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¿Existe el comunismo en Anarres?

04/02/2018 | Artes y entretenimiento

El pasado 22 de enero falleció Ursula K. Le Guin. En estos días la prensa anglosajona la homenajea por el feminismo que cree encontrar en obras como «La mano izquierda de la Oscuridad». Sin embargo, si preguntamos a los lectores, si escarbamos en blogs y foros, en premios y hasta en la entrada de la wikipedia, descubriremos pronto que el libro que ha llevado a más personas a descubrir su obra es «Los desposeídos». El éxito de Anarres no tiene mayor misterio: «Los desposeídos» es uno de los pocos relatos contemporáneos de una sociedad comunista y esa imaginación es necesaria para millones de nosotros.

La novela se desarrolla entre el planeta Urras y su satélite, Anarres. Doscientos años antes de dar comienzo la novela, en Urras tuvo lugar una revolución proletaria -cuya eclosión aparece en otro relato, «Las doce moradas del viento». Sin embargo la revolución fracasa y miles de personas son enviadas al exilio a Anarres, un lugar árido y pobre donde los revolucionarios exiliados intentarán llevar a cabo su «anarquismo».

¿Existe el comunismo en Anarres?

Representación de Urras y Anarres.

Suele decirse que «Los desposeídos» es una especie de muestra ficticia del «comunismo libertario» kropotkiniano. Ciertamente lo es, pero no por lo que suelen argumentar los que siguen confundiendo el socialismo con el capitalismo de estado estalinista. Para empezar, tiene bien presente textos básicos del marxismo como el «Anti-Dühring», «El Capital» o la «Crítica del Programa de Gotha» cuando describe la abolición del trabajo asalariado:

En última instancia, el trabajo se hace por el trabajo mismo. Es el placer duradero de la vida. La conciencia, la conciencia íntima lo sabe. Y también la conciencia social, la opinión del prójimo. No hay ninguna otra recompensa, en Anarres, ninguna otra ley.

Aparecen también fenómenos culturales propios de una sociedad en transición al comunismo, como la presencia consciente del futuro en las relaciones sociales.

No había fines. Había procesos: todo era proceso. Uno podía ir en una dirección promisoria o equivocada, pero uno no se ponía en marcha con la esperanza de no detenerse jamás en ninguna parte. Entendidas de esta manera, todas las responsabilidades y compromisos ganaban en sustancia y en duración. (...)

Ningún acto es verdaderamente humano hasta que ocurre dentro del paisaje del pasado y el futuro. La lealtad, que consolida la continuidad del pasado y el futuro, unificando el tiempo en una totalidad, es la raíz de la fortaleza humana; no se obtiene ningún bien si se prescinde de ella.

Y de hecho, lo que llama «descentralización» no es heredero de los teóricos anarquistas sino que es equivalente al concepto marxista de «socialización». De nuevo, hablando de la geografía, reaparece el fantasma del «Anti-Dühring»:

La descentralización había sido una cuestión primordial para Odo cuando planeó una nueva sociedad que nunca llegó a ver. Odo no pretendía desurbanizar la civilización. Aunque opinaba que las dimensiones naturales de una comunidad dependían de la cantidad de alimentos y de energía que pudieran proporcionar las regiones contiguas, proponía que las comunidades estuviesen todas conectadas entre sí por redes de comunicaciones y transportes, de modo que los bienes de consumo y las ideas pudiesen llegar a donde fuese necesario con prontitud y facilidad. Pero esa red no estaría administrada desde arriba. No habría centros jerárquicos, ni ciudades capitales, ni organizaciones destinadas a perpetuar el aparato burocrático o a favorecer las ambiciones de quienes aspiraban a convertirse en capitanes, en patronos, en jefes de Estado.

Y es que, de hecho, Anarres es una sociedad altamente centralizada en la concepción marxista:

Por muy vastas que fuesen las distancias que había entre las colonias, todas se consideraban partes de un complejo organismo. Primero construían los caminos, y luego las casas. El intercambio de recursos y productos regionales era constante, en un intrincado proceso de equilibrio: ese equilibrio de la diversidad que es fundamento de la vida, de la ecología natural y social.

Entre las visiones más valiosas de Le Guin, además, entender que una organización económica orientada hacia la abundancia, tanto más cuanto más lejos este de ella, necesitaría una «cibernética» propia, un particular Google socializado con su IA -algo que ya aparece, por cierto en «Estrella Roja» del bolchevique Bogdanov (1908).

Pero, como ellos mismos decían con una imagen analógica, no puede haber un sistema nervioso sin por lo menos un ganglio, y preferentemente un cerebro. Tenía que haber un centro. Las computadoras que coordinaban la administración de las cosas, la división del trabajo y la distribución de los bienes de consumo, y las federaciones centrales de la mayor parte de los sindicatos de trabajadores estuvieron, desde el comienzo mismo, en Abbenay. Y desde el comienzo los Colonos comprendieron que aquella centralización inevitable era una permanente amenaza, que necesitaba de una permanente vigilancia.

Ese oxímoron llamado Anarres

Arquitectura tradicional kazaja en la que pudieron estar inspiradas las descripciones de Anarres.

Pero aquí es donde empieza a verse lo insostenible del planteamiento de Le Guin. La revolución, trasplantada de Urres a Anarres, no puede significar en absoluto una «liberación de las fuerzas productivas», sino una forma alternativa de gestionar la escasez. Una «alternativa» política o ética, como les gusta a los anarquistas, no un producto histórico que desarrolla unas tendencias ya existentes.

Como quiera que sea, los planes de Odo habían tenido en cuenta el suelo generoso de Urras. En el árido Anarres, las comunidades tuvieron que dispersarse en busca de recursos, y eran pocas las que se bastaban a sí mismas, por más que hubieran reducido lo que se entendía por necesidades primarias. En verdad, habían tenido que prescindir de muchas cosas, pero hasta un cierto grado; no estaban dispuestos a recaer en el tribalismo pre-urbano, pre-tecnológico. Sabían que el anarquismo era para ellos el producto de una civilización muy desarrollada, de una cultura y diversificación compleja, de una economía estable y una tecnología altamente industrializada, capaz de mantener un elevado nivel de producción y distribuir con rapidez los bienes de consumo.

El resultado es un imposible dialéctico, un oxímoron utópico. Simplemente resulta increíble la ansiada «liberación del individuo» pregonada por Le Guin sin la liberación previa de la productividad del trabajo. Le Guin lo reconoce en cierta medida, pero limita sus consecuencias a un cierto malestar cultural, una queja por la opresión del miedo al qué dirán en una sociedad donde sin cooperación obligatoria todo se cae. Muy al estilo del que se estilaba cuando escribió su novela (1976) en las universidades norteamericanas.

Nos avergüenza decir que hemos rechazado un destino. Que la conciencia social domina por completo a la conciencia individual. No hay equilibrio. Nosotros no cooperamos, obedecemos. Tememos ser parias, que nos llamen haraganes, inútiles, egotistas. Tememos la opinión del prójimo más de lo que respetamos nuestra propia libertad.

El centro de investigación de Anarres es descrito en formas y colores de manera muy similar al viejo auditorio de la época stalinista de Astana.

Y es que al final, consciente de que la cooperación obligatoria ante la escasez extrema fue la que alimentó en Rusia la aparición de una nueva forma de burguesía, Le Guin intenta hacernos colar que «no hacía falta tanto», que a fin de cuentas era posible el «socialismo en un solo satélite»... aunque tuviera su coste en una cierta opresión cultural a favor de la cooperación.

– Mira, hermano -dijo Shevek al fin-. No es nuestra sociedad lo que frustra la creatividad del individuo. Es la pobreza de Anarres. Este planeta no fue hecho para albergar una civilización. Sí dejamos de ayudarnos unos a otros, si no renunciamos a nuestros deseos personales por el bien común, nada, nada en este mundo estéril puede salvarnos. La solidaridad humana es nuestro único bien.

Le Guin hace un imposible, un oxímoron, restaura en realidad ese «comunismo de la escasez» que es el viejo sueño ascético del cristiano y el anarquista. Y ahí, en ese mundo imposible en el que no hay mercantilización ni división en clases pero sí que hay escasez, incluso hambrunas, puede por fin existir opresión sin explotación y puede por tanto reinar el anarquismo quejándose del conflicto sociedad-individuo en la economía más socializada imaginable. Anarres se muestra así como un constructo imposible -fin de la mercancía sin fin de la escasez- creado para dar sentido a la queja anarquista. Su artificialidad es la mejor prueba del carácter utópico y reaccionario del anarquismo.

Hemos estado diciendo, cada vez con más frecuencia, has de trabajar con los otros, has de aceptar a la mayoría. Pero las normas son siempre tiránicas. El deber del individuo es no aceptar ninguna norma, decidir su propia conducta, ser responsable. Sólo así la sociedad vivirá, y cambiará, y se adaptará, y sobrevivirá. No somos súbditos de un Estado fundado en la ley, somos miembros de una sociedad fundada en la revolución. La revolución nos obliga: es nuestra esperanza de cambio. «La revolución está en el espíritu del individuo, o en ninguna parte. Es para todos, o no es nada. Si tiene un fin, nunca tendrá principio».

En «Las doce moradas del viento», Odo se pregunta «¿Qué es un anarquista?». La respuesta sincera es que es un «anticapitalista» que con tal de negar las bases sociales y materiales de la realidad para situar la entelequia del individuo en el centro de su planteamiento, es capaz de negar el futuro de la Humanidad.