Fragilidad y crisis ideológica
Trump descubrió los argumentos de su campaña electoral el pasado 4 de julio: combatir al nuevo fascismo de extrema izquierda. No es, ni mucho menos, la primera vez que deja ver un anti-comunismo primario, macartista, en su discurso. Ese tipo de imprecaciones nunca estuvo completamente ausente en la política norteamericana. Otra cosa es su normalización a escala global. Esa es una novedad significativa.
Es inevitable pensar en Bolsonaro. Ahora se hace público que el fundamento ideológico del bolsonarismo es una teoría conspiranoica, parte de la guerra de desinformación, elaborada por los militares al abandonar el poder para justificar la dictadura y los asesinatos: _Orvil_. Según la prensa brasileña el único mérito de este tesoro arqueológico de la estulticia sería haber adelantado con claves militaristas y brasileñas el discurso sobre el marxismo cultural de la ultraderecha estadounidense. Discurso que se ha convertido en ideología de estado en Polonia o en la Hungría de Orban, pero que está esparciéndose por toda Europa a través de grupos parlamentarios como Vox... aunque no solamente de ellos.
En países como Argentina, Portugal o España, a la presión de la revuelta de la pequeña burguesía airada se une a la llegada de una migración pequeñoburguesa masiva desde Brasil y Venezuela. Armada por un furioso macartismo de preocupante violencia y con multitud de lazos personales y financieros con la derecha de estado local, la ultra-derecha exiliada ha permeado el lenguaje y el argumentario de partidos como el PP, para horror de su vieja guardia. No es solo Feijoo en España quien busca poner freno a lo que intuye como un peligro de descomposición. En Portugal, incluso en la prensa económica, los sectores liberales de la oposición conservadora cargan contra la influencia bolsonarista y su bruticie, rechazando como ridículo -lo es- el concepto de marxismo cultural y reivindicando lo que significa para sí.
El problema para ellos es que la fragilidad ideológica que demuestra su permeabilidad frente a los delirios de la pequeña burguesía ultranacionalista, no se limita a lo táctico.
De Macron a Boris
Macron fue el primer presidente de un gran estado europeo que había sido formado políticamente en un periodo en el que las huelgas y luchas obreras no formaban parte central de la agenda política. Era un producto de la ideología post-muro del fin del comunismo y el fin de la Historia. El desarrollo del movimiento de los chalecos amarillos y la aparición en él de conatos de reivindicaciones de clase conmovieron su visión del mundo. Respondió con concesiones preventivas y un largo y absurdo proceso deliverativo después de llamar al Eliseo a toda una fauna de académicos y sindicalistas para entender por qué las noticias sobre la muerte de la lucha de clases habían resultado tan exageradas. La reflexión le sirvió para capear el temporal y emprender la reforma de pensiones con una estrategia más sofisticada que la planteada originalmente. Pero no para fundar ideológicamente su mandato ni su estrategia, lo que sin duda concurre a la fragmentación de sus apoyos parlamentarios.
Algo similar hemos visto estas semanas en Gran Bretaña con Boris Johnson. Johnson, un chico listo de Oxford, aunque tenga lecturas y un nivel cultural que ya quisieran para sí Trump y la mayoría de los jefes de gobierno europeos, nunca ha hecho ningún alarde de profundidad intelectual. Con sus ministros y entorno se da cuenta perfectamente de que la única manera de reimpulsar la acumulación en un momento crítico para el capital británico como el actual es recurrir al viejo manual de políticas keynesianas y practicar un grado de intervencionismo estatal que hace poco denunciaba como aberrante en las propuestas de Corbyn. ¿Comó las funda? Con una consigna que ni el stalinismo albanés hubiera superado falta de sofisticación e inclusividad (Construir! Construir! Construir!) y un recordatorio absurdamente pacato: no soy ningún comunista. Nadie con una mínima salud mental sospechó en ningún momento que Downing Street y sus lores oxonianos estuvieran planteándose la formación de soviets. Pero el primer ministro tenía que ensayar una disculpa y fundar -a falta de una visión estratégica- el paquete de medidas de gasto en una necesidad perentoria.
De nuevo: la burguesía se ve limitada en un primer momento por el discurso ideológico importado de EEUU en los noventa, cambia el rumbo rápidamente cuando la recesión se muestra con toda su virulencia, pero es incapaz de transformar su necesidad práctica en un discurso ideológico con el que intentar cohesionar a la sociedad en torno a sus objetivos.
Solo hay una excepción: el «pacto verde», a día de hoy el único discurso capaz de vestir transferencias masivas del trabajo al capital como una necesidad universal. Por eso el ecologismo está tan en boga entre los ideólogos y se nos vende como el nuevo progresismo.
Pero incluso entre los adalides más convencidos del «pacto verde» entre la burocracia de Bruselas, la fragilidad ideológica tiene costes. Bruselas se ha quedado atónita ante el abrupto fin de las negociaciones del Brexit. Sencillamente no les entraba en la imaginación. Descubren ahora que el coste para Gran Bretaña de un Brexit a la brava puede paliarse en parte con políticas keynesianas fuertes como la emprendida por Johnson y que por tanto la posición negociadora continental, que partía de sus propias y viejas ortodoxias ideológicas no es tan fuerte como pensaban.
La ideología no es solo una elaborada forma de mentira social útil a las clases dominantes y sus objetivos. Nunca lo ha sido. También limita o condiciona su compresión del mundo y por tanto su capacidad de actuación. La fragilidad ideológica de las clases dominantes, su incapacidad para renovar su análisis de la realidad material y para crear discursos políticos cohesionadores, tiene costes para ellos. Y no solo en sus cuitas internas o frente a la deriva de la pequeña burguesía. También frente a las luchas de trabajadores hoy en alza. Que la crisis actual sea también una crisis ideológica, es decir, una crisis de los discursos que apuntalan el dominio social del capital, es significativo. Muestra el agotamiento histórico del capitalismo de estado en el que vivimos. Es la otra cara de su incapacidad para evitar la devaluación del capital.