». La indignación de la opinión «feminista y progresista» fue tal que RTVE prometió cambiar las reglas... para que el año que viene pueda ganar Bandini. Y la prensa del domingo se llenó de artículos entonando un «no nos moverán» digno de mejor causa.
La pequeña burguesía intelectual había descubierto una vez más que twitter y la prensa amiga no le bastan para consolidar la «hegemonía cultural». Sus críticos de la «izquierda neorancia», como ellos les llaman, se felicitaban por «la bofetada» y se preguntaban si la incapacidad de la «nueva política» para capitalizar sus batallitas culturales no convierte las técnicas de la izquierda podemita en un puro mecanismo de «rebranding» de iconos y valores culturales devaluados que, una vez revalorizados, son capturados inmediatamente por el gran capital.
Algo de verdad hay. Pero la cosa, como siempre, tiene más fondo y más historia.
«Hegemonía» y «nueva política»
Aunque el término «hegemonía» y la teoría que lo desarrolla se deban a Gramsci, su fundamento es muy anterior y su práctica política estuvo bien presente en la estrategia del anarquismo español y el liberalismo republicano del XIX. La idea central es que los cambios culturales, es decir, la difusión y generalización de ciertas ideologías, pueden trastocar las correlaciones de fuerzas entre clases.
En manos de Gramsci, cuyo acendrado idealismo bebía confesa y directamente de Benedetto Croce, el gran ideólogo del liberalismo italiano, la fe en la capacidad de la ideología para transformar relaciones sociales se convirtió en una especie de «teoría general» de las alianzas justificadas por la potencialidad «revolucionaria» de las guerras culturales.
En la mirada gramsciana, retomada por la parte del stalinismo que se llamó después «postmarxista» y que se fundió con las evoluciones teóricas del fascismo contemporáneo/ peronista, eso significaba que movimientos de la pequeña burguesía como el feminismo, con capacidad para crear consensos sociales rupturistas superadores de las inercias del discurso ideológico dominante, eran potencialmente «revolucionarios».
¿Cómo? Mediante la multiplicación y convergencia de toda una serie de movimientos de este tipo en un proceso de «construcción de pueblo».
Por supuesto, los propios teóricos de estas «estrategias» de «construcción de un sujeto» [alternativo a lo que la clase trabajadora representa para la crítica marxista] daban por hecho que los intereses materiales bajo cada uno de ellos eran contradictorios. Si se explica cómo se calcula y qué significa la brecha de género difícilmente servirá de bandera para encuadrar mujeres trabajadoras. Si entendemos en qué consiste el Pacto Verde, difícilmente se aceptará como alternativa al cambio climático por los trabajadores.
Del «sí se puede» a la izquierda de los «estilos de vida» y la «identidad»
Era obvio que con «significantes flotantes» y consignas etéreas como el «Sí se puede» no se podía llegar más allá de los primeros entusiasmos. En países con nacionalismos bien asentados desde el estado como Grecia, Portugal, Francia o Argentina, el recurso obvio fue, para las «nuevas fuerzas» del kirschnerismo, O Bloco, la Francia Insumisa o Syriza, recuperar y modernizar el viejo culto patriótico-místico de los movimientos revolucionaristas de la pequeña burguesía que les habían precedido en otras épocas históricas.
En España sin embargo los intentos de Errejón e Iglesias al final cortocircuitaron con la revuelta de la pequeña burguesía regional y los efectos sobre el conjunto del país del proceso independentista catalán.
Así que... el podemismo original, ya fracturado en varios partidos y «confluencias», bajó ínfulas patrióticas y se concentró sobre el desarrollo de aquellos dos movimientos que estaban ya adoptándose como ideología de estado y que por tanto podían servir de puente entre los rescoldos del 15M y la captura de ministerios «sociales» al gobierno del PSOE: feminismo y, todavía en menor medida ecologismo.
Ese es el contexto en el que, en toda Europa, las expresiones políticas de revuelta de la pequeña burguesía intelectual (que en España había dado lugar a Podemos, Más País y convergencias diversas) pasaron de un vacío y nebuloso discurso contra «la casta» a apostar fuerte por los huecos que les ofrecía la clase dirigente.
A día de hoy, con los ecologistas, son parte del gran partido de «los cuidados», la promesa de restricciones al consumo de lacteos y carne y, ahora, del Benidorm Fest. Venden al final «estilos de vida» que creen llenos de significado político pero que, evidentemente, acaban siendo mercantilizados y capitalizados si tienen éxito. Pero eso no es lo importante.
Lo importante es que sus alharacas y «guerras culturales» han servido para dividir plantillas y abortar respuestas colectivas en los centros de trabajo y sobre todo para ayudar a diluir lo que realmente estaba pasando con las condiciones de vida y de trabajo. Y por si quedaran dudas, la experiencia de tener ministros de estas fuerzas en los gobiernos de sus respectivos países deja claro que han hecho y harán siempre su parte para imponer la agenda de la burguesía española, griega o portuguesa.
No, no se puede sentir ninguna pena por Syriza, Podemos y derivados, Bloco o Melenchon. Ni por sus desastres electorales ni por sus ridículos culturales. No son ni fueron nunca ninguna «oportunidad» que se pudiera «perder», sino la expresión de una clase, la pequeña burguesía intelectual, emborrachada de modelos fascistizantes, de la que no cabía esperar otra cosa.